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Cuando vivía en South Lake Tahoe, en los años 70, solía dar paseos por las orillas del lago y veía al mismo vagabundo que siempre me decía: «hermano, ¿me pagas una bebida?». Durante mucho tiempo no le respondí y seguí caminando.
Una tarde especialmente fría y nevada me vio y me rogó que le pagara una bebida. Estaba acurrucado debajo de un poncho con tres dedos de nieve en la cabeza. Por alguna razón, decidí hablar con él. Me dijo que se llamaba Joe.
Joe me explicó que era veterano de la guerra de Corea. Al menos teníamos algo en común. A medida que avanzaba nuestra conversación me di cuenta de que era bastante inteligente y nuestro diálogo me pareció esclarecedor. Se estaba haciendo de noche y hacía más frío, así que me despedí e iba a marcharme cuando Joe me rogó de nuevo: «¿Me puedes pagar una bebida?». Yo dije: «Claro». Crucé la calle hasta el supermercado y le compré un cuarto de cerveza y una pinta de whisky. Escondí el whisky en mi chaqueta y puse la cerveza en una bolsa de papel.
Cuando regresé a la playa, los ojos de Joe se iluminaron cuando vio la bolsa. Sin embargo, cuando descubrió que solo era cerveza, su sonrisa se esfumó y dijo: «No puedo dormir solo con cerveza, necesito algo más fuerte». Dije: «Lo siento, Joe, pero esto es lo que hay». Hablamos durante un rato más y comencé a alejarme. Después de recorrer unos pasos me volví, miré a Joe y me di cuenta de que se estaba bebiendo la cerveza. Regresé y le dije: «Joe, lo siento, me había olvidado de darte esto», y le entregué la pinta de whisky. ¡Vaya! La sonrisa que me dio valía por todo.
Durante los siguientes paseos me paré cada vez más en la zona de la playa donde estaba Joe y tuve largas conversaciones con él. Solo en una ocasión hablamos sobre el tiempo que estuvo en Corea. Descubrí que participó en la batalla del embalse de Chosin, que fue probablemente la batalla más terrible de esa guerra. Hizo un curso y cinco meses después, a los 19 años de edad, era sargento mayor de su pelotón.
Joe era un tipo grande con un cuerpo asombroso. Medía un poco más de metro ochenta y pesaba unos 110 kilos de pura fibra. Descubrí más adelante que sus principales ingresos venían de cortar madera, para lo que usaba una hacha en lugar de una cortadora automática. Esto lo mantenía en buena condición física.
Con el tiempo nuestras conversaciones derivaron hacia la cosmología y temas espirituales. Un día llevé conmigo El libro de Urantia y me senté en una mesa para leerlo. Joe me vio, se acercó y dijo: «¿Qué estás leyendo?». Dije: «Es solo un libro sobre Dios y los siete superuniversos». Joe siempre estaba leyendo algo. Si alguien descartaba algún libro o periódico, Joe lo tomaba y lo leía. Joe tomó el libro y leyó el índice de materias. De repente algo en su interior pareció hacer clic. Me preguntó si podía prestárselo durante un rato y le dije: «Mejor aún, te lo prestaré si me prometes cuidarlo».
Después de aquello tuvimos muchas conversaciones sobre su relación personal con Dios. Me dijo que sus mayores luchas solían estar relacionadas con sus intentos de pedirle a Dios que entrara en su vida.
En los siguientes años Joe intentó dejar la bebida pero cada cierto tiempo acababa dando con sus huesos en la cárcel después de una borrachera. Cuando eso ocurría acababa perdiendo su ejemplar de El libro de Urantia, y yo le conseguía otro.
Acabé dejando el lago Tahoe, pero regresaba de vez en cuando para acampar durante unos días. Durante una de esas visitas un amigo informal, que se hacía llamar «Railroad», me vio y se acercó a donde estaba sentado. «Ed, qué bien que te veo. ¿Dónde has estado?». Llevábamos un rato hablando cuando Railroad dijo: «¿Te has enterado de lo de Joe? Se mató en un accidente de automóvil en la autopista 49, justo a las afueras de Grass Valley. Cuando lo sacaron del auto, en el asiento de al lado estaba ese gran libro azul que llevaba siempre consigo. Recuerdo cuando le diste ese libro. ¿Sabías que llevaba limpio y sobrio casi dos años?»
Algún día Joe y yo seguiremos con nuestras conversaciones en los mundos mansión.
Así que, si alguna vez se deciden a comprarle bebida a un alcohólico, entra dentro del trato entablar una amistad verdadera. Dios hará el resto.
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