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A la cabeza del pueblo judío de tiempos de Jesús se disponía un trío de fuerzas que en conjunto formaba la clase dirigente: 1) una nobleza sacerdotal, o clero, que constituían la autoridad religiosa; 2) una nobleza laica, o ancianos, que constituían una autoridad laica; y por último, 3) los escribas, la autoridad sapiencial. Procederemos a dar cuenta de cada uno de estos grupos.
La importancia del clero judío de la época de Jesús radica en la tremenda teocracia en que la sociedad judía de aquel tiempo vivía sumida. En primer término, el clero es la nobleza judía de la época, y en segundo lugar, era la autoridad religiosa, política y jurídica del pueblo judío.
Podemos clasificar al clero en los siguientes grados:
Pasamos ahora a entrar en detalle sobre cada puesto de la jerarquía.
En la época en que no había rey, en Judea el miembro más importante del pueblo y de mayor autoridad era el sumo sacerdote, llamado kôhen gadôl. Él reunía sobre sí toda la autoridad en cualquier cuestión relacionada con la nación.
El privilegio más importante, sin embargo, era de carácter religioso. El sumo sacerdote era el único mortal que podía entrar en el Sancta Sanctorum un día al año, el día de la expiación. Ese día, la menor falta en las normas litúrgicas habría acarreado un juicio de Dios, y por eso el sumo sacerdote realizaba sus obligaciones de manera especial, con extremo cuidado y escrupulosidad.
Tenía a su vez otra larga serie de privilegios religiosos: poder realizar la ofrenda de un sacrificio siempre que lo deseara; la de poder hacer un sacrificio aún estando de luto, cosa totalmente prohibida al resto de sacerdotes; en la distribución de las cosas sagradas del templo tenía derecho a elegir el primero lo que quería; es quien presidía el sanedrín o gran consejo, que era la suprema autoridad legislativa y judicial de los judíos; y en caso de un crimen, el sumo sacerdote sólo tenía que someterse al gran consejo.
El sumo sacerdote, sin embargo, también tenía deberes y obligaciones, casi todas de carácter puramente religioso: según la ley sus deberes se resumían a oficiar el día de la expiación, pero la costumbre le había añadido otras: participar en la ceremonia de quemar una vaca roja y prepararse durante la semana antes al día de la expiación; también oficiar los sábados, las fiestas de luna nueva, y las tres fiestas de peregrinación (la pascua-massot, Pentecostés y los Tabernáculos), así como en las asambleas del pueblo; también pagaba una ofrenda alimenticia todos los días por la mañana y la tarde. En cuanto a las obligaciones financieras estaba obligado al pago de un novillo que se inmolaba en sacrificio expiatorio en la fiesta de la expiación, y los gastos de construcción del puente sobre el Cedrón cada vez que se fuera a sacrificar una vaca roja en el Monte de los Olivos.
Otras obligaciones contraídas por el sumo sacerdote se referían a las prescripciones acerca de la pureza ritual. En aquella época las causas de una impureza que impedían al sumo sacerdote ejercer su cargo llegaban hasta el máximo absurdo: el contacto con un cadáver, llevar los cabellos desordenados y tener en las vestiduras algún roto o rasgadura. El hecho de que un sumo sacerdote no pudiese oficiar era tan grave, que las prohibiciones en esta materia, a diferencia del resto de sacerdotes, eran extremadamente rigurosas: no podía tener contacto con ningún cadáver, ni siquiera con los de su propia familia, y para evitarlo no se le permitía marchar ni siquiera detrás del féretro (se puede suponer que era prácticamente imposible para un sumo sacerdote acudir a un entierro); tampoco podía manifestar su duelo por la muerte de alguien por que eso suponía llevar el pelo desordenado o rasgarse los vestidos.
Como curiosidad, en la época de Jesús los sacerdotes discutían mucho acerca de una cuestión que ya se había producido alguna vez con algún sumo sacerdote: la cuestión del «muerto del mandamiento», que era el muerto que no tenía ninguna familia al morir, y al que según la ley judía, quien encontraba su cuerpo estaba obligado a darle sepultura. El absurdo en estas discusiones llegaba en aquella época a tal extremo que los saduceos mantenían que ese caso se exceptuaba para el sumo sacerdote, mientras que los fariseos, colocando, paradójicamente, la misericordia por encima de las observaciones rituales, la admitían también para el alto dirigente.
