COMIENZA EL LIBRO QUE TRATA DEL NACIMIENTO DE LA BIENAVENTURADA MARIA Y DE LA INFANCIA DEL SALVADOR, ESCRITO EN HEBREO POR EL BIENAVENTURADO EVANGELISTA MATEO Y TRADUCIDO AL LATIN POR EL BIENAVENTURADO SACERDOTE JERONIMO
Los obispos Cromacio y Heliodoro al presbítero Jerónimo, su amadísimo hermano: Salud en el Señor.
La natividad de la Virgen María, así como el nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo y su infancia, la encontramos relatada en libros apócrifos. Mas, considerando que en ellos se contienen muchas cosas en pugna con nuestra fe, creemos prudente rechazar [los] en su totalidad, no sea que, a propósito de Cristo, vayamos a proporcionar júbilo al Anticristo. Estando nosotros embebidos en estas consideraciones, hubo dos santos varones, Parmenio y Virino, quienes vinieron en decir que tu Santidad había dado con un manuscrito hebreo del beatísimo evangelista Mateo, en el que se contenía la natividad de la Virgen Madre junto con la infancia de nuestro Salvador.
Así, pues, rogamos encarecidamente a tu Caridad por el mismo Jesucristo, Señor nuestro, que traduzcas del hebreo al latín el mencionado volumen, no tanto para informarnos de las maravillas de Cristo cuanto para rechazar la astucia de los herejes, que, con la pretensión de acreditar su perversa doctrina, mezclaron mentiras en la santa natividad de Cristo, intentando encubrir con la dulzura de su vida lo amargo de la muerte.
Te constreñirá, pues, tu acendrado afecto, o a escuchar la petición de unos hermanos que recurren a ti en actitud suplicante, o a satisfacer el requerimiento de unos obispos que exigen de ti la deuda de caridad que juzgues razonable. Salud en el Señor y ruega por nosotros.
Jerónimo, siervo ruin de Cristo, a los santos y beatísimos obispos Cromacio y Heliodoro: Salud en el Señor.
Quien cava en el suelo, donde supone hay oro, no se lanza inmediatamente sobre lo primero que arroja la brecha recién abierta, sino que, antes de conseguir que el golpe vibrante de la herramienta arranque un filón del precioso metal, vuelve y revuelve los terrones; y así vive ya de la esperanza aunque aún no haya conseguido aumentar su caudal.
En realidad de verdad es ardua la labor que me ha sido impuesta, si tenemos en cuenta que vuestra Beatitud me ha intimado la orden de traducir aquello que ni el mismo San Mateo, apóstol y evangelista, quiso dar a la publicidad en sus escritos.
Porque, a no haberse tratado de cosas de índole secreta, como éstas, a buen seguro las hubiera añadido al evangelio que él sacó a luz. Mas quiso escribir el tal folleto sigilándolo con caracteres hebraicos y en manera alguna permitió que se divulgase, hasta tal punto que el autógrafo escrito de su puño y letra se encuentra a la sazón en poder de varones muy piadosos, quienes lo han ido recibiendo de sus antecesores como precioso legado. Y como ellos han tenido por norma no dejar a nadie este ejemplar, y por otra parte su contenido ha sido divulgado según el gusto de los diversos redactores, resulta que una de tantas versiones, la de ese Leucio discípulo de Maniqueo (que hasta llegó a escribir hechos falsos de los apóstoles), ha servido a los fieles más de escándalo que de edificación; por lo que un concilio la ha juzgado ser de tal calaña, que hace bien la Iglesia en no prestarle la más mínima atención.
Cesen, pues, ya los mordiscos de los que nos ladran, porque no pretendemos añadir este opúsculo a los ya señalados por el canon, sino que, deseando únicamente poner en evidencia la astucia de los herejes, no intentamos otra cosa que traducir lo que escribió quien es a la vez apóstol y evangelista. Con lo cual, al mismo tiempo que acatamos la orden terminante de unos obispos eminentes en la piedad, hacemos frente a la astucia de unos desalmados herejes.
Es, pues, el amor de Cristo a quien rendimos justa satisfacción, en espera de ser ayudados por las oraciones de todos aquellos que, gracias a este nuestro acto de obediencia, puedan conocer la santa infancia del Salvador.
FIN DEL PRÓLOGO
1 Por aquellos días vivía en Jerusalén un hombre llamado Joaquín, perteneciente a la tribu de Judá. Este pastoreaba sus propias ovejas y temía a Dios con sencillez y bondad de corazón. No tenía otro cuidado fuera del de sus rebaños, con cuyo producto sustentaba a todas las personas piadosas, ofreciendo presentes duplicados a los que se entregaban a la vida de piedad y estudio de la Ley, y sencillos a los servidores de éstos. Así, pues, hacía tres partes de sus bienes, bien se tratara de las ovejas, o de los corderos, o de la lana, o de cualquiera otra cosa que le pertenecía: la primera la distribuía entre las viudas, los huérfanos, los peregrinos y los pobres; la segunda era para las personas consagradas al culto de Dios; la tercera, finalmente, se la reservaba para sí y para toda su familia.
2 El Señor en recompensa multiplicaba de tal manera sus ganados, que no había nadie en todo el pueblo de Israel que pudiera comparársele (en la abundancia reses). Venía observando esta costumbre desde los quince años. Cuando llegó a los veinte, tomo por mujer a Ana, hija de Isacar, que pertenecía a su misma tribu; esto es: de estirpe davídica. Y después de veinte años de matrimonio. no tuve de ella hijos ni hijas.
1 Y sucedió que se encontraba Joaquín durante las fiestas entre los que ofrecían incienso al Señor, preparando a su vez sus ofrendas ante la presencia de Dios. En esto se le acercó un escriba llamado Rubén y le dijo: «No te es lícito mezclarte entre los que ofrecen sus sacrificios a Dios, puesto que El no se ha dignado bendecirte dándote descendencia en Israel». Así pues, sintiéndose avergonzado ante el pueblo, se retiró del templo llorando, y, sin pasar por casa, se fué a la majada. Allí recogió a los pastores; y, atravesando montañas, se fué a una región muy lejana, de manera que durante cinco meses consecutivos no volvió a tener noticia de él Ana, su mujer.
2 Esta oraba diciendo entre sollozos: ¡Oh Señor, Dios fortísimo de Israel! ¿Por qué, después de negarme los hijos, me arrebatas también el marido? Pues he aquí que van ya cinco meses sin que me haya sido posible verlo y ni aun sé si por ventura ha muerto, para darle por lo menos sepultura». Y, estando en el jardín de su casa, sumida en amargo llanto, elevó sus ojos al cielo. Y, tropezando su mirada con un nido de pajarillos que había en un laurel, exhaló un gemido y prorrumpió en estas frases : «¡Señor Dios omnipotente! Tú que das hijos a toda criatura: a los animales salvajes, a los jumentos, a los reptiles, a los peces, a las aves; otorgándoles el poderse regocijar con ellos, ¿vas a excluírme solamente a mí de tu benignidad? Tú conoces, Señor, el voto que hice al contraer matrimonie: que, SI mc hubieras concedido un hijo o una hija, te lo hubiera ofrecido a ti en tu templo santo».
3 Y, mientras así hablaba, se presentó de repente ante ella un ángel del Señor, diciéndole: «No temas, Ana, porque Dios ha determinado que tú tengas un vástago y tu prole será objeto de admiración por todos los siglos hasta el fin». Y, dicho esto, desapareció de sus ojos. Mas ella, toda temblorosa y asustada por haber contemplado una aparición semejante y por haber oído palabras tales, entró en su habitación, se tendió en el lecho, cual si estuviera muerta, y allí permaneció todo aquel día, con la noche siguiente, orando temblorosa.
4 Después llamó a su doncella y le dijo: «Ves el decaimiento en que me ha sumido la viudez, y la angustia en que estoy anegada, ¿y no te dignas siquiera venir a mi lado?» Mas ella replicó murmurando : «Si el Señor ha tenido a bien dejar cerrado tu seno y arrebatarte tu marido, ¿qué es lo que yo puedo hacerte?» Ana, al oír esto, se puso a llorar aún con mayor intensidad.
1 Por aquel mismo tiempo apareció un joven entre las montañas donde Joaquín apacentaba sus rebaños y dijo a éste: «¿Cómo es que no vuelves al lado de tu esposa?» Joaquín replicó : «Veinte años hace ya que tengo a ésta por mujer; y, puesto que el Señor ha tenido a bien no darme hijos de ella, me he visto obligado a abandonar el templo de Dios, ultrajado y confuso. ¿Para qué, pues, voy a volver a su lado, lleno como estoy de oprobios y vejaciones? Aquí estaré con mis ganados mientras quiera el Señor que me ilumine la luz de este mundo. Mas no por ello dejaré de dar de muy buena gana, por conducto de mis criados, la parte que les corresponde a los pobres, a las viudas, a los huérfanos y a los servidores de Dios».
