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Distinguimos tres estratos sociales: ricos, clase media y pobres.
a) La corte
El pueblo judío en tiempos de Jesús vivió bajo los auspicios de la familia herodiana. Primero con Herodes el Grande, y luego con sus hijos, siempre hubo una corte que rodeaba al príncipe o rey. Esta corte dirigía la vida oficial; incluso en los tiempos de la dominación romana ejercieron las cortes principescas su papel, aunque sólo eran ya pálidos reflejos de su anterior magnificencia.
Los reyes y príncipes solían gozar de un buen número de mujeres, como Herodes el Grande, que tuvo diez. Junto a ellas también disponían de un numeroso harén de concubinas. Vivían también en palacio toda la familia del rey o del príncipe, y eran frecuentemente invitados a palacio todos los amigos y parientes, por muy lejanos que fueran, del monarca.
Estos palacios reales estaban servidos por una basta tropa de guardias, porteros, sirvientes, asistentes de cámara, ministros, cancilleres, guardaespaldas, compañía, músicos y todo un largo etcétera. Este séquito, evidentemente, no vivía todo él al mismo tren que los dirigentes, pero sí gozaba de una envidiable posición social.
Junto a la corte del soberano había también otras cortes menores, que se hallaban en palacio, y tenían su propio séquito y su particular servicio.
Los ingresos en impuestos de los monarcas eran impresionantes. Sólo así podían hacer frente, y a veces ni así, a los cuantiosos gastos de sus lujos y despilfarros. Herodes Antipas percibía en impuestos de su territorio 200 talentos anuales; Filipo, 100; Arquelao, y es de suponer que luego los procuradores, unos 500; y Salomé, en sus territorios, 60. Es decir, que la totalidad del territorio judío podía aportar unos 800 a 1000 talentos cada año. En época de Herodes el Grande, incluso, esta cifra pudo ser mayor, porque también pertenecían a su reino las ciudades de Gaza, Gadara e Hippos, que luego pasaron a la provincia de Siria. Tómese como comparación que un talento de la época venía a ser unos 300.000 € del año 2006.
A pesar de estos ingresos, los monarcas eran incapaces de hacer frente a sus gastos. Herodes poseía también una impresionante fortuna privada, e hizo grandes riquezas con la confiscación de los bienes de muchos nobles. Además, el emperador Augusto le cedió, en el 12 a.C. las minas de cobre de Soli, en Chipre, lo que le dio nuevos ingresos. Finalmente, los regalos, o mejor dicho, los sobornos, venían a tapar más de un agujero en las finanzas de los príncipes.
b) La clase adinerada
Había un estrato superior aristocrático, integrado, en primer lugar, por la nobleza sacerdotal y los miembros de la familia del sumo sacerdote. Obtenían sus ingresos del tesoro del templo, de las tierras de su propiedad, del comercio del templo y del nepotismo en la designación de sus parientes para ocupar las magistraturas directivas, lo que aumentaba la riqueza de la familia. El sumo sacerdote tenía que correr con los dispendios propios del cargo; por ejemplo, tenía que pagar de su bolsillo el sacrificio del Gran día del Perdón. Por razones de representación estaba obligado a tener su casa abierta para todos. En las familias de los sumos sacerdotes imperaba un lujo enorme. Pertenecían por lo general a las familias más ricas de Palestina.
Junto al círculo del sumo sacerdote pertenecen también al estrato superior de los ricos los grandes comerciantes y los grandes terratenientes, llamados eyschemon, que estaban representados como ancianos en el alto consejo, el sanedrín, y que en su mayor parte vivían en Jerusalén o en sus cercanías, así como los arrendatarios de impuestos. Este era el caso de los dos amigos de Jesús, Nicodemo y José de Arimatea. En sus casas llevaban, asimismo, una vida de lujo, visible en la ostentación de su vivienda e indumentaria, en los banquetes y en las joyas, y en el ajuar de sus hijas cuando se casaban. En los magníficos banquetes que daban era costumbre hacer una invitación previa comunicando los nombres de los invitados y enviar el día del banquete una segunda invitación definitiva, lo que se refleja en la parábola de Jesús sobre los invitados al banquete. Había incluso banquetes abiertos a los que se invitaba a cuantos quisieran acudir. La música y la danza acompañaban estos convites. Estas casas pretendían emular a la corte real, que sobrepasaba a todas en lujo y en boato.