Otra de las prescripciones que pretendían salvaguardar la aptitud del sumo sacerdote para la realización del culto eran las severas cuestiones acerca del casamiento. El sumo sacerdote, como cualquier sacerdote judío, se casaba. No hacerlo estaba mal visto puesto que el sacerdocio era hereditario. Sin embargo, si se descubría que su mujer no era virgen, el casamiento le incapacitaba legalmente para ejercer su cargo. Se consideraba mujer no virgen a la viuda, la divorciada, la violada y la prostituta. Y se llegaba al extremo de decir que tampoco podía contraer matrimonio con una mujer que hubiera sido prisionera de guerra (porque no estaba claro que no hubiera sido violada por el enemigo). Esta ley, sin embargo, fue varias veces desoída por varios sumos sacerdotes de la época de Jesús, que causaron la evidente indignación de los círculos más puritanos de la nación (los fariseos). Pero es que las prescripciones matrimoniales del sumo sacerdote eran tales que casi le imposibilitaban casarse. En aquella época, después de varias guerras en tiempos de Herodes, prácticamente toda mujer era sospechosa de haber sido prisionera de guerra.
¿Qué ocurría cuando un sacerdote contraía impureza que le impidiese ejercer el rito? Se elegía a otro sacerdote que le sustituyese. Y este sacerdote, aunque sumo sacerdote por un sólo día, era colocado en las listas de los sumos sacerdotes junto a todos los demás. Esto ocurrió en tiempos de Jesús varias veces. El 5 a.C. el sumo sacerdote Matías fue sustituido por un tal José ben Ellem; Simeón fue reemplazado por un sacerdote el 17 d.C. Y hubo otros casos.
Debemos señalar, para terminar, que el sumo sacerdote mantenía su título aún después de haber sido depuesto. El cargo, naturalmente, pasaba a otro, pero continuaba teniendo peso e importancia en el conjunto de los sacerdotes. De aquí la explicación de la importancia que tuvo Anás, el suegro del sumo sacerdote en funciones, Caifás, en la condena de Jesús. Anás estuvo en el cargo de sumo sacerdote del 6 al 15 d.C., y Caifás del 18 al 37 d.C.
Los sacerdotes jefes, llamados en hebreo kôhanîm gadolîm, y en griego archiereis (en singular archiereus) y también archontes, lo formaban un grupo de sacerdotes distinguidos que se encargaban de distintas cuestiones relacionadas con el templo. Formaban un grupo con cierto grado de independencia, probablemente todos con asiento en el sanedrín, y de una categoría social en un eslabón superior al del resto del clero, lo cual no dejó de provocar rivalidades internas. Existían varios tipos de cargos que vamos a examinar en orden de importancia jerárquica.
Después del sumo sacerdote, el sacerdote de rango más elevado era el jefe supremo del templo, llamado sagan ha-kôhanîm y también strategos y tou hierou. Su cargo, al igual que el anterior, era de los que estaban todo el año reclamados por el culto al templo, exigía su continua presencia en Jerusalén, y sólo tenía un titular. Por la época en que Jesús fue crucificado, parece acertado que este cargo lo detentara Jonatán, hijo de Anás, el antiguo sumo sacerdote (que aparece mencionado en Hch 4:5-6). Jonatán sucedió a Caifás en el cargo de sumo sacerdote en 37 d.C.
La importancia de este cargo se debe a que en las ceremonias solemnes asistía al sumo sacerdote, ocupando el puesto de honor a su derecha; tenía que vigilar que el sumo sacerdote realizase correctamente los ritos; solía ser el sustituto del sumo sacerdote el día de la expiación en caso de que el sumo sacerdote no pudiese desempeñar su función; y normalmente, quien era nombrado sumo sacerdote es porque antes ya había sido jefe del templo.
Además de la supervisión del culto, el jefe del templo tenía en sus manos la suprema autoridad policial. En virtud de ella practicaba detenciones, y su poder en cuestiones políticas era pues considerable.
