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En el instituto, me habrían votado como «el voluntario más probable para ser abducido por alienígenas». Por eso me intrigó de inmediato un anuncio en una revista que vi en 2009 sobre algo llamado El libro de Urantia.
La oferta era no solo uno, sino dos ejemplares del libro, uno indexado y el otro no, y eran gratis. ¿Qué podía perder? Por supuesto, existía la posibilidad de que junto con los libros vinieran unos cuantos supervivientes para llevarme a una comuna en Idaho donde me vería obligado a acumular agua, armas y latas de comida a prueba de apocalipsis, pero sospechaba que si alguien se presentaba realmente con mis libros, «él» o «ella» vendría de algún lugar un poco más allá de Idaho. Así que me atreví a dar el paso y fui al sitio web que presenta el libro.
Pronto llegó una caja que contenía dos ejemplares de El libro de Urantia. La versión no indexada tenía 2 097 páginas; la versión indexada, en formato de dos columnas, tenía 1 814 páginas, seguidas de un índice de 312 páginas. Como resultado, a pesar del papel fino, cada volumen debía pesar varios kilos; no es precisamente una lectura ligera en todos los sentidos de la palabra.
Estudié la portada y las sobrecubiertas y decidí leer la versión indexada. Tal vez pensé que el formato a dos columnas sería más rápido, o que sería estupendo tener un índice (que resultó ser una ventaja inestimable), pero fue realmente la parte trasera de la sobrecubierta lo que me convenció de este volumen en particular, a pesar de la promesa de que el texto de los dos libros era idéntico.
«El libro de Urantia», decían, «presenta respuestas completas a antiguas preguntas sobre la naturaleza y la personalidad de Dios, la vida y las enseñanzas de Jesús, la relación entre ciencia y religión, la vida espiritual y mucho más. Proporciona descripciones detalladas de un vasto universo que contiene millones de mundos… habitados por una multitud de diversas personalidades celestiales, tanto humanas como sobrehumanas».
Mejor aún, supe que «después de esta vida, continúas tu viaje espiritual de crecimiento y aventura, pasando por los numerosos mundos superiores del universo hasta que, en un futuro lejano, llegas al Paraíso, fuera del espacio y del tiempo, en el centro geográfico del infinito». Sin embargo, me pregunté: ¿cómo puede el infinito tener un centro si es, bueno, infinito? Todavía me siento perplejo ante esta pregunta.
Aún mejor que eso, leí: «Muchos están convencidos de que [El libro de Urantia] es una revelación auténtica, pero solo la experiencia personal puede validar esa afirmación. Explora El libro de Urantia y decide por ti mismo». Estaba enganchado.
En 1989, participé en un seminario residencial de una semana en el Instituto Monroe de Faber (Virginia). Fundado por Robert Monroe, el instituto se creó para explorar los estados ampliados de consciencia utilizando una tecnología llamada Hemi-Sync.
Bob Monroe aún vivía por entonces y una noche le habló a nuestro grupo. Varias veces durante su presentación reiteró: «esto no es un dogma, no es una filosofía». Después, haciéndose eco de la contraportada de El libro de Urantia, añadió: «salgan y exploren por sí mismos». De repente, veinte años más tarde, se me presentó una oportunidad similar, un regalo de potencial ilimitado, otro vehículo (aparte de mi propia nave espacial) por el que podía salir a explorar y decidir por mí mismo. Me dirigí al prólogo y empecé a leer.
No recuerdo cuánto tiempo después conocí a otros lectores, pero en algún momento empecé a buscar a otros urantianos, igual que a finales de los 80 busqué a otros estudiantes de Un curso de milagros. Efectivamente, aparecieron grupos de estudio de El libro de Urantia e información de contacto y hubo varias personas que ofrecieron una conexión.
Exhalé aliviado de no estar loco. No fui el único que aceptó el libro del todo, ya que continuamente me maravillaba su voz de autenticidad. Pero estaba muy lejos de poder distinguir a un Portador de Vida de un Mensajero Solitario o de una Brillante Estrella Vespertina. De hecho, mi luna de miel había terminado. Estaba abrumado por el nuevo vocabulario. Morontia. Superno. Absonito. Havona.
El verdadero problema, creo, la verdad más amplia, era que me sentía abrumado por la enormidad de lo que tenía en mis manos. Aunque ya tenía una larga práctica de meditación (Dios y yo estábamos muy unidos por entonces), este libro caído del cielo me asustó muchísimo.
Otro lector me sugirió que empezara por el final, como hace mucha gente, con la Parte IV: La vida y las enseñanzas de Jesús. Ciertamente, no menos importante que cualquier otra parte. Sin embargo, estos documentos son como si se tratara de una novela en comparación con la densa, difícil e intrincada escritura técnica de las secciones anteriores.
Pero había una parte de mí que no quería violar la integridad del texto de esta manera, o más bien la integridad del proceso de revelación. Y así, fiel a mi naturaleza de Virgo (a pesar del estatus de la astrología como «creencia supersticiosa» (LU 121:5.5) volví al Prólogo, decidido a leer El libro de Urantia de corrido.
Aporté a esta tarea una preparación considerable, pensé: una búsqueda de Dios que comenzó en serio en 1979 cuando aprendí a meditar y que me llevó primero del judaísmo nominal en el que nací al budismo, luego a Un curso de milagros, y finalmente al cristianismo, inicialmente a los cuáqueros, luego a la Iglesia Episcopal en la que fui bautizado y confirmado, y a la ordenación como sacerdote católico (no romano) dentro del ISM, o Movimiento Sacramental Independiente.
