© 2023 Halbert Katzen, JD
Por Halbert Katzen J.D.
Este estudio de referencias cruzadas organizado temáticamente incluye todos los usos de heraldo, heraldos y anunciado.
Número de párrafos del Libro de Urantia con referencias a:
heraldo: 6; heraldos: 4; anunciado: 2
Isabel mantenía informado a Juan de los asuntos de Palestina y del mundo. Él estaba cada vez más profundamente convencido de que se acercaba rápidamente el momento en que el antiguo orden de cosas iba a terminar, de que él se convertiría en el precursor de la llegada de una nueva era, «el reino de los cielos». Este rudo pastor tenía una gran predilección por los escritos del profeta Daniel. Había leído mil veces la descripción que Daniel hacía de la gran estatua; Zacarías le había dicho que ésta representaba la historia de los grandes reinos del mundo, empezando por Babilonia, luego Persia, Grecia y finalmente Roma. Juan se daba cuenta de que Roma ya estaba compuesta por unos pueblos y razas tan políglotas, que nunca podría convertirse en un imperio con unos cimientos sólidos y firmemente consolidados. Creía que Roma ya estaba entonces dividida en Siria, Egipto, Palestina y otras provincias. Luego continuó leyendo que «en los días de estos reyes, el Dios del cielo establecerá un reino que nunca será destruido. Y este reino no será entregado a otros pueblos, sino que romperá en pedazos y destruirá a todos esos reinos, y subsistirá para siempre». «Y le entregaron un dominio, gloria y un reino, para que todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieran. Su dominio es un dominio perpetuo que nunca perecerá, y su reino nunca será destruido». «Y el reino, el dominio y la grandeza del reino que están por debajo de todos los cielos, serán entregados al pueblo de los santos del Altísimo, cuyo reino es un reino eterno, y todos los dominios le servirán y le obedecerán». (LU 135:3.2)
Juan nunca fue completamente capaz de elevarse por encima de la confusión que le producía lo que había oído decir a sus padres sobre Jesús y estos pasajes que leía en las escrituras. En el libro de Daniel leía: «Tuve unas visiones nocturnas, y contemplé a alguien semejante al Hijo del Hombre que venía con las nubes del cielo, y le entregaron un dominio, la gloria y un reino». Pero estas palabras del profeta no concordaban con lo que sus padres le habían enseñado. Su conversación con Jesús, cuando fue a visitarlo a la edad de dieciocho años, tampoco se correspondía con estas declaraciones de las escrituras. A pesar de esta confusión, su madre le aseguró todo el tiempo que duró su perplejidad que su primo lejano, Jesús de Nazaret, era el verdadero Mesías, que había venido para sentarse en el trono de David, y que él (Juan) se convertiría en su primer precursor y en su principal apoyo. (LU 135:3.3)
Finalmente elaboró un método para proclamar la nueva era, el reino de Dios. Decidió que se iba a convertir en el precursor del Mesías. Barrió todas las dudas y partió de En-Gedi, un día de marzo del año 25, para empezar su corta pero brillante carrera como predicador público. (LU 135:4.6)
Esta larga incertidumbre en la prisión era humanamente insoportable. Muy pocos días antes de su muerte, Juan envió de nuevo a unos mensajeros de confianza para que le preguntaran a Jesús: «¿Está concluida mi obra? ¿Por qué languidezco en la cárcel? ¿Eres realmente el Mesías o tenemos que esperar a otro?» Cuando estos dos discípulos entregaron el mensaje a Jesús, el Hijo del Hombre respondió: «Volved a Juan y decidle que no he olvidado, pero que lleve esto también con paciencia, porque corresponde que cumplamos con toda la rectitud. Contadle a Juan lo que habéis visto y oído —que la buena nueva se predica a los pobres— y finalmente, decidle al amado precursor de mi misión terrenal que será abundantemente bendecido en la era por venir, si procura no dudar y tropezar por mi causa». Éstas fueron las últimas palabras que Juan recibió de Jesús. Este mensaje lo animó ampliamente y contribuyó mucho a estabilizar su fe y a prepararlo para el trágico final de su vida en la carne, que siguió tan de cerca a esta memorable ocasión. (LU 135:11.4)
- Las Almas de la Paz. Los primeros milenios de esfuerzos ascendentes de los hombres evolutivos están caracterizados por numerosas luchas. La paz no es el estado natural de los reinos materiales. Los mundos llevan a cabo por primera vez «la paz en la Tierra y la buena voluntad entre los hombres» gracias al ministerio de las almas seráficas de la paz. Aunque estos ángeles sufrieron muchas frustraciones en sus primeros esfuerzos en Urantia, Vevona, el jefe de las almas de la paz en la época de Adán, fue dejado en Urantia, y ahora está vinculado al estado mayor del gobernador general residente. Cuando Miguel nació, este mismo Vevona es el que, como jefe de las huestes angélicas, anunció a los mundos: «Gloria a Dios en Havona y, en la Tierra, paz y buena voluntad entre los hombres». (LU 39:5.5)
La noticia de la llegada de Jesús se había difundido por todo Jericó, y centenares de habitantes se habían congregado para salir a su encuentro. Cuando este gran gentío regresó escoltando al Maestro por la ciudad, Bartimeo escuchó el ruido de los pasos de la multitud y supo que ocurría algo fuera de lo normal, por lo que preguntó a los que estaban cerca de él qué era lo que sucedía. Uno de los mendigos le contestó: «Está pasando Jesús de Nazaret». Cuando Bartimeo escuchó que Jesús estaba cerca, elevó la voz y empezó a gritar: «¡Jesús, Jesús, ten piedad de mí!» Como continuaba gritando cada vez más fuerte, algunos de los que estaban cerca de Jesús fueron hacia él y le reprendieron, pidiéndole que guardara silencio. Pero fue en vano; se limitó a gritar aún más y más fuerte todavía. (LU 171:5.2)
Heraldos de la Resurrección (LU 190:1)
Desde la tumba, David y José fueron inmediatamente a la casa de Elías Marcos, donde mantuvieron una conferencia con los diez apóstoles en la habitación de arriba. Sólo Juan Zebedeo estaba dispuesto a creer, aunque débilmente, que Jesús había resucitado de entre los muertos. Pedro había creído al principio, pero como no logró encontrar al Maestro, empezó a tener grandes dudas. Todos estaban dispuestos a creer que los judíos se habían llevado el cuerpo. David no quiso discutir con ellos, pero en el momento de irse, dijo: «Vosotros sois los apóstoles, y deberíais comprender estas cosas. No discutiré con vosotros; no obstante, ahora regreso a la casa de Nicodemo, donde he indicado a los mensajeros que nos reuniremos esta mañana. Cuando se hayan reunido, los enviaré a realizar su última misión, la de anunciar la resurrección del Maestro. Escuché decir al Maestro que, después de su muerte, resucitaría al tercer día, y yo le creo». Después de hablar así a los abatidos y desamparados embajadores del reino, este joven que se había nombrado a sí mismo jefe de las comunicaciones y de la información se despidió de los apóstoles. Al salir de la habitación de arriba, dejó caer la bolsa de Judas, que contenía todos los fondos apostólicos, en el regazo de Mateo Leví. (LU 190:1.3)
La mayoría de los que estaban presentes trataron de persuadir a David para que no hiciera esto. Pero no pudieron influir sobre él. Entonces intentaron disuadir a los mensajeros, pero éstos no quisieron prestar atención a sus palabras de duda. Y así, poco antes de las diez de este domingo por la mañana, estos veintiséis corredores salieron como los primeros anunciadores del hecho y de la verdad poderosos de la resurrección de Jesús. Y partieron para esta misión como lo habían hecho para tantas otras, para cumplir el juramento realizado a David Zebedeo y entre ellos mismos. Estos hombres tenían una gran confianza en David. Partieron para efectuar esta tarea sin detenerse siquiera para hablar con las mujeres que habían visto a Jesús; aceptaron la palabra de David. La mayoría de ellos creía en lo que David les había dicho, e incluso aquellos que dudaban un poco, llevaron el mensaje con la misma certeza y la misma rapidez que los demás. (LU 190:1.6)
Los problemas de los apóstoles estaban muy relacionados con su aislamiento. Juan Marcos los mantenía al corriente de lo que sucedía alrededor del templo y les informaba de los numerosos rumores que se difundían por la ciudad, pero no se le ocurrió recoger las noticias de los diferentes grupos de creyentes a los que Jesús ya se había aparecido. Este era el tipo de servicio que habían prestado hasta ahora los mensajeros de David, pero todos estaban ausentes realizando su última misión como anunciadores de la resurrección a los grupos de creyentes que vivían lejos de Jerusalén. Por primera vez en todos estos años, los apóstoles se dieron cuenta de cuánto habían dependido de los mensajeros de David para recibir su información diaria sobre los asuntos del reino. (LU 191:0.3)
Después de haber hablado así, el Maestro desapareció de su vista. Estos creyentes permanecieron allí juntos toda la noche, contando sus experiencias como creyentes en el reino y escuchando las numerosas palabras de Rodán y de sus asociados. Y todos creyeron que Jesús había resucitado de entre los muertos. Un mensajero de David llegó dos días después para anunciarles la resurrección, e imaginad su sorpresa cuando respondieron a su anuncio: «Sí, ya lo sabemos, porque le hemos visto. Anteayer se apareció a nosotros». (LU 191:6.4)
En un planeta normal, la llegada del Hijo Material anuncia generalmente la proximidad de una gran era de invención, de progreso material y de iluminación intelectual. En la mayoría de los mundos, la era postadámica es la gran época científica, pero no fue así en Urantia. Aunque el planeta estaba poblado de razas físicamente capacitadas, las tribus languidecían en el abismo del salvajismo y del estancamiento moral. (LU 73:1.1)