Al jefe del templo le seguían en rango los jefes de las secciones semanales de sacerdotes (rôs ha-mismar) que eran 24, pues había 24 semanas en el calendario litúrgico, y los jefes de los turnos diarios (rôs bet’ab), que eran como unos 156, pues en cada sección semanal había varios turnos, de 4 a 9.
Estos sacerdotes jefes vivían dispersos por Judea y Galilea; salvo en las tres fiestas anuales de peregrinación, sólo estaban presentes en Jerusalén para realizar los sacrificios del culto una de cada 24 semanas, cuando le correspondía estar de servicio a su sección. Durante esta semana tenían que realizar determinadas funciones del culto diario. El sacerdote encargado de la sección realizaba durante esta semana las ceremonias purificatorias de los leprosos y las puérperas que habían terminado su período de purificación y esperaban a la puerta de Nicanor ser declarados puros. Precisamente fue un sacerdote de estos quien recibió a María, José y el niño Jesús en la puerta de Nicanor después de que se cumplieron los cuarenta días de la purificación de María, y allí es donde Simeón el cantor entonó el himno que les compusiera Ana, la poetisa (Lc 2:22-39).
El jefe de los sacerdotes del turno diario, por su parte, el día que oficiaba su turno, tenía que asistir a los sacrificios. De todos modos, la verdadera dirección del culto diario la llevaba el jefe del templo y un subordinado llamado «el encargado del sorteo».
Los guardianes del templo, llamados ‘ammarkalîn y también strategoi, eran los encargados de las puertas del templo y de que se custodiara el santuario. Eran los encargados jefes de la protección del enorme edificio del templo. Como mínimo debía haber siete, uno para cada puerta del atrio interior. Este atrio interior, un espacio reducido dentro de la gran explanada del templo, sólo estaba reservada a judíos, y ningún gentil extranjero podía entrar bajo pena de muerte. Este hecho era utilizado a menudo para abusos como el tumulto que se formó cuando Pablo visitó el templo (Hch 21:28). Tanto para los accesos a la explanada como al sagrado atrio interior había guardias y porteros dirigidos por este cuerpo de ‘ammarkalîn. Los puestos importantes en estas vigilancias recaían en sacerdotes, y las tareas menores de policía eran dejadas en manos de levitas. La Misná afirma que durante la noche actuaban de vigilantes los levitas en veintiún puntos del templo y los sacerdotes en tres. Algunos de estos guardianes levitas estaban apostados en las puertas y esquinas del atrio exterior (por dentro) y otros en las puertas y esquinas del atrio interior (por fuera). Los sacerdotes guardianes vigilaban el atrio interior.
Un capitán del templo hacía las guardias nocturnas para asegurarse de que todos los centinelas estuvieran despiertos. A este capitán del templo se le daba el nombre de ’ys hr hbyt, y estaba a cargo de la explanada. Debía haber otro a cargo del Santuario en sí, al que se llamaba ’ys hbyrh.
Estos encargados de seguridad eran también los responsables de abrir y cerrar las pesadas puertas, que por las noches permanecían cerradas. Había un oficial encargado de supervisar el cierre de las puertas, algunas tan pesadas que requerían el trabajo de no menos de veinte hombres, y que hacían considerable ruido cuando eran giradas. Las llaves estaban bajo la custodia de los ancianos de los turnos sacerdotales encargados de la vigilancia del atrio. Cuando se cambiaba de turno, los sacerdotes hacían entrega de las llaves a los que entraban de servicio. Como el primer sacrificio matutino se ofrecía a la salida del sol, las puertas tenían que ser abiertas antes de ese momento. Sólo durante la Pascua permanecían abiertas hasta media noche.
Los tesoreros, llamados gizbarîm, venían detrás de los guardianes del templo. Eran tres. Estaban a cargo de las finanzas del templo, en las que se incluían inmuebles, tesoros, joyas, tributos, ofrendas, lo mismo que los capitales privados depositados en el templo. Sus actividades se encaminaban a facilitar la adquisición de artículos y productos necesarios para el culto, del control y venta de las aves y otros artículos para los sacrificios, y del cuidado de conservar en buen estado y reparar los utensilios de oro y plata necesarios para el culto diario.