2 No bien hubo dicho esto, el joven respondió: «Soy un ángel de Dios, que me he dejado ver hoy de tu mujer cuando hacía su oración sumida en llanto; sábete que ella ha concebido ya de ti una hija. Esta vivirá en el templo del Señor, y el Espíritu Santo reposará sobre ella. Su dicha será mayor que la de todas las mujeres santas. Tan es así, que nadie podrá decir que en los tiempos pasados hubo alguna semejante a ella; y ni siquiera habrá una en el futuro que pueda comparársele. Por todo lo cual baja ya de estas montañas y corre al lado de tu mujer. La encontrarás embarazada, pues Dios sc ha dignado suscitar en ella un germen de vida (lo cual te obliga a ti a mostrarte reconocido para con El); y ese germen será bendito, y ella misma será también bendita y quedará constituida madre de eterna bendición».
3 Joaquín se postró cn actitud de humilde adoración y le dijo: «Si es que he encontrado gracia ante tus ojos, ten a bien reposar un poco en mi tienda y bendecir a tu siervo». A lo que repuso el ángel: «No te llames mío, sino más bien consiervo, pues ambos estamos en la condición de servir al mismo Señor. Mi comida es invisible y mi bebida no puede ser captada por ojos humanos; por lo cual, no haces bien en invitarme a que entre en tu tienda. Será mejor que tú ofrezcas a Dios en holocausto lo que habías de presentarme a mi». Entonces Joaquín tomó un cordero sin defecto y dijo al ángel: «Nunca me hubiera yo atrevido a ofrecer a Dios un holocausto, si tu mandato no me hubiera dado la potestad de hacerlo». El ángel replicó: «Tampoco te hubiera invitado yo a ofrecerlo, de no conocer el beneplácito divino». Y sucedió que, al ofrecer Joaquín su sacrificio, juntamente con el perfume de éste y, por decirlo así, con el humo, el ángel se elevó hacia el cielo.
4 Entonces Joaquín se postró con la faz en tierra y estuvo echado desde la hora de sexta hasta la tarde. Cuando llegaron sus criados y jornaleros, al no saber a qué obedecía aquello, se llenaron de espanto, pensando que quizás quería suicidarse. Se acercaron, pues, a él y a viva fuerza lograron levantarlo del suelo. Entonces él les contó su visión, y ellos, movidos por la admiración y el estupor que les produjo el relato, le aconsejaron que pusiera en práctica sin demora el mandato del ángel y que a toda prisa volviera cabe su mujer. Mas sucedió que, mientras Joaquín cavilaba sobre si era conveniente o no el volver, se quedó dormido y se le apareció en sueños el mismo ángel que había visto anteriormente cuando estaba despierto. Este le habló así: «Yo soy el ángel que te ha sido dado por custodio; baja, pues, tranquilamente y vete al lado de Ana, porque las obras de misericordia que tanto ella como tú habéis hecho han sido presentadas ante el acatamiento del Altísimo, quien ha tenido a bien legaros una posteridad tal, cual nunca han podido tener desde el principio los santos y profetas de Dios, ni aun podrán tenerla en el futuro». Joaquín llamó a los pastores, cuando hubo despertado, para referirles el sueño. Estos le dijeron, postrados en adoración ante Dios: «Ten cuidado y no desprecies más a un ángel del Señor. Levántate y vámonos. Avanzando lentamente, podremos ir apacentando nuestros rebaños».
5 Anduvieron treinta días consecutivos: y, cuando estaban ya cerca, un ángel de Dios se apareció a Ana mientras estaba en oración y le dijo: «Vete a la puerta que llaman Dorada y sal al encuentro de tu marido, porque hoy mismo llegará». Ella se dió prisa y se marchó allá con sus doncellas. Y, en llegando, se puso a orar. Mas estaba ya cansada y aun aburrida de tanto esperar, cuando de pronto elevó sus ojos y vió a Joaquín que venía con sus rebaños. Y en seguida salió corriendo a su encuentro, se abalanzó sobre su cuello y dió gracias a Dios, diciendo: «Poco ha era viuda, y ya no lo soy; no hace mucho era estéril, y he aquí que he concebido en mis entrañas». Esto hizo que todos los vecinos y conocidos se llenaran de gozo, hasta el punto de que toda la tierra de Israel se alegró por tan grata nueva.
1 Cumplidos nueve meses después de esto, Ana dió a luz una hija y le puso por nombre María. Al tercer año, sus padres la destetaron. Luego se marcharon al templo; y, después de ofrecer sus sacrificios a Dios, le hicieron donación de su hijita María, para que viviera entre aquel grupo de vírgenes que se pasaban día y noche alabando a Dios. Y, al llegar frente a la fachada del templo, subió tan rápidamente las quince gradas, que no tuvo tiempo de volver su vista atrás y ni siquiera sintió añoranza de sus padres, cosa tan natural en la niñez. Esto dejó a todos estupefactos, de manera que hasta los mismos pontífices quedaron llenos de admiración.
1 Entonces Ana, llena del Espíritu Santo, dijo en presencia de todos: «El Señor de los ejércitos ha tenido en cuenta su promesa y ha querido honrar a su pueblo con su santa visita, humillando a las gentes que se levantaban contra nosotros y convirtiendo hacia Sí sus corazones. Abrió sus oídos para escuchar nuestras plegarias y apartó de nosotros los vejámenes que provenían de nuestros enemigos. La que fué estéril es ahora madre y ha dado a luz el gozo y la alegría de Israel. Ahora ya podré hacer mis ofrendas a Dios, sin que mis enemigos se atrevan a impedirlo. El Señor atraiga hacia mí sus corazones y me conceda un gozo sempiterno».
1 Y María era la admiración de todo el pueblo; pue» teniendo tan sólo tres años, andaba con un paso tan firmo hablaba con una perfección tal y se entregaba con tanto fervor a las alabanzas divinas, que nadie la tendría por una niña, sino más bien por una persona mayor. Era, además, tan asidua en la oración, como si tuviera ya treinta años. Su faz era resplandeciente cual la nieve, de manera que con dificultad se podía poner en ella la mirada. Se entregaba también con asiduidad a las labores de lana; y es de notar que lo que mujeres mayores no fueron nunca capaces de ejecutar, ésta lo realizaba en su edad más tierna.
2 Esta era la norma de vida que se había impuesto: desde la madrugada hasta la hora de tercia hacía oración; desde tercia hasta nona se ocupaba en sus labores; desde nona en adelante consumía todo el tiempo en oración hasta que se dejaba ver el ángel del Señor, de cuyas manos recibía el alimento. Y así iba adelantando más y más en las vías de la oración. Finalmente, era tan dócil a las instrucciones que recibía en compañía de las vírgenes más antiguas, que no había ninguna más pronta que ella para las vigilias, ninguna más erudita en la ciencia divina, ninguna más humilde en su sencillez, ninguna interpretaba con más donosura la salmodia, ninguna era más gentil en su caridad, ni más pura en su castidad, ni, finalmente, más perfecta en su virtud. Pues ella era siempre constante, firme, inalterable. Y cada día iba adelantando más.
3 Nadie la vió jamás airada, ni le oyó nunca una palabra de murmuración. Su conversación rebosaba tanta gracia, que bien claro manifestaba tener a Dios en la lengua. Siempre se la encontraba sumida en la oración o dada al estudio de las sagradas letras. Tenía al mismo tiempo cuidado de que ninguna de sus compañeras ofendiera con su lengua, o soltara la risa desmesuradamente, o se dejara llevar por la soberbia, prorrumpiendo en injurias contra alguna de sus iguales. Continuamente estaba bendiciendo al Señor; y con el fin de no substraer nada a las alabanzas divinas en sus saludos, cuando alguien le dirigía uno de éstos, ella respondía: Deo gratias. Y de ahí viene precisamente el que los hombres correspondan al saludo diciendo: Deo gratias. Cada día usaba exclusivamente para su refección el alimento que le venía por manos del ángel, repartiendo entre los pobres el que le daban los pontífices. Frecuentemente se veía hablar con ella a los ángeles, quienes la obsequiaban con cariño de íntimos amigos. Y, si algún enfermo lograba tocarla, volvía inmediatamente curado a su casa.
1 El sacerdote Abiatar ofreció entonces cuantiosos dones a los pontífices para que éstos se la entregaran y él pudiera a su vez dársela en matrimonio a su propio hijo. Pero María por su parte se oponía resueltamente, diciendo: «No es posible que yo conozca varón o que varón alguno me conozca a mí». Pero los pontífices y sus parientes le decían: «Dios es honrado en los hijos y adorado en la posteridad, como siempre se ha observado en Israel». A lo que María repuso: «A Dios se le honra, sobre todo, con la castidad, como es fácil probar».
2 «Antes de Abel no hubo justo alguno entre los hombres. El agradó a Dios con sus ofrendas y fué cruelmente asesinado por quien disgustó al Señor. Sin embargo, obtuvo doble galardón: uno por sus oblaciones y otro por su virginidad, ya que no consintió jamás en su cuerpo polución alguna. Finalmente, también Elías fué arrebatado en carne mortal al cielo por haber conservado inmaculado su cuerpo. Esto es lo que he ido aprendiendo yo misma en el templo desde mi infancia: que una virgen puede hacerse grata a los ojos de Dios. Por ello he resuelto en mi corazón no conocer jamás varón alguno»
1 Y sucedió que, al llegar a los catorce años, los fariseos tomaron en ello pretexto para decir que era ya antigua la costumbre que prohibía habitar a cualquier mujer en el templo de Dios. Por esto se tomó la resolución de enviar un mensajero por todas las tribus de Israel, que convocara a todo el pueblo para dentro de tres días en el templo. Cuando estuvo reunido todo el pueblo, Abiatar se levantó, subió a las gradas más altas con el fin de ser visto y oído por todos; y, después de hacerse silencio, habló de esta manera: «Escuchadme, hijos de Israel: que vuestros oídos perciban mis palabras: Desde la edificación de este templo por Salomón han vivido en él vírgenes hijas de reyes, de profetas, de sumos sacerdotes y de pontífices, llegando a ser grandes y dignas de admiración. No obstante, en llegando a la edad conveniente, fueron dadas en matrimonio, siguiendo con ello el ejemplo de las que anteriormente habían precedido y agradado a Dios de esta manera. Pero María ha sido la única en dar con un nuevo modo de seguir el beneplácito divino, al hacer la promesa de permanecer virgen. Así, pues, creo que nos será posible averiguar quién es el hombre a cuya custodia debe ser encomendada, preguntándoselo a Dios y esperando su respuesta»
2 Agradó tal proposición a toda la asamblea. Echaron suerte los sacerdotes sobre las doce tribus de Israel, y ésta vino a recaer sobre la de Judá. Entonces dijo el sacerdote: «Vengan mañana todos los que no tienen mujer y traiga cada cual una vara en su mano». Resultó, pues, que entre los jóvenes vino también, José trayendo su vara. Y el sumo sacerdote, después de recibirlas todas, ofreció un sacrificio e interrogó al Señor, obteniendo esta respuesta: «Mete todas las varas en el interior del santo de los santos y déjalas allí durante un rato. Mándales que vuelvan mañana a recogerlas. Al efectuar esto, habrá, una de cuya extremidad saldrá una paloma que emprenderá el vuelo hacia el cielo, Aquel a cuyas manos venga esta vara portentosa, será el designado para encargarse de la custodia de María».
3 Al día siguiente todos vinieron con presteza. Y, una vez hecha la oblación del incienso, entró el pontífice en el santo de los santos para recoger las varas. Fueron éstas distribuídas sin que de ninguna saliera la paloma esperada. Entonces el pontífice Abiatar se endosó las doce campanillas juntamente con los ornamentos sacerdotales y entró en el santo de los santos, donde prendió fuego al sacrificio. Y, mientras hacía su oración, se le apareció un ángel que le dijo: «Hay entre todas las varas una pequeñísima, a la que tú has tenido en poco y la has metido entre las otras. Pues bien: cuando saques ésta y se la des al interesado, verás cómo aparece sobre ella la señal de que te he hablado». La vara en cuestión pertenecía a José. Este estaba postergado por ser ya viejo; y no había querido reclamar su vara por temor de verse obligado a hacerse cargo de la doncella. Y, mientras estaba así en esta actitud humilde, como el último de todos, le llamó Abiatar con una gran voz, diciéndole: «Ven a recoger tu vara, porque todos estamos pendientes de ti». José se acercó lleno de temor, al verse tan bruscamente llamado del sumo sacerdote. Mas, cuando fué a extender su mano para recoger la vara, salió del extremo de ésta una hermosísima paloma, más blanca que la nieve, la cual, después de volar un poco por lo alto del templo, se lanzó al espacio.
4 Entonces el pueblo entero le felicitó, diciendo: «Dichoso tú en tu ancianidad, ya que el Señor te ha declarado idóneo para recibir a María bajo tu cuidado». Los sacerdotes le dijeron: «Tómala, porque tú has sido el elegido entre todos los de la tribu de Judá». Mas José empezó a suplicarles con toda reverencia y a decirles lleno de confusión: «Soy ya viejo y tengo hijos. ¿Por qué os empeñáis en que me haga cargo de esta jovencita?» Entonces Abiatar, sumo sacerdote, dijo: «Acuérdate, José, cómo perecieron Datán, Abirón y Coré por despreciar la voluntad divina. Lo mismo te pasará a ti, si no haces caso a este mandato del Señor». José repuso: «No seré yo quien menosprecie la voluntad de Dios, sino que seré custodio de la joven hasta que aparezca claro el beneplácito divino sobre quién de mis hijos ha de tomarla por mujer. Séanle dadas algunas de sus compañeras vírgenes, con las que pueda mientras tanto alternar». El pontífice Abiatar respondió: «Sí, le serán dadas algunas doncellas para su solaz hasta que llegue el día prefijado en que tú debas recibirla; pues has de saber que no puede contraer matrimonio con ningún otro».
5 Entonces José admitió a María juntamente con otras cinco doncellas que deberían acompañar a ésta en casa. Estas muchachas se llamaban: Rebeca, Séfora, Susana, Abigea y Zahel, a las que los sacerdotes entregaron la seda y la púrpura juntamente con el jacinto, el lino y la escarlata. Echaron suertes entre sí para ver qué es lo que debía trabajar cada una, y a María le cupo en suerte recibir la púrpura de que debía estar confeccionado el velo del templo. Y, al recibirla, le decían las otras doncellas: «Eres la más pequeña de todas y, sin embargo, has merecido quedarte con la púrpura»; con lo que empezaron en son de chanza a llamarla reina de las vírgenes. Y estando en esto apareció en medio de ellas el ángel del Señor y dijo: «Esto que estáis bromeando no será una burla, sino una auténtica profecía». Quedaron ellas sobrecogidas ante la aparición del ángel y las palabras que les dirigió. Y rogaron a María que las perdonara y las encomendase en sus oraciones.
1 Al día siguiente, mientras se encontraba María junto a la fuente, llenando el cántaro de agua, se le apareció el ángel de Dios y le dijo: «Dichosa eres, María, porque has preparado al Señor una habitación en tu seno, He aquí que una luz del cielo vendrá para morar en ti y por tu medio iluminará a todo el mundo».
2 Tres días después, mientras se encontraba en la labor de la púrpura, vino hacia ella un joven de belleza indescriptible. María, al verlo, quedó sobrecogida de miedo y se puso a temblar. Mas él le dijo: «No temas, María, porque has encontrado gracia ante los ojos de Dios. He aquí que vas a concebir en tu seno y vas a dar a luz un rey cuyo dominio alcanzará no sólo a la tierra, sino también al cielo, y cuyo reinado durará por todos los siglos».
1 Mientras esto sucedía, José se hallaba en la ciudad marítima de Cafarnaúm ocupado en su trabajo, pues su oficio era el de carpintero. Permaneció allí nueve meses consecutivos, v, cuando volvió a casa, se encontró con que María estaba embarazada; por lo cual se puso a temblar y, todo angustiado, exclamó: «Señor y Dios mío, recibe mi alma, pues me es mejor ya morir que vivir». Pero las doncellas que acompañaban a -María le dijeron: «¿Qué dices, José? Nosotras podemos atestiguar que ningún varón se ha acercado a ella. Estamos seguras de que su integridad y su virginidad permanecen invioladas, pues Dios ha sido quien la ha guardado. Siempre ha permanecido con nosotras dada a la oración. Todos los días viene un ángel a hablar con ella y de él recibe también diariamente su alimento. ¿Cómo es posible que pueda encontrarse en ella pecado alguno? Y, si quieres que te manifestemos claramente lo que pensamos, nuestra opinión es que su embarazo no obedece sino a una intervención angélica».
2 Mas José repuso: «¿Por qué os empeñáis en hacerme creer que ha sido precisamente un ángel quien la ha hecho grávida? Puede muy bien haber sucedido que alguien se haya fingido ángel y la haya engañado». Y, al decir esto, lloraba y se lamentaba diciendo: «¿Con qué cara me voy a presentar en el templo de Dios? ¿Cómo voy a atreverme a fijar la mirada en los sacerdotes? ¿Qué he de hacer?» Y, mientras decía estas cosas, pensaba en ocultarse y despacharla.
1 Estaba ya determinado a levantarse de noche y huir a algún lugar desconocido, cuando se le apareció un ángel de Dios y le dijo: «José, hijo de David, no tengas reparo en admitir a María como esposa tuya, pues lo que lleva en sus entrañas es fruto del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, que se llamará Jesús, pocque será quien salve a su pueblo de sus pecados». Levantóse José del sueño y, dando gracias al Señor, su Dios, contó a María y a sus compañeras la visión que había tenido. Y, consolado por lo que se refería a María, le dijo a ésta: «He hecho mal en abrigar sospechas contra ti».