Además, era maestro de Reiki certificado. Tenía en mi haber dos experiencias extracorporales bastante espontáneas. Había leído El camino infinito, unión consciente con Dios y casi todo lo que Joel Goldsmith había escrito. Leí Ciencia y Salud de Mary Baker Eddy de principio a fin. Leí a M. Scott Peck. Leí innumerables libros sobre la curación, los chakras y el más allá. Medité. Practiqué yoga. Me hice vegetariano y luego vegano. Recé. Me encontré con Jesús en la misa diaria y me topé con la holosincronización, una tecnología similar a la hemisincronización del Instituto Monroe (véase www.centerpointe.com).
Lo que no llevé a mi primera lectura de El libro de Urantia fue la comprensión más elemental de cualquiera de las ciencias naturales. Aunque de niño me interesaba mucho la astronomía, se convirtió rápidamente en un laberinto matemático, a años luz de la aritmética básica en la que todavía puedo tropezar. Más tarde, la biología del instituto y un curso universitario de introducción a la geología me permitieron graduarme habiendo cumplido, a duras penas y en cada caso, el requisito mínimo absoluto.
¿Química? ¿Física? Fuhgeddaboudit, como decimos en Noo Yawk. Al no saber distinguir un protón de un electrón o una onda de una partícula, me sentí doblemente aturdido al leer el documento 42, por ejemplo, que trata de la energía, y los documentos 57 a 65 sobre la historia de Urantia, con sus depósitos minerales y fósiles, los dinosaurios, el desplazamiento de las masas de tierra y el enfriamiento de los océanos.
Mientras leía estos documentos, a menudo observando cómo las palabras flotaban por sí mismas, me preguntaba qué habrían hecho las grandes mentes con todo eso. ¿Qué habrían pensado Einstein y Darwin? ¿Qué habría dicho Isaac Newton? ¿O Copérnico? ¿O Galileo? Y no hay que olvidar a Carl Sagan ni a Stephen Hawking, que se declaraba ateo. Seguramente habrían tenido un momento «¡ahá!» tras otro, que a mí se me niega por mi falta de formación.
Me consolé pensando que nada te puede preparar realmente para El libro de Urantia, excepto una mente abierta y la voluntad de dejar de lado todas las cosmologías personales anteriores y considerar la noción de que quizás este libro es verdadero (es la Verdad, realmente) a pesar de, o quizás debido a, su extraño vocabulario y las severas limitaciones que el idioma inglés presentó a los «reveladores».
Sin embargo, el prólogo debería haberse subtitulado Hundirse o nadar. No se trataba de una introducción suave ni de una inmersión gradual, sino de una explosión de consciencia que iba más allá de todo lo que había experimentado sin el uso de drogas que alteran la mente. Y lo deseaba con todas mis fuerzas, tanto si lo entendía todo como si no entendía casi nada. Por lo tanto, durante los siguientes doscientos días, en la oscuridad de la madrugada, leí varias páginas al día, con la taza de café en una mano y un subrayador en la otra, con cuidado de no presionar demasiado para que la tinta amarilla no se filtrara a través de la página.
Muchos meses después, salí por el otro lado. De la esperanza a la certeza, del aislamiento a la conexión, del desconcierto a la aceptación. De creer en el «cielo» básico que nos enseñan a comprender lo que realmente ocurre y cómo. De un concepto ecléctico de la vida eterna que se ha ido reconstruyendo al azar a lo largo de los años como una colcha de retazos a la determinación de «Paraíso o ruina», aunque nunca llegue más allá de las afueras de Havona.
Sobre todo, salí de mi primera lectura con una impresión, con un sentimiento, más que con un dominio de los hechos y las cifras como en un concurso de televisión. Y esta impresión, este conocimiento, esta visión, le da color a todo y está siempre conmigo. Es realmente un salvavidas y estoy eternamente agradecido.
Además, el Jesús de Nazaret que conocí en El libro de Urantia solo se insinúa en el Nuevo Testamento y en consecuencia lo tengo de una forma que no tenía antes. Este tener, esta posesión, sigue evolucionando casi a diario de una forma que no puedo describir, en parte porque es extremadamente personal y en algunos aspectos demasiado íntima para revelarla aunque pudiera encontrar las palabras.
¿Qué hace uno después de leer El libro de Urantia de principio a fin? Pues empezar de nuevo, por supuesto. Eso es lo que hice unas tres semanas después de haberlo terminado, dándome un tiempo para ponerme al día con otras cosas y simplemente para tomarme un descanso.
Ya he recorrido un tercio del camino de mi cuarta lectura, y cada vez es una experiencia muy diferente. La segunda vez leí el otro ejemplar que había recibido para no dejarme influir o atraer por los subrayados, resaltados y notas al margen que hice la primera vez. Por supuesto, me puse inmediatamente a marcar ese ejemplar. Para esta cuarta lectura, compré un nuevo ejemplar «limpio» y me prometí no escribir en él. En vez de eso, estoy llenando blocs de papel con notas escritas a mano.
Afortunadamente, con el tiempo, el léxico de los reveladores se ha vuelto bastante familiar, si no totalmente comprensible, y a menudo utilizo palabras «extranjeras» del libro como contraseñas de ordenador. Reto a cualquier hacker a que descubra que mi contraseña es URantia.606! o AbsoniteMorontia! Sin embargo, qué maravilloso será cuando este vocabulario se convierta en lenguaje común, señal de que el libro ha alcanzado una masa crítica.
Por último, en contra de mi impresión inicial de que este tomo no es precisamente una lectura ligera, he aprendido que sí lo es. Es una lectura ligera, o más bien una lectura de la Luz. Después de todo, ¿de qué estamos leyendo si no es de La Luz?