El templo de Jerusalén, en este sentido, al igual que muchos templos de la época, funcionaba como un gran banco. Las riquezas se guardaban en su interior en cámaras aisladas en el atrio interior, y todas las entradas y salidas se registraban meticulosamente en rollos o libros de cuentas. Los tesoreros eran los encargados de llevar todos estos registros y de realizar los cobros. A ellos se les pagaba todo lo que era imputado: el equivalente de los objetos ofrecidos al templo, que podía ser en metálico, los anatemas (donaciones al templo que no podían ser en metálico), otras cosas consagradas al templo, el segundo diezmo, que solía ser dinero, y cualquier otra cosa financiera.
Eran, por consiguiente, los ingresos del templo lo que los tesoreros tenían que administrar principalmente. Recibían el trigo ofrecido al templo; se les pagaba a ellos el equivalente del trigo, los productos agrícolas y la pasta ofrecida; determinaban el uso de los objetos donados al templo; y llevaban la alta dirección del impuesto del templo, aquellos dos dracmas que todo israelita debía pagar anualmente. Además de los ingresos del templo, los tesoreros administraban también sus gastos. Compraban la leña, examinaban el vino para las libaciones y la harina para los dos panes de las primicias que se cocían en la fiesta de Pentecostés. Finalmente, formaba parte de su quehacer la administración de las reservas del templo y del tesoro del mismo.
Los sacerdotes simples, llamados kôhen hedyôt, eran la gran masa de sacerdotes existentes dispersos por toda la geografía de Palestina.
Los sacerdotes se organizaban en clases sacerdotales. En tiempos de Jesús había 24 clases sacerdotales, cuyas raíces se remontaban al pasado distante y cuya transmisión se realizaba de un modo hereditario. Por ello a cada clase sacerdotal se le solía asignar una semana litúrgica, y a las clases sacerdotales se les llamaba también secciones semanales. Las 24 clases comprendían a todos los sacerdotes dispersos por Judea y Galilea. Cada clase constaba de 4 a 9 familias de sacerdotes, llamadas secciones o turnos diarios, porque era las que oficiaban turnándose durante los siete días de la semana que estaba de servicio su sección semanal. Ya hemos visto cómo al frente de una sección semanal estaba un sacerdote jefe, el rôs ha-mismar, y a cargo de cada una diaria, otro, el rôs bet’ab.
El número total de sacerdotes para oficiar durante todos los días del año es considerable. Eran, a modo estimativo, como unos 7200. El número no puede ser exacto porque cada sección semanal tenía un número variable de turnos diarios, entre 4 a 9. A estos, habrá que sumar después el considerable número de levitas existentes.
Cada 24 semanas, y además en las tres fiestas anuales de peregrinación, toda sección semanal de sacerdotes, compuesta por término medio de 300 sacerdotes y 400 levitas, y a la que se añadía un grupo de representantes laicos de su distrito, subía a Jerusalén para realizar el servicio, desde un sábado al otro sábado. La sección por ella relevada le transmitía solemnemente las llaves del templo y los utensilios de los sacrificios. Es así cómo, en últimos años del reinado de Herodes, la sección semanal de Abiá, que ocupaba el octavo puesto, se trasladó de la montaña de Judea al templo. El sacerdote Zacarías, el día que estaba de servicio su sección diaria, había sido designado, según el relato de Lucas (Lc 1:5-25), para la función privilegiada de ofrecer el sacrificio de los perfumes, probablemente a la hora del sacrificio de la tarde, llamado tamîd. Y supuestamente es aquí cuando se le aparece un ángel.
Las funciones cultuales de los sacerdotes estaban prácticamente limitadas a dos semanas por año, además de las tres fiestas anuales de peregrinación. Los sacerdotes vivían diez u once meses al año en sus casas. Allí muy raramente tenían que ejercer una actividad sacerdotal. Un ejemplo de sus cometidos era declarar puro a un leproso después de su curación, antes de que éste fuese a Jerusalén, y allí, después de un sacrificio, ser declarado plenamente puro.
