© 2009 Jan Herca (licencia Creative Commons Attribution-ShareAlike 4.0)
De todos los dilemas éticos o morales que acucian a la sociedad actual, a nuestra civilización y al planeta, ninguno creo que alcanza en magnitud al de la despenalización del aborto voluntario.
El mundo actual ha tenido que dar un giro en redondo en sus ideales religiosos para lanzarse a esta nueva era de locura y sinrazón. Estos son los efectos devastadores de un laicismo dogmático que viene con fuerza y decisión a imitar al totalitarismo eclesiástico de las épocas pasadas.
¿Qué está ocurriendo en el mundo? Básicamente que la duda científica, ese fenomenal motor que mueve los avances técnicos y el progreso material, se ha trasroscado. Ha dado una vuelta de más a la tuerca de la razón. La ciencia moderna no es capaz de definir con precisión y exactitud qué es la vida humana, y cuando se enfrenta al embrión humano empieza a dar explicaciones de lo más peregrinas. ¿Existe un instante cero, un segundo a partir del cual entramos los seres humanos a la existencia? ¿Y si existe, quién puede aportar pruebas fehacientes de que ése es el instante y no otro? Algunos científicos afirman de forma rápida y segura: «el momento en que se puede captar actividad cerebral». Es decir, que el científico acaba de establecer el dogma de que la vida humana es un «fenómeno mental». Si así fuera, una persona cuya actividad cerebral hubiera decaído por debajo del umbral medible estaría clínicamente muerta, ¿no es así? ¿Cómo es posible, pues, que en intervenciones quirúrgicas cerebrales se induzca a los pacientes una parada cerebral, y sin embargo se logre sanar a esos pacientes? Si no somos más que actividad cerebral medible, ¿cómo es posible que la vida pueda continuar incluso después de que esta actividad haya sido paralizada?
Pero a la ignorancia del mundo y sobre todo a la inmoralidad del mundo, le resultan suficientes estas explicaciones de los científicos. No necesitan oír más. Ya han escuchado lo que necesitaban para justificar sus ansias de libertinaje y liberarse de sus más pesadas responsabilidades. Y este afán del ciudadano de nuestra época por aplaudir a la ciencia que representa sus intereses es un poder mucho más apabullante y demoledor que todas las fuerzas represivas de la iglesia totalitaria de oscuras épocas pasadas.
Por tanto, la pregunta clara y concisa de la encrucijada actual es: ¿qué diría Jesús acerca de estas leyes cada vez más permisivas con la autorización del aborto que se están aprobando en buena parte de los países de nuestro mundo? ¿Qué opinión le merecerían?
Sinceramente creo que es desquiciante tener que plantear siquiera esta pregunta, porque si algo emana de los textos evangélicos, esos relatos que nos dejaron los discípulos de Jesús acerca de él, es un profundo amor y respeto por la familia y la vida familiar. Las enseñanzas más edificantes y ennoblecedoras fueron pequeñas historias, las parábolas, donde las relaciones familiares eran lo esencial. Jesús llamaba a Dios por la palabra «Padre», algo sumamente inusual en su época (LU 123:3.6); la parábola más hermosa es la del «hijo pródigo» (LU 169:1.1-16). La pregunta más aleccionadora fue: «¿Quién de vosotros, si su hijo le pide pan, le da…?» (LU 144:2.4). Y qué hay de esa afirmación tan rotunda y abrumadora: «¡Cuidaos de que ningún niño se pierda! Al que sea ocasión de perdición para uno de estos pequeños, más le vale que se atara una rueda de molino al cuello y se echara al mar!» (LU 158:8.1).
Cuanto más leo los evangelios, libros que fueron escritos en una época que no fue especialmente considerada con los niños, no veo más que a un hombre y Dios que amaba a todos los seres humanos sin distinción, y que adoraba a los niños. «Dejad que los niños se acerquen a mí, porque de los que son como ellos es el Reino de los Cielos» (LU 167:6.1, LU 195:3.5, LU 195:5.11).
Jesús sin lugar a dudas estará entristecido profundamente por esta marea negra de la humanidad, esta lacra de pesimismo y muerte que hace retroceder a la sociedad actual a las épocas de la barbarie de los sacrificios rituales de infantes. Siempre que la sociedad ha sido incapaz de hacer frente a los problemas y las exigencias del presente, siempre ha prevalecido la voz de los poderosos, nunca la de los débiles. Hoy en día por fin las mujeres están empezando a ser escuchadas, un lamento largamente elevado desde la noche de los tiempos, y su carga doméstica y sus penalidades están recibiendo la atención que tanto se les debía; pero se está haciendo por desgracia a costa del silencio de los inocentes, a costa del olvido de los que ansían nacer, de esos niños que hubieran querido disfrutar de esta vida y ya nunca verán la luz de estos días. En vez de que las mujeres embarazadas, solteras y casadas, de escasos recursos, reciban grandes prestaciones y subsidios para que afronten con posibilidades su maternidad, en lugar de eso los todopoderosos estados laicos han decidido decantarse hacia la tragedia y el horror. Miles, cientos de miles de niños dejan de existir cada año en muchos países que tienen la arrogancia de llamarse a sí mismos «desarrollados». El espectáculo es dantesco: clínicas ocultas a los ojos de la opinión pública, donde las intervenciones nunca son difundidas, dan muerte cada año a una ingente población de pobres bebés desvalidos que no tienen la oportunidad de lanzar ni un postrero llanto. Su grito de dolor se ahoga en la alevosía de la oscuridad y la inhumanidad de una sociedad que sólo mira para otro lado.
Jesús, Creador de más de tres millones de planetas como nuestra Tierra, Padre de una familia de miles de millones de billones de seres, hijo de un Ser Supremo creador de un universo impresionante, hermano durante su vida entre nosotros de otros ocho hermanos y hermanas, es la persona que más ama y quiere a los niños, a los bebés y a todos los embriones. Que su amor cubra su universo creado y proteja a todos estos pequeños que tan mal trato han tenido por nuestra raza ignorante.