1 Después de esto, fué cundiendo el rumor de que María estaba encinta. Por lo cual los servidores del templo arrestaron a José y lo llevaron ante el pontífice. Este (y lo mismo los sacerdotes) empezó a injuriarle de esta manera: «¿Por qué has usurpado fraudulentamente el derecho matrimonial a una doncella, a quien los ángeles de Dios alimentaban en el templo como si fuera una paloma, y que nunca quiso ver siquiera el rostro de un varón, y que tenía además un conocimiento perfecto de la ley de Dios? Si tú no la hubieras violentado, ella hubiera permanecido virgen hasta el día de hoy». Mas José juraba que no la había tocado. Entonces el pontífice Abiatar le dijo: «Vive Dios que ahora mismo te haré beber el agua del Señor y al instante quedará descubierto tu pecado».
2 Y se reunió el pueblo entero de Israel en cantidad tal, que era imposible contarlo. María fué llevada también al templo de Dios. Y los sacerdotes, al igual que sus parientes y conocidos, le decían llorando: «Confiesa tu pecado a los pontífices: tú que eras como una paloma en el templo dc Dios y recibías el alimento de manos de un ángel». Fué llamado José ante el altar de Dios y le dieron a beber el agua del Señor, Aquel agua que, al ser gustada por un hombre perjuro, hacía aparecer en su rostro una señal divina, después de dar siete vueltas en torno al altar de Dios. José la bebió con toda tranquilidad y dió las vueltas rituales, sin que apareciera en él señal alguna de haber pecado. Entonces los sacerdotes, los ministros de éstos y todo el pueblo le proclamaron inocente con estas palabras: «Dichoso eres, porque no se ha encontrado en ti reato alguno de culpa».
3 Después llamaron a María y le dijeron: «Y tú, ¿qué excusa podrás alegar? ¿O es que podrá haber alguna señal en tu descargo de más peso que ese embarazo que te está delatando? Ahora, puesto que José es inocente, sólo exigimos de ti que nos digas quién ha sido el que te ha engañado. De todas maneras será mejor que tú misma te delates antes de que la ira de Dios ponga el estigma en tu cara a vista de todo el pueblo». Entonces María, sin vacilación alguna ni temor, dijo: «Si es que hay en mí alguna contaminación o pecado por haberme dejado llevar de la concupiscencia o de la impureza, manifiéstelo el Señor a vista de todas las gentes y sirva yo a todos de escarmiento». Y, dicho esto, se acercó decididamente al altar de Dios, dió las vueltas rituales y bebió el agua del Señor, sin que apareciera en ella señal alguna de pecado.
4 Estaba todo el pueblo lleno de estupor, y al mismo tiempo perplejo, al ver por una parte las señales de su embarazo y constatar por otra la ausencia de indicios que comprobaran su culpabilidad. Por lo cual se formó un revuelo de opiniones en torno al asunto. Unos la proclamaban santa. Otros, de mala fe, se convertían en detractores de su inocencia. Entonces María, viendo cómo el pueblo sospechaba aún de sí, (pensando) que no estaba perfectamente justificada, dijo en voz clara para que todo el mundo la oyera: «Por vida de Adonai, Señor de los ejércitos, en cuya presencia estoy, que no he conocido nunca varón ni aun pienso conocerlo en adelante, ya que así lo tengo decidido desde mi infancia. Este es el voto que hice al Señor en mi niñez: permanecer pura por amor de Aquel que me creó. En esta integridad confío vivir para El sólo, transcurriendo mi existencia libre de toda mancha».
5 Entonces todos la abrazaron, rogándola que les perdonara sus injustas sospechas. Y toda la multitud, juntamente con los sacerdotes y las vírgenes, la condujo hasta casa. Todos estaban llenos de júbilo y clamaban con gritos de alegría : «Bendito sea el nombre de Dios, que se ha dignado poner en claro tu inocencia ante el pueblo entero de Israel.»
1 Pasado algún tiempo, vino un edicto del César Augusto intimando a todo el mundo la orden de empadronarse en su propia patria. Este censo fué puesto en ejecución por Cirino, gobernador de Siria. Vióse, pues, obligado José a ponerse en camino de Belén juntamente con María; ya que él era oriundo de la mencionada villa y María descendía asimismo de la tribu dc Judá y de la casa y patria de David.
Yendo ya de camino, dijo María a José: «Veo dos pueblos ante mis ojos: uno que llora y otro que se regocija». A lo que éste replicó: «Estáte bien sentada y apóyate sobre el jumento, sin proferir palabras inútiles». En el mismo momento apareció ante los viajeros un hermoso niño que lucía una espléndida vestidura. Y dijo a José: «¿Por qué has dicho que cran palabras inútiles las que dijo María hablando de los dos pueblos? Ella ha visto llorar al pueblo de los judíos por haberse apartado de su Dios y ha vi$o regocijarse al pueblo de los gentiles por haberse acercado y adherido al Señor, en conformidad con las promesas que El hizo a nuestros padres Abrahán, Isaac y Jacob. Pues es llegado ya el tiempo en que van a ser benditas todas las naciones de la tierra en la posteridad de Abrahán».
2 Y, en diciendo esto, mandó el ángel parar la caballería, porque el tiempo de dar a luz se había echado ya encima. Después mandó a María que bajara de la cabalgadura y se metiera en una cueva subterránea, donde siempre reinó la obscuridad, sin que nunca entrara un rayo de luz, porque el sol no podía penetrar hasta allí. Mas, en el momento mismo en que entró María, el recinto se inundó de resplandores y quedó todo refulgente como si el sol estuviera allí dentro. Aquella luz divina dejó la cueva como si fuera el mediodía. Y, mientras estuvo allí María, el resplandor no faltó ni de día ni de noche. Finalmente, dió a luz un niño, a quien en el momento de nacer rodearon los ángeles y luego adoraron diciendo: «Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad».
3 Hacía un rato que José se había marchado en busca de comadronas. Mas, cuando llegó a la cueva, ya había alumbrado María al infante. Y dijo a ésta: «Aquí te traigo dos parteras: Zelomi y Salomé. Pero se han quedado a la puerta de la cueva, no atreviéndose a entrar por el excesivo resplandor que la inunda». Oyendo estas palabras María, se sonrió, mas José le dijo: «No te sonrías. Sé más bien prudente, no sea que luego vayas a necesitar algún remedio». Y mandó que una de ellas entrara dentro. Entró Zelomi y dijo a María : «Permíteme que te palpe». Y cuando se lo hubo permitido María, exclamó diciendo a grandes voces: « ¡Señor, Señor, misericordia! Jamás se ha oído ni ha podido caber en cabeza humana que estén henchidos los pechos de leche y que haya nacido un infante dejando virgen a su madre. Ninguna polución de sangre en el nacido. Ningún dolor en la parturiente. Virgen concibió, virgen dió a luz y virgen quedó después».
4 La otra comadrona, llamada Salomé, al oír esto, dijo: «No creeré jamás lo que oigo, si yo misma en persona no lo compruebo». Y se acercó a María diciéndole: «Déjame que palpe para ver si es verdad lo que acaba de decir Zelomi». Asintió María, y Salomé extendió su mano; pero ésta quedó seca nada más tocar. Entonces la comadrona empezó a llorar vehementemente en la fuerza de su dolor y estaba desesperada, diciendo a voz en grito: ¡Oh Señor! Tú sabes que siempre me he mantenido en tu santo temor y que me he dedicado a asistir a los pobres sin percibir recompensa alguna, sobre todo cuando se trataba de viudas y huérfanos, y que jamás he despedido a ningún menesteroso con las manos vacías. Y he aquí que por mi incredulidad he quedado reducida a la miseria, al atreverme a tocar a tu virgen».
5 Dicho que hubo esto, apareció a su lado un joven todo refulgente, que le dijo: «Acércate al niño, adórale y tócale con tu mano. El te curará, pues es el Salvador del mundo y de todos los que en El ponen su confianza». Ella se acercó al Niño con toda presteza, le adoró y tocó los flecos de los pañales en que estaba envuelto. Y al instante quedó su mano curada. Y, fuera ya de la gruta, empezó a pregonar en alta voz las maravillas y la virtud portentosa que había obrado en ella al realizarse su curación. Y muchos, al oír su predicación, quedaron convencidos.
6 También unos pastores afirmaban haber visto al filo de la media noche algunos ángeles que cantaban himnos y bendecían con alabanzas al Dios del cielo. Estos anunciaban asimismo que había nacido el Salvador de todos, Cristo Señor, por quien habrá de venir la restauración de Israel.
7 Pero, además, había una enorme estrella que expandía sus rayos sobre la gruta desde la mañana hasta la tarde, sin que nunca jamás desde el origen del mundo se hubiera visto un astro de magnitud semejante. Los profetas que había en Jerusalén decían que esta estrella era la señal de que había nacido el Mesías, que debía dar cumplimiento a la promesa hecha no sólo a Israel, sino a todos los pueblos.
1 Tres días después de nacer el Señor, salió María de la gruta y se aposentó en un establo. Allí reclinó al niño en un pesebre, y el buey y el asno le adoraron. Entonces se cumplió lo que había sido anunciado por el profeta Isaías: «El buey conoció a su amo, y el asno el pesebre de su señor». Y hasta los mismos animales entre los que se encontraba le adoraban sin cesar. En lo cual tuvo cumplimiento lo que había predicho el profeta Habacuc: «Te darás a conocer en medio de dos animales». En este mismo lugar permanecieron José y María con el Niño durante tres días.
1 Al sexto día, después del nacimiento, entraron en Belén, y allí pasaron también el séptimo día. Al octavo circuncidaron al Niño y le dieron por nombre Jesús, que es como le había llamado el ángel antes de su concepción. Y, al cumplirse el período de purificación para María a tenor de la ley mosaica, José llevó el Niño al templo del Señor. Y, después de ser éste circuncidado, ofrecieron por él un par de tórtolas y dos palominos.
2 Se encontraba en el templo en aquel instante un varón de Dios justo y perfecto, que contaba ciento doce años y se llamaba Simeón. Este había recibido promesa de parte de Dios de que no moriría hasta tanto que viese al Mesías, hijo de Dios encarnado. Este anciano, nada más ver al infante, exclamó a grandes voces : «El Señor ha visitado a su pueblo y ha dado cumplimiento a sus promesas»; y al momento le adoró. Después le tomó en su manto, le adoró de nuevo y se puso a besar sus pies, diciendo: «Señor, ahora puedes ya despachar en paz a tu siervo conforme a tu palabra, porque mis ojos han visto tu salvación, la cual preparaste ante la faz de todos los pueblos; luz que iluminará a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel».
3 También estaba a la sazón en el templo de Dios la profetisa Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Esta, después que se casó, vivió siete años en unión con su marido, y por entonces contaba ya ochenta y cuatro años de viudez. Nunca se apartaba del templo, entregada como estaba a los ayunos y a la oración. Y en aquel momento se acercó al Niño, le adoró y dijo que en sus manos estaba la redención del mundo.
1 Después de transcurridos dos años, vinieron a Jerusalén unos magos procedentes del Oriente, trayendo consigo grandes dones. Estos preguntaron con toda solicitud a los judíos: «¿Dónde está el rey que os ha nacido? Pues hemos visto su estrella en el Oriente y venimos a adorarle». Llegó este rumor hasta el rey Herodes. Y él se quedó tan consternado al oírlo, que dió aviso en seguida a los escribas, fariseos y doctores del pueblo para que le informaran dónde había de nacer el Mesías según los vaticinios proféticos. Estos respondieron: «En Belén de Judá, pues así está escrito: Y tú, Belén, tierra de Judá, en manera alguna eres la última entre las principales de Judá, pues de ti ha de salir el jefe que gobierne a mi pueblo Israel». Después llamó a los Magos y con todo cuidado averiguó de ellos el tiempo en que se les había aparecido la estrella. Y con esto les dejó marchar a Belén, diciéndoles: «Id e informaos con toda diligencia sobre el niño, y, cuando hubiereis dado con él, avisadme para que vaya yo también y le adore».
2 Y, mientras avanzaban en el camino, se les apareció la estrella de nuevo e iba delante de ellos, sirviéndoles de guía hasta que llegaron por fin al lugar donde se encontraba el Niño. Al ver la estrella, los Magos se llenaron de gozo. Después entraron en la casa y encontraron al Niño sentado en el regazo de su madre. Entonces abrieron sus cofres y donaron a José y María cuantiosos regalos. A continuación fué cada uno ofreciendo al Niño una moneda de oro. Y, finalmente, el primero le presentó una ofrenda de oro; el segundo, una de incienso, y el tercero, una de mirra. Y, como tuvieran aún intención de volver a Herodes, recibieron durante el sueño aviso de un ángel para que no lo hicieran. Y entonces adoraron al Niño, rebosantes de júbilo, tornando después a su tierra por otro camino.
1 Al caer Herodes en la cuenta de que había sido burlado por los Magos, montó en cólera y envió sus sicarios por todos los caminos con intención de darles alcance y matarlos. Mas, no pudiendo dar con ellos, ordenó la matanza de todos los niños betlemitas de dos años para abajo, conforme al tiempo que había averiguado por los Magos.
2 Pero, un día antes de que esto se llevara a efecto, recibió José durante el sueño un aviso del ángel del Señor, cifrado en estos términos: «Toma a María y al Niño y vete camino del desierto con dirección a Egipto». José, siguiendo la indicación del ángel, emprendió el viaje.
1 Y, en llegando a la proximidad de una gruta, quisieron descansar en ella. Por lo que María bajó del jumento y se sentó, teniendo a Jesús en su regazo. Es de saber que iban tres jóvenes haciendo el viaje con José y una muchacha con María. Mas he aquí que, sin saber cómo, salieron del fondo de la caverna muchos dragones, a cuya vista los jóvenes fueron presa de un gran terror y se pusieron a gritar. Entonces Jesús bajó del regazo de su madre y se plantó por su propio pie frente a los dragones. Ellos le adoraron y luego se marcharon. Y aquí se cumplió lo predicho por el profeta David: «Alabad al Señor desde la tierra, monstruos marinos, todos los océanos».
2 Entonces Jesús, paseándose ante ellos, les mandó que no hicieran daño a ningún hombre. María y José tenían mucho miedo de que los dragones fueran a hacer mal a Jesús. Pero El les dijo: «No temáis ni os fijéis en mi corta edad, pues yo siempre he sido y soy varón perfecto y es necesario que las fieras todas de los bosques se amansen ante mí».
1 Asimismo, los leones y leopardos le adoraban e iban haciéndoles compañía en el desierto. Adondequiera que María y José dirigieran sus pasos, ellos les precedían, enseñándoles el camino. E inclinando sus cabezas, adoraban a Jesús. El primer día que María vió cabe sí a los leones, juntamente con otras diversas fieras, quedó sobrecogida de temor. Pero Jesús le dirigió una mirada sonriente y le dijo: «No tengas miedo, madre. Ellos se apresuran a venir a tus plantas, no para causarte daño, sino para rendirte pleitesía». Y, dicho esto, hizo desaparecer todo temor de sus corazones.
2 Los leones hacían el camino juntamente con ellos y con los bueyes, asnos y bestias que llevaban los bagajes. Y no hacían mal a nadie, sino que marchaban tranquilos entre las ovejas y carneros que habían traído consigo desde Judea. Andaban entre 'lobos sin miedo y sin que unos a otros se hicieran ningún daño. Entonces se cumplió lo que había dicho el profeta: «Pacerán lobos con corderos, y el león y el buey juntamente se apacentarán de paja». De hecho había dos bueyes y un carro, en el que llevaban su equipaje, siendo los propios leones los que iban delante señalando el camino.
1 Aconteció que, al tercer día de camino, María se sintió fatigada por la canícula del desierto. Y, viendo una palmera, le dijo a José: «Me gustaría, si fuera posible, tomar algún fruto de esta palmera». Mas José le respondió: «Me admira el que digas esto, viendo lo alta que está la palmera, y el que pienses comer de sus frutos. A mí me preocupa más la escasez de agua, pues ya se acabó la que llevábamos en los odres y no queda más para saciarnos nosotros y abrevar a los jumentos».
2 Entonces el niño Jesús, que plácidamente reposaba en el regazo de su madre, dijo a la palmera : «Agáchate, árbol, y con tus frutos da algún refrigerio a mi madre». Y a estas palabras inclinó la palmera su penacho hasta las plantas de María, pudiendo así recoger todo el fruto que necesitaban para saciarse. Pero la palmera continuaba aún en esta posición, esperando que le ordenara erguirse la misma voz que le había mandado abajarse. Por fin, Jesús le dijo: «Álzate, palmera, y recobra tu vigor, pues vas a ser compañera de los árboles que pueblan el jardín de mi Padre. Y ahora haz que rompa de tus raíces esa vena de agua escondida en la tierra, para que del manantial podamos saciarnos». Al instante se irguió la palmera y empezaron a brotar de entre sus raíces raudales de agua cristalina, fresca y dulcísima en extremo. Al ver el hontanar, todos se llenaron de júbilo y pudieron saciarse juntamente con los jumentos y demás gente de la comitiva, dando por ello fervientes gracias a Dios.
1 Al día siguiente abandonaron el lugar. Mas, en el momento de partir, Jesús se volvió hacia la palmera y le dijo: «Este privilegio te concedo, palmera: que una de tus ramas sea transportada por mano de mis ángeles y plantada en el paraíso de mi Padre. Y esta bendición especial te otorgo: que a todos aquellos que hubieren vencido en un certamen, pueda decírseles: Habéis llegado hasta la palma de la victoria». Y, mientras decía esto, apareció un ángel del Señor sobre la palmera, le quitó una de sus ramas y voló al cielo llevándosela en la mano. Al ver esto, cayeron todos sobre sus rostros y quedaron como muertos. Mas Jesús les habló de esta manera: «¿Por qué habéis dejado que el temor invada vuestros corazones? ¿No sabéis que esta palmera que he hecho trasladar al paraíso, está allí reservada para todos los santos del edén, lo mismo que ha estado preparada para vosotros en este desierto?» Y todos se levantaron llenos de gozo.