Los diezmos y otros tributos particulares constituían los ingresos de los sacerdotes; pero resultaban totalmente insuficientes para permitirles pasar todo el año ociosos. Al contrario, los sacerdotes se veían obligados a ejercer una profesión en el lugar donde residían, de ordinario un oficio manual.
En muchos lugares había sacerdotes que tenían una función en los tribunales de justicia, pero la mayor parte de las veces, sin duda, a título honorífico y sin remuneración. A veces se les llamaba en consideración a su estado sacerdotal; otras a causa de su formación de escribas, en la medida en que la poseían; a veces, finalmente, para cumplir el precepto bíblico.
Junto a sacerdotes del campo provistos de una formación escriturística profunda, a quienes las más de las veces se les confiaba el servicio sinagogal, la lectura y explicación de la ley, había también otros que eran muy incultos. No era una exigencia para ser sacerdote el disponer de cierto grado de formación. Muchos escribas, o rabbis, tenían una formación muy superior a la de los sacerdotes, y no formaban parte del clero.
Los levitas constituían el clero bajo. Su nombre proviene de Leví, una de las tribus de Israel, de la cual ellos tenían que ser descendientes, así como los sumos sacerdotes legítimos eran descendientes de Sadoc. Estaban en un grado inferior a los sacerdotes y no participaban de los servicios rituales; estaban encargados únicamente de la música del templo y de los servicios inferiores del mismo.
Su número alcanzaba los 10000 levitas. Al igual que los sacerdotes se organizaban en 24 secciones semanales, que se relevaban cada semana, y cada una con un jefe. En el templo había 4 cargos permanentes de levitas: 2 jefes encargados de los levitas músicos (el primer jefe de músicos y el maestro del coro) y 2 jefes encargados de los levitas servidores del templo (el portero jefe y el guardián jefe), llamados strategoi.
Los levitas se dividían en dos grupos de aproximadamente igual número:
Es importante señalar que entre ambos grupos de levitas, el de cantores y el de porteros, existía un salto social grande en tiempos de Jesús. Los cantores eran como un estrato entre los sacerdotes y los porteros, y tenían una mejor consideración.
La dignidad sacerdotal y levítica se transmitía por herencia y no podía ser adquirida por ningún otro camino; por este motivo era de vital importancia para sacerdotes y levitas conservar la pureza de la descendencia, a lo cual contribuía primeramente una cuidadosa anotación de las genealogías y, en segundo lugar, unas severas reglas para los casamientos. Si un sacerdote no podía probar su origen legítimo, perdía para sí y para sus descendientes el derecho a la función e ingresos del templo, y si realizaba un casamiento ilegítimo, los hijos de ese matrimonio ya no podían ocupar el cargo.
En el templo de Jerusalén había un archivo donde se conservaban al día las genealogías del clero. Estas listas las más de las veces desaparecían cuando estallaba una guerra o revuelta y había que ponerlas siempre al día, lo cual llevaba tiempo. Y se ha apuntado más arriba la importancia de los casamientos ilegítimos en la época. Muchas mujeres con las que casaban sacerdotes se consideraban ilegítimas por haber sido prisioneras de guerra, lo que las invalidaba como esposas.
Cuando un hijo de un sacerdote llegaba a la edad canónica admitida de 20 años, el sanedrín examinaba sus aptitudes corporales y la legitimidad de su origen antes de permitirle ser ordenado. Si no se le objetaba nada, después de un baño de purificación (bautismo) se le imponían las vestiduras sacerdotales y se ofrecían una serie de sacrificios y ceremonias por siete días.
Para los levitas músicos había una práctica similar, con una edad canónica de 30 años, con un examen y con un ritual parecido.
¿Cuándo un sacerdote o un levita músico era de origen puro, de suerte que no tenía obstáculo para participar en el culto? Siempre que procedía del matrimonio de un sacerdote o de un levita con una mujer de la misma condición de pureza legal que él. Al casarse un sacerdote o un levita cantor era necesario examinar la genealogía de su mujer. Era muy frecuente que se casara a los sacerdotes con hijas de sacerdotes, lo que permitía la función sacerdotal de los futuros hijos. (Este es el caso de Zacarías, según se nos cuