Encontrándose Tiberio César, emperador de los romanos, aquejado de una grave enfermedad y habiéndose enterado de que en Jerusalén había un médico llamado Jesús, el cual curaba las enfermedades con sola su palabra, ignorando que los judíos y Pilato le hubieran dado muerte, dió esta orden a cierto allegado suyo llamado Volusiano: «Vete lo antes posible al otro lado del mar y di a Pilato, mi servidor y amigo, que me envíe este médico para que me restituya al estado de salud en que antes me encontraba». El referido Volusiano, oída la orden del emperador, partió al instante y llegó hasta Pilato, de acuerdo con la orden que había recibido. Y contó al mencionado Pilato lo que le había encargado Tiberio César, diciendo: «Tiberio César, emperador de los romanos, señor tuyo, al enterarse de que en esta ciudad se encuentra un médico capaz de curar las enfermedades con sola su palabra, te ruega encarecidamente se lo envíes para que le cure su propia enfermedad». Cuando oyó esto Pilato, se atemorizó en gran manera, sabiendo que le había hecho matar por envidia. Respondió, pues, Pilato al citado mensajero de esta manera: «Aquel hombre era malhechor y llevaba en pos de sí todo el pueblo. Por lo cual, después de celebrarse un consejo entre los sabios de la ciudad, mandé que fuera crucificado». Cuando el mensajero en cuestión volvía a su casa, se encontró con cierta mujer llamada Verónica, que había tratado a Jesús, y le dijo: « IOh mujer!, ¿por qué dieron muerte los judíos a cierto médico residente en esta ciudad, que con sola su palabra curaba a los enfermos?» Mas ella empezó a llorar, diciendo: « ¡Ay de mí! Señor, Dios y Señor mío, a quien Pilato por envidia entregó, condenó y mandó crucificar». Entonces él, embargado de un profundo dolor, dijo: «Lo siento enormemente, porque no voy a poder cumplir el cometido que me había dado mi señor». Díjole la Verónica: «Cuando mi Señor se iba a predicar, yo llevaba muy a mal el verme privada de su presencia; entonces quise que me hicieran un retrato para que, mientras no pudiera gozar de su compañía, me consolara al menos la figura de su imagen. Y, yendo yo a llevar el lienzo al pintor para que me lo diseñase, mi Señor salió a mi encuentro y me preguntó adónde iba. Cuando le manifesté mi propósito, me pidió el lienzo y me lo devolvió señalado con la imagen de su rostro venerable. Si, pues, tu señor mira devotamente su aspecto, se verá inmediatamente agraciado con el beneficio de la curación». El entonces le dijo: «¿Un tal retrato puede adquirirse con oro o con plata?» Ella respondió: «No, sino con un piadoso afecto de devoción. Marcharé, pues, contigo y llevaré la imagen para que la vea el César; después me volveré».
Vino, pues, Volusiano a Roma en compañía de Verónica y dijo al emperador Tiberio: «Aquel Jesús, a quien tú desde largo tiempo vienes deseando, fué entregado por Pilato y los judíos a una muerte injusta y por envidia fué clavado en el patíbulo de la cruz. Ha venido, pues, en mi compañía cierta matrona que trae consigo un retrato del mismo Jesús; si tú le miras con devoción, obtendrás al momento el beneficio de tu curación». Hizo, pues, el César que el camino fuera alfombrado con paños de seda y mandó que le presentaran la imagen. Y, nada más mirarla, recobró su antigua salud. En consecuencia, Poncio Pilato fué detenido por orden del César y traído a Roma. Al enterarse el emperador de su llegada a Roma, se sintió dominado por un gran furor contra él y mandó que se lo presentaran. Es de saber que Pilato había traído consigo la túnica inconsútil de Jesús, prenda que llevó puesta a la presencia de Pilato. Y, nada más verle, el emperador depuso toda su ira, se levantó inmediatamente ante él y no osó decir una palabra dura. Y así, el que en ausencia suya parecía tan fiero y terrible, ahora en su presencia estaba manso hasta cierto punto. Pero, nada más despedirle, empezó a encenderse terriblemente contra él, llamándose a sí mismo miserable a voz en grito por no haberle mostrado la indignación de su pecho. Y al momento le hizo llamar nuevamente, jurando y declarando que era hijo de muerte y que no era lícito el que viviera sobre la tierra. Mas, en cuanto le vió de nuevo, le saludó inmediatamente y depuso toda la ferocidad de su alma. Todos, e incluso él mismo, estaban admirados de que así se encolerizara en ausencia de Pilato, mientras que en su presencia no era capaz de decir ninguna palabra áspera. Finalmente, por inspiración divina, o quizá por consejo de algún cristiano, mandó que le despojaran de aquella túnica. Y al instante recobró contra él su antigua ferocidad de alma. Grandemente admirado de esto el emperador, le fué dicho que aquella túnica había pertenecido a Jesús. Entonces mandó que fuera metido en la cárcel, mientras deliberaba el consejo de los sabios qué debería hacerse con él. Pocos días después se dictó sentencia contra Pilato para que fuera condenado a una muerte ignominiosa en extremo. Cuando esto llegó a oídos de Pilato, él mismo se suicidó con un cuchillo, y con esta muerte dió fin a su vida.
Al enterarse de ello César, dijo: «En verdad que ha muerto muy ignominiosamente, pues su propia mano no le ha perdonado». Atáronle, pues, a una ingente mole y le arrojaron a lo profundo del Tíber. Mas sucedió que ciertos espíritus inmundos y malignos, gozándose con un cuerpo de su misma condición, se movían en las aguas y traían en los aires rayos y tempestades, truenos y granizo, hasta el punto de que todos estaban sobrecogidos de un terrible temor. Por lo cual los romanos lo sacaron del río Tíber y lo llevaron en son de burla a Viena y lo arrojaron a lo profundo del Ródano, pues Viena suena algo así como camino de la gehenna (infierno), por ser en aquel tiempo un lugar maldito. Pero también allí se presentaron los malos espíritus, haciendo las mismas cosas. No aguantando, pues, aquellos habitantes tan gran invasión de demonios, echaron lejos de sí aquel vaso maldito y encargaron que recibiera sepultura en el territorio de Lausana. Los habitantes de esta región, sintiéndose excesivamente oprimidos por las susodichas invasiones, lo echaron lejos de sí y lo arrojaron a un pozo rodeado de montañas, donde, de dar crédito a la relación de algunos, se dice que andan bullendo todavía algunas maquinaciones diabólicas.