1 Durante el camino le dijo José: «Señor, un terrible bochorno nos asfixia: si te agrada, tomemos un camino a la orilla del mar para que podamos hacer la travesía descansando en las ciudades marítimas». Díjole Jesús: «No tengas miedo, José; yo os abreviaré el camino, de manera que, lo que habíais de hacer en treinta días, lo hagáis en uno solo». Y, mientras iban diciendo esto, tendieron su vista y empezaron a ver ya las montañas y las ciudades de Egipto.
2 Y, llenos de gozo y alegría, llegaron a los confines de Hermópolis. Entraron en una ciudad llamada Sotinen, y, no teniendo allí ningún conocido donde hospedarse, fueron a cobijarse en un templo llamado el Capitolio de Egipto. En él había trescientos sesenta y cinco ídolos, a los que diariamente se tributaban honores divinos sacrílegamente.
1 Y aconteció que, al entrar María con el Niño en el templo, todos los ídolos se vinieron a tierra, quedando deshechos y reducidos a pedazos. Así manifestaron evidentemente no ser nada. Entonces tuvo cumplimiento lo que había predicho el profeta Isaías: «He aquí que vendrá el Señor sobre una nube ligera y penetrará en Egipto. A su vista se conmoverán todas las obras de Egipto hechas por mano de hombre.»
1 Al serle esto anunciado a Afrodisio, gobernador de aquella ciudad, vino al templo con todo su ejército. Cuando los sacerdotes idólatras vieron acercarse a Afrodisio de aquella manera, pensaron que se trataba de una venganza contra aquellos por cuya causa habían venido los ídolos a tierra. Pero él, cuando entró en el templo y vió que todos los ídolos yacían en el suelo boca abajo, se acercó a María, adoró al Niño que ésta llevaba en sus brazos y después se dirigió a su ejército y a sus amigos en estos términos: «Si no fuera este Niño el Dios de nuestros dioses, éstos no hubieran sido derribados ni yacerían en tierra. Por lo cual ellos le están confesando tácitamente su señor. Así, pues, si nosotros no imitamos su conducta con mayor cautela, podemos incurrir en la indignación de este Niño y perecer; como le ocurrió al Faraón, rey de los egipcios, quien, por no creer ante señales tan portentosas, fué sepultado en el mar con todo su ejército». Entonces toda la gente de aquella ciudad creyó en el Señor Dios por medio de Jesucristo.
1 Poco después dijo el ángel a José: «Vuélvete a la tierra de Judá, pues ya han dejado de existir los que buscaban la vida del Niño».
1 Sucedió esto después de la vuelta de Egipto. Se encontraba Jesús en Galilea, recién cumplidos sus tres años, y jugaba un día con otros niños juntó al lecho del Jordán. Se sentó e hizo siete balsas de barro. En ellas abrió otros tantos canales por los que con sólo su mandato hacía discurrir el agua de la corriente y luego la dejaba salir. Mas uno de aquellos muchachos, hijo del diablo, cerró por envidia los orificios que daban entrada al agua en las balsas y estropeó la obra de Jesús. Este le dijo: iAy de ti, hijo de la muerte, hijo de Satanás! ¿Te atreves a deshacer lo que yo acabo de construir?» Y al momento quedó muerto el rapaz.
2 Entonces los padres del difunto alzaron tumultuosamente su voz contra María y José, diciendo: «La maldición fulminada por vuestro hijo ha sido la causa de que muriera el nuestro». Ellos, al oír esto, se fueron inmediatamente a Jesús, apurados por las protestas de los padres y el tumulto de la gente. Pero José dijo en voz baja a María: «Yo no me atrevo a decirle palabra. Avísale tú y dile: ¿Por qué has concitado contra nosotros la odiosidad del pueblo y hemos de soportarla ahora ingratamente?» Su madre se le acercó y le dijo: «¿Qué es lo que hizo éste para tener que morir?» Mas él repuso: «Bien merecida tenía la muerte por haber deshecho lo que yo había construído».
3 Y su madre insistía diciendo: «No seas así, Señor, porque todo el mundo protesta contra nosotros». Entonces El, no queriendo contristar a su madre, golpeó ligeramente con el pie derecho las nalgas del difunto y le dijo: «Levántate, hijo de iniquidad ; no eres digno de entrar en el descanso de mi Padre por haber desbaratado lo que yo había edificado». Entonces se levantó el que había estado muerto y se marchó. Y Jesús, con sólo su mandato, continuó haciendo discurrir por los canales el agua de las balsas.
1 A continuación tomó Jesús barro de las charcas y a vista de todos hizo con él doce pájaros. Era a la sazón día de sábado y había muchísimos niños con El. Y un judío, que le vió hacer estas cosas, dijo a José: «Oye, José, ¿no ves al niño Jesús trabajar en sábado, cosa que, como sabes, está prohibida? Ha hecho ya doce pajarillos de barro». Escuchó José estas palabras y riñó a Jesús de esta manera: «¿Por qué ejecutas en sábado lo que sabes está prohibido?» Jesús, que oyó esto, dió unas palmadas y dijo a los pajarillos: «Volad». Y, al mandato de su voz, todos echaron a volar. Y, mientras estaban aún todos allí viéndole y escuchándole, dijo a las aves: «Id, volad por toda la tierra y por el universo entero y vivid». Todos los circunstantes, testigos de tales prodigios, se llenaron de estupor. Unos le alababan y le admiraban. Otros, en cambio, le vituperaban. Hasta hubo unos cuantos que se fueron a los príncipes de los sacerdotes y jefes de los fariseos para decirles que Jesús, el hijo de José, había hecho grandes prodigios y señales a vista de todo el pueblo. Y esto llegó a correrse por todas las doce tribus de Israel.
1 Por segunda vez el hijo del sacerdote Anás, que había llegado con José, tomó un bastón y, loco de ira, deshizo a vista de todos las balsas que había construído Jesús. Con lo cual se disipó todo el agua recogida. Obstruyó incluso los canales de entrada y luego los destruyó. Jesús, que vió esto, dijo a aquel muchacho: ¡Oh germen pésimo de iniquidad, hijo de muerte, oficina de Satanás! El fruto de tu posteridad será inerte; tus raíces, sin frescura; tus ramas, secas, desprovistas de fruto». Y al instante quedó seco el muchacho a vista de todos y murió.
1 Tembló entonces José, tomó a Jesús y se lo llevó a casa en compañía de su madre. De improviso vino de la parte contraria un muchacho, hijo también de iniquidad, quien se lanzó en su carrera contra los hombros de Jesús, pretendiendo burlarse de El o hacerle daño, si fuera posible. Mas Jesús le dijo: «No te levantarás sano ya del camino por donde vas». Y al instante cayó muerto. Los padres del difunto, que vieron lo ocurrido, exclamaron: «¿Dónde ha nacido este niño? Pues es cosa comprobada que, todo lo que sale de su boca, resulta verdad. Y con frecuencia, antes de que termine de pronunciarlo, ya está cumplido». Después se acercaron a José y le dijeron: «Quita a ese Jesús de entre nosotros, pues así no puedes vivir en nuestro pueblo. O, si no, dile que bendiga siempre en lugar de maldecir». Se acercó, pues, José a Jesús y le amonestaba en estos términos: «¿Por qué haces estas cosas? Ya hay muchos que están quejosos de ti. Por tu culpa nos tienen odio y nosotros hemos de aguantar sus molestias». Jesús respondió: «No hay ningún hijo sabio sino aquel a quien su padre instruyó en la ciencia de este tiempo, y la maldición del padre no repercute sino en los que se portan mal». Formóse entonces una confabulación contra Jesús y le acusaban ante su padre. José, viendo esto, se intimidó, recelando una violenta sedición en el pueblo de Israel. Mas en aquel momento tomó Jesús de la oreja al rapazuelo difunto y le suspendió en el aire a vista de todos. Y los circunstantes pudieron verle hablar con él, lo mismo que un padre con su hijo. Con lo que retornó a él su alma y revivió, cosa que dejó a todos pasmados de admiración.
1 Había un cierto maestro judío por nombre Zaquías, el cual oyó a Jesús decir estas cosas. Y, viendo que estaba poseído de una ciencia irrebatible de la virtud, se sintió herido y empezó a hablar contra José inconsiderada y neciamente, sin pizca de respeto. Decía, pues: «¿Es que tú no quieres entregar a tu hijo para que sea instruído en la ciencia humana y en las buenas maneras? Veo que tanto tú como María tenéis en más a vuestro hijo que a toda la tradición de los ancianos. Más cuenta os tendría respetar al senado de la comunidad israelítica y preocuparos de que vuestro hijo observara la debida caridad para con su iguales y de que recibiera la instrucción conveniente en la doctrina judía».
2 José, por su parte, respondió: «¿Y quién será capaz de gobernar y educar a este muchacho? Si tú te crees con fuerzas suficientes para ello, no hay inconveniente alguno por nuestra parte en que le instruyas en esas cosas que enseñas también a los demás». Jesús, que oyó lo que había dicho Zaquías, respondió de esta forma: «Maestro de la ley, bien está lo que acabas de decir, tratándose de quienes tienen que ser instruídos en ciencias humanas, Pero, por lo que a mí se refiere, has de saber que no tengo nada que ver con vuestro fuero, ya que no tengo padre según la carne. Tú, que eres legisperito e interpretas la ley, estás sujeto a ella. Pero yo ya existía mucho antes que la ley. Y, ya que piensas que nadie puede compararse contigo en punto a ciencia, sábete que te encuentras en la necesidad de ser instruído por mí, pues nadie fuera de mí puede enseñar cosa alguna distinta de esas que acabas de mencionar. Solamente el que es digno, es capaz de hacerlo. Mas, cuando me llegue el momento de ser elevado sobre la tierra, haré cesar toda traza de vuestra genealogía, Tú no eres capaz de precisar la fecha de tu nacimiento. Yo soy el único que sé perfectamente cuándo habéis nacido y cuánto ha de durar vuestra vida sobre la tierra».
3 Entonces, todos los que oyeron propalar estas palabras se llenaron de estupor y exclamaron diciendo: ¡Oh!, ¡oh!, ¡oh! Esto es un misterio maravillosamente grande y admirable. Jamás se oyó cosa semejante. Ni los fariseos, ni los profetas, ni los escribas han dicho nunca u oído cosa parecida. Nosotros bien sabemos dónde ha nacido éste. Mas, teniendo apenas cinco años, ¿cómo es que sabe decir tales cosas?» Respondieron los fariseos: «Nosotros nunca hemos oído decir a un niño de esta edad cosas parecidas».
4 Jesús respondió de esta manera: «¿Os admiráis de que un niño sepa decir esto? ¿Y por qué no creéis lo que acabo de decir? Os maravilla el que os haya dicho que sabía la fecha de vuestro nacimiento. Más cosas os diré que os provocarán aún a mayor admiración. Yo he visto a Abrahán, a quien llamáis vuestro padre; he hablado con él y él me ha visto a mí también». Al oír estas palabras, enmudecieron, y nadie se atrevía a hablar. Jesús les dijo entonces: «Entre vosotros he estado con niños y no me habéis conocido. He hablado con vosotros como con personas entendidas y no me habéis comprendido, porque en realidad de verdad sois más pequeños que yo, y vuestra fe es escasa».
1 Nuevamente dijo Zaquías, el doctor de la ley, a José y a María: «Dadme al Niño y yo se lo confiaré al maestro Leví para que le eduque y le enseñe las letras». Y ellos llevaron a Jesús con caricias a la escuela, para que el anciano Leví le enseñara las letras. Jesús permanecía callado después de entrar en clase. El maestro Leví le iba enseñando mientras tanto el alefato, empezando por alef. Y le decía: «Di tú ahora esta letra». Pero El continuaba silencioso, sin responder palabra. Entonces el maestro Leví cogió enfadado una vara de estoraque y le pegó en la cabeza.
2 Jesús dijo al preceptor: «¿Por qué me hieres? Sábete que es más bien el castigado el que enseña al que castiga que viceversa. Yo soy capaz de enseñarte a ti esas mismas cosas que me vas diciendo. Mas todos estos que hablan y escuchan son ciegos como el bronce que tañe o el timbal que retiñe, los cuales no conocen el sentido de las cosas que con sus sonidos interpretan». Y añadió Jesús a Zaquías: «Todas las letras, desde alef hasta tau, se distinguen por su disposición. Dime tú primero qué es tau y yo te diré después qué es alef». Jesús continuó: iHipócrita! ¿Cómo pueden decir tau los que no conocen alef? Decidme en primer lugar qué es alef, y sólo entonces me fiaré de vosotros cuando digáis bet». Y empezó Jesús a preguntar el nombre de las letras, diciendo: «Que nos diga el doctor de la ley en qué consiste la primera letra o por qué tiene muchos triángulos agudos, graduados, semiagudos, partidos por medio , opuestos, alargados, alzados, yacentes y yacentes en curva». Al oír esto Leví, quedó estupefacto ante tan diversa disposición de los nombres de las letras.
3 Y empezó a gritar, oyéndolo todos: «¿Es digno acaso de vivir este hombre? Mejor estaría colgado en una cruz, pues es capaz de extinguir el fuego y eludir los demás tormentos. Para mí, éste existía ya antes del cataclismo universal; nació antes del diluvio. ¿Qué entrañas fueron capaces de gestarle? ¿Qué madre pudo darle a luz? ¿Qué pechos han podido amamantarle? Huyo de El, no pudiendo aguantar la palabra de su boca, ya que mi corazón se queda estupefacto al oírla. No creo que de hecho haya hombre alguno capaz de entender lo que dice, a no ser que Dios viniera en su ayuda. Y yo ahora, pobre de mí, estoy por mi culpa a merced de sus burlas, ya que pensaba tener ante mí un alumno y me he encontrado con mi propio maestro, sin saberlo. ¿Qué diré? No soy capaz de aguantar las palabras de este niño. Me marcharé de este pueblo, ya que me es imposible entender esto. Viejo y todo, me he dejado ganar por un niño, pues soy incapaz de encontrar lo mismo el principio que el fin de lo que dice. Es harto difícil que uno por sí solo pueda dar con el principio. Os digo con toda sinceridad que, a mi modo de ver, la conducta de este muchacho, los principios de su discurso y la meta de su intención no parecen tener nada de común con los hombres. No sé, por tanto, si será un mago o un dios, o si, más bien, es un ángel de Dios quien habla en El. Lo que tampoco puedo decir es de dónde procede y qué es lo que ha de llegar a ser».
4 Entonces Jesús, con rostro alegre y sonriéndose de él, dijo imperiosamente a todos los hijos de Israel que estaban presentes y le escuchaban: «Sean prolíficos los estériles, vean los ciegos, anden normalmente los cojos, gocen de bienes los pobres y revivan los muertos, para que, devueltos todos a su primitivo estado, permanezca cada cual en Aquel que es la fuente de la vida y de la felicidad perpetua». Al decir Jesús estas palabras, todos los que se encontraban aquejados de diversas enfermedades se encontraron de pronto restablecidos. Y nadie osaba ya decirle nada ni escuchar cosa alguna de sus labios.
1 Después de esto, partieron de allí María y José juntamente con Jesús y se fueron a la ciudad de Nazaret. Aquí vivía éste en compañía de sus padres. Sucedió un día de sábado que estaba jugando con otros niños en la terraza de una casa. Uno de ellos empujó a otro con tan mala suerte, que el desgraciado cayó de la altura y se mató. Al saberlo los padres del muerto, protestaron contra José y María, diciendo: «Vuestro hijo ha tenido la culpa de que el nuestro cayera y muriese». Jesús, por su parte, estaba silencioso, sin responder palabra. Vinieron a El con toda prisa José y María, y ésta le preguntó: «¿Fuiste tú, Señor mío, el que le hiciste caer?» Jesús por respuesta bajó a toda prisa de la terraza y llamó al niño por su nombre, Zenón. El respondió : iSeñor!» Jesús le dijo: «¿Fuí yo acaso el que te tiré?» El interpelado repuso: «No, Señor». Y los padres del que había sido cadáver se llenaron de admiración y honraban a Jesús por el milagro que acababa de hacer. De allí partieron José y María, juntamente con Jesús, camino de Jericó.
1 Tenía Jesús a la sazón seis años. Su madre le envió una vez con otros niños a buscar con un cántaro agua a la fuente. Tenía ya sacada el agua, cuando un muchacho le dió un empellón, con el que la vasija recibió un rudo golpe y se hizo pedazos. Mas Jesús extendió su manto y recogió en él toda el agua que había en el cántaro. Después se la llevó a su madre. Ella, al verlo, se llenaba de admiración e iba rumiando estas cosas y escondiéndolas en su corazón.
1 Otro día salió al campo llevando un poco de trigo del granero de su madre y lo sembró. El trigo nació, creció y se multiplicó prodigiosamente. Y El mismo se encargó de segarlo, recogiendo tres coros de semilla, que dió después a sus muchos conocidos.