Junto al gran negociante que importa las mercancías de lejos y las deposita en grandes almacenes se halla el pequeño comerciante que tiene su tienda en uno de los bazares. Aquí hay que distinguir entre los grandes negociantes (emporoi) y pequeños comerciantes (kapeloi). Además, los artesanos, en la medida en que son propietarios de sus talleres y no trabajan como asalariados en casa de otros, pertenecen plenamente a esta clase media. No había fábricas, y por tanto no existía la clase obrera. De los artesanos se pasaba directamente a los empleados o siervos, y a los esclavos.
En la vida corriente, la práctica normal era no pagar diariamente el salario si no se pedía expresamente; de ordinario se pagaba dentro de las 24 horas después de haber terminado el trabajo; en el templo, por el contrario, se observaba escrupulosamente la prescripción de las escrituras, que ordenaba pagar el salario el mismo día del trabajo. Ciertamente, sacar grandes ventajas del templo era tenido como falta grave.
Los frecuentes viajes hacían del hospedaje todo un negocio. Las peregrinaciones, sobre todo a la ciudad santa, eran también motivo de trabajo para muchas familias de clase media.
También pertenecía a la clase media un gran número de sacerdotes; en su mayoría vivían de practicar una artesanía o un oficio, aparte de los diezmos, de los que les correspondía una porción. Sin embargo, no pueden sobrevalorarse los ingresos procedentes de éstos, dado que, por un lado, el número de sacerdotes era excesivamente grande y que, por otro, los diezmos se entregaban muy a regañadientes y en muchos casos ni siquiera se pagaban. Cuando se hacía, se realizaba en productos del campo. A esto se añadían, aunque sólo durante los días de sus servicio en el templo, parte de los sacrificios y de las primicias que se ofrecían en las fiestas de acción de gracias por la cosecha.
El número de pobres era grande. Entre ellos, los más numerosos, figuraban los jornaleros; el jornal medio de un denario de plata venía a cubrir aproximadamente las necesidades mínimas de una familia reducida. De no encontrar trabajo en varios días, el jornalero quedaba en la miseria más absoluta.
Los esclavos y los libertos, estos últimos sobre todo en el período inmediato a su emancipación, no tenían hacienda ni ingresos y quedaban por ello obligados a vivir de la ayuda ajena. Los esclavos judíos se encontraban en las casas judías bajo el amparo de la ley y eran considerados como jornaleros que vendían su trabajo por un período determinado; el año sabático, que se repetía cada siete años, les traía la libertad si su amo era judío. Más grave era la posición de los esclavos paganos, quienes trataban frecuentemente de mejorarla con su conversión al judaísmo, haciéndose prosélitos. A estos no les alcanzaba la protección del año sabático. Sus amos podían aplicarles castigos corporales. No tenían derechos ningunos. Pero, en todo caso, el número de esclavos no pudo ser muy grande en Palestina.
Entre los pobres había también muchos doctores de la ley o escribas. La incompatibilidad entre el estudio de la Torá y el ejercicio de una profesión se impuso muy pronto. Como la enseñanza de la ley debía ser gratuita, los maestros tenían que vivir de las ayudas que les dieran, que consistían, más o menos, en la invitación a tomar parte en los banquetes celebrados en otras casas y en el apoyo que recibían de sus administradores y secuaces. Así parece mostrarse en la vida de Jesús y sus discípulos, ya que Jesús era considerado como un rabí. Los doctores de la ley estaban incluidos en el reparto del diezmo de los pobres, al que se destinaba cada tres y seis años el importe de los diezmos. Su pobreza despertaba en ellos cierta codicia y les inducía a abusar de la hospitalidad; por ejemplo, la de las viudas, cuyos derechos se declaraban dispuestos a representar, un hecho que Jesús especialmente recriminó (Mt 23:14, Mc 12:40, Lc 20:47). En cambio, los doctores de la ley que estaban al servicio del templo tenían ingresos regulares; no obstante, su número no era grande, puesto que también había doctores de la ley entre los sacerdotes.
Un papel especial desempeñaban los mendigos. En su mayoría eran ciegos, tullidos o mutilados, que se veían obligados a la mendicidad. No existía una previsión social de carácter oficial. Si estos individuos no querían representar una carga para su familia, tenían que pedir limosna. En realidad, la familia abusaba a menudo de su situación, ya que la caridad y la limosna eran tenidas en gran estima por los judíos como acciones especialmente meritorias. Un buen puesto de mendigo a las puertas del templo, en los caminos de los peregrinos o en los lugares de purificación, como en la piscina de Betesda, o a la salida del canal de Siloé, podía ser muy rentable. Con los mendigos verdaderamente pobres se entremezclaban simuladores, que se hacían pasar por ciegos y tullidos, holgazanes e individuos insociales, que explotaban la caridad especialmente en las festividades religiosas. Jesús detectó y denunció esto muchas veces, aunque no aparece reflejado en los evagelios (LU 140:8.13). Los ciegos, los tullidos o los mutilados de verdad se encontraban en una dura situación no sólo económica, sino también religiosa. La ley les prohibía que entraran en el santuario. También los aquejados de lepra figuran en la serie de pobres y excluidos, a quienes se relega a vivir de la caridad (ver artículo sobre la lepra en tiempos de Jesús). Sobre el telón de fondo de semejantes disposiciones cobran más sentido las historias de milagros que se refieren a Jesús: con su curación se les abría a los enfermos el acceso al reino de Dios.
La pobreza en los tiempos de Jesús fue aumentando paulatinamente. Contribuyeron grandemente a este hecho la explotación abusiva del país por los reyes y gobernadores, así como las guerras y los saqueos que sobre ella se sucedieron una y otra vez durante los agitados acontecimientos de este período. Todo ello trajo consigo el hambre y la carestía, así como la mutilación corporal de no pocos de sus moradores. Pero no faltaron intentos de prestar ayuda cuando surgían grandes catástrofes. Tenemos constancia de prestaciones de ayuda de este tipo en tiempos de Herodes el Grande durante la grave crisis de hambre del año 25-24 a.C. Se estimuló la beneficencia privada, que gozó de gran estima. Se dio una sanción jurídica a la aspiración de los pobres a compartir las cosechas. Se dejaba para ellos sin recolectar un rincón de las fincas, que podían recoger en los sembrados y en las viñas después de la cosecha. Las uvas caídas durante la vendimia les pertenecían. También las comunidades cultuales hicieron esfuerzos para ayudar a los pobres o a la gente empobrecida. Conviene también aquí recordar que Jesús, en sus predicaciones, no fue indiferente a esta realidad de su pueblo. A través de sus enseñanzas se adivina la existencia de mucha gente que vive en la más extrema pobreza y su preocupación por la ayuda social, como el caso de la viuda pobre que hace una ofrenda al templo (Mc 12:41-44, Lc 21:1-4, LU 172:4.2).
Johannes Leipoldt y Walter Grundmann, El Mundo del Nuevo Testamento, dos tomos, Ediciones Cristiandad, 1973. Tomo I. Estudio histórico-cultural, páginas 201 y siguientes.
Joachim Jeremías, Jerusalén en tiempos de Jesús, Ediciones Cristiandad, 1977.
Emil Schürer, Historia del pueblo judío en tiempos de Jesús, Ediciones Cristiandad, 1985.