1 Hay un camino que, saliendo de Jericó, conduce hasta el río Jordán, en el lugar por donde pasaron los hijos de Israel. Allí mismo se dice que descansó también el arca de la alianza. Teniendo, pues, Jesús la edad de ocho años, salió una vez de Jericó con dirección al Jordán. A la vera del camino, muy cerca ya de las márgenes del río, había una madriguera, donde una leona criaba sus cachorros. Esta era la causa por la que nadie transitaba seguro por aquellos parajes. Llegó, pues, Jesús al lugar, a sabiendas de que en aquella caverna había parido la leona sus crías. Avista de todos entró en la cueva. Los leoncitos, que le vieron, corrieron a El y le adoraron. Jesús se sentó en medio de la gruta, y ellos correteaban en torno suyo, acariciándole y jugueteando, mientras que los leones más viejos estaban retirados cabizbajos, haciéndole fiestas con la cola. La gente que observaba esto desde lejos, al no ver a Jesús, se decía: «De no ser que éste, o sus padres, hubiera cometido grandes pecados, no se hubiera lanzado espontáneamente a los leones». Y, mientras los circunstantes pensaban estas cosas y estaban sumidos en una grande aflicción, he aquí que Jesús salió de la gruta y los leones iban jugueteando ante él. Mas los padres de Jesús estaban observando todo esto cabizbajos y desde lejos. Asimismo, la demás gente se mantenía a distancia, sin que osaran acercarse por miedo a los leones. Jesús entonces empezó a hablar de manera que todos le oyeran: iCuánto mejores que vosotros son estas bestias, que reconocen y glorifican a su Señor, a quien vosotros, hombres hechos a su imagen y semejanza, desconocéis ! Los brutos animales me reconocen y se amansan. Los hombres me ven y no me conocen».
1 Después atravesó Jesús el Jordán en compañía de los leones y en presencia de todos. Las aguas del río se partieron entonces a derecha e izquierda. Y Jesús se dirigió a los leones de manera que todos pudieran oírle: «Id en paz, sin hacer daño a nadie y sin que tampoco los hombres os lo hagan a vosotros, hasta que volváis al lugar de donde habéis salido». Y ellos se despidieron de El, no de viva voz, sino con su actitud; y retornaron a sus cubiles. Jesús volvió hacia su madre.
1 José tenía el oficio de carpintero y no hacía sino yugos de bueyes, arados, instrumentos para revolver la tierra, juntamente con otros aperos de labranza, y camas de madera. Vino, pues, un día cierto joven a encargarle un lecho de seis codos. José mandó a su mozo que serrara la madera de acuerdo con las medidas que le habían sido dadas. Pero él no las observó, sino que sacó un travesaño más largo que otro. José se puso nervioso y empezó a cavilar qué se debería hacer en aquel trance.
2 Jesús, que le vió en tan grave aprieto al no encontrar manera de arreglarlo, le dijo con voz llena de consuelo: «Ven, tomemos ambos los palos, juntemos sus extremidades, igualémoslas entre sí, tirando de ellas hasta nosotros; así podremos hacerlos iguales». José obedeció a sus indicaciones, pues sabía que Jesús era capaz de hacer cuanto se proponía. Tomó, pues, José las extremidades de los maderos y las adosó a la pared junto a sí. Jesús hizo lo mismo, tirando de la otra punta, y estiró el travesaño más corto hasta que logró igualarlo con el más largo. Después dijo a José: «Vete ahora a trabajar y haz lo que te habías propuesto». Y José pudo terminar la obra prometida.
1 Aconteció por segunda vez que la gente rogó a José y a María que dieran instrucción a Jesús, mandándolo a la escuela. Ellos, por su parte, no se negaron, sino que, obedientes al mandato de los ancianos, le llevaron a un maestro que le enseñase las ciencias humanas. Y éste comenzó por instruirle imperiosamente diciendo: «Di alfa». Mas Jesús respondió: «Dime tú primero qué es beta y luego te diré yo qué es alfa». Al recibir tal respuesta, el maestro pegó a Jesús. Pero, nada más hacerlo, cayó muerto.
2 Jesús volvió a casa al lado de su madre. Mas José, lleno de temor, dijo a María: «Sábete que mi alma está mortalmente triste por este muchacho. Porque puede muy bien suceder que alguien le pegue maliciosamente y se nos vaya a morir». María replicó: «Hombre de Dios, no creas que pueda suceder esto: Puedes estar seguro de que Aquel que le envió para que naciera entre los hombres, le librará de todo malhechor y le conservará inmune de toda desgracia con su poder».
1 Nuevamente rogaron los judíos a José y María que llevaran al niño con caricias a otro maestro para que recibiera instrucción. Ellos, por temor al pueblo y por la insolencia de los príncipes y amenazas de los sacerdotes, le presentaron de nuevo en la escuela, aunque bien sabían que nada nuevo podría aprender de los hombres quien de solo Dios había recibido una ciencia completa.
2 Y, entrado que hubo Jesús en clase, se sintió inspirado por el Espíritu Santo y tomó un libro de manos del doctor que explicaba la ley. Después, siendo testigo de vista y oído todo el pueblo, empezó a leer, no por cierto lo que estaba escrito en el citado volumen, sino lo que le dictaba el Espíritu de Dios vivo, como si de una fuente viva brotara un torrente de agua, quedando rebosante el manantial. Y con tanta persuasión enseñaba al pueblo las maravillas de Dios vivo, que hasta el maestro mismo se postró en tierra, adorándole. Los corazones de los circunstantes se llenaron de estupor al oírle tales cosas. José, nada más enterarse de ello, vino con toda prisa hacia Jesús, temiendo no fuera también a morir aquel maestro. Este, al verlo, le dijo: «Tú no me has confiado un alumno, sino un maestro. ¿Quién será capaz de aguantar su palabra?» Y en esto tuvo cumplimiento lo que había predicho el salmista: «El río de Dios se sale de madre. Preparaste su alimento, pues que tal es su preparación».
1 Después María y José partieron de allí con dirección a la ciudad marítima de Cafarnaúm, a causa de la malicia de la gente que les era contraria. En esta ciudad se encontraba un hombre muy rico llamado José, quien, acosado de una grave enfermedad, vino a morir. El cadáver del difunto se encontraba ya sobre el lecho mortuorio. Jesús, que oyó los gemidos, lloros y lamentos de la gente por aquella desgracia, dijo a José : «¿Por qué no das muestras de tu benevolencia a este tocayo tuyo?» El respondió: «¿Y qué hay en el terreno de mis posibilidades para socorrerle?» Dijo Jesús: «Toma el pañuelo que cubre tu cabeza y ponlo sobre la cara del difunto, diciéndole : Que Cristo te salve. • Y al instante será salvo y se levantará de su lecho de muerte». Oído lo cual, marchó José presuroso, siguiendo las indicaciones de Jesús, y entró en la casa mortuoria. Se quitó el pañuelo que cubría su cabeza y lo puso sobre la faz del cadáver yacente, diciendo: Que Jesús te salve. Al momento se levantó el difunto, preguntando que quién era Jesús.
1 Y se trasladaron de Cafarnaúm a Belén, viviendo José y María en compañía de Jesús. Cierto día llamó José a su primogénito Santiago y le envió por coles a un huerto para hacer un guiso. Jesús fué tras de su hermano sin que José ni María se enteraran. Y, mientras Santiago recogía las hortalizas, salió repentinamente una víbora de un agujero y le picó en la mano. El, experimentando un vivísimo dolor, empezó a dar gritos. Y, sintiéndose ya desfallecer, decía con tono lastimero: « ¡Ay! ¡ay! Una maldita víbora me ha mordido en la mano».
2 Jesús estaba en la parte opuesta. Y, al oír los amargos lamentos de Santiago, corrió hacia él. Tomó su mano y no hizo más que soplar sobre ella y refrigerarla, cuando el joven se sintió curado y la víbora quedó muerta. José y María ignoraban lo ocurrido, pero, a los gritos de Santiago y a la voz imperativa de Jesús, se llegaron al huerto, y encontraron ya muerto al reptil y a Santiago sanado.
1 Siempre que José iba a algún convite en compañía de sus hijos Santiago, José, Judas y Simeón y de sus dos hijas, asistía también Jesús con María, su madre, y con la hermana de ésta, María de Cleofás, que el Señor había otorgado a su padre Cleofás y a su madre Ana en recompensa por la ofrenda que habían hecho a Dios de María, madre de Jesús. Y para su consuelo le habían dado también por nombre María.
2 Y, siempre que se juntaban, Jesús les santificaba y les bendecía, siendo también el primero en empezar a comer y beber. Pues nadie se atrevía a hacerlo, ni siquiera a sentarse a la mesa o a cortar el pan, mientras Jesús no lo hubiera hecho y les hubiera bendecido. Si por casualidad estaba ausente, esperaban hasta que viniera. Y, cuando El se ponía a la mesa, le acompañaban María y José y los hijos de éste, hermanos suyos. Pues éstos tenían ante sus ojos su vida como una antorcha y le profesaban veneración y respeto. Siempre que Jesús dormía, fuera de día o de noche, siempre resplandecía sobre El la claridad divina.
Al cual sea dada toda alabanza y toda gloria por los siglos de los siglos. Amén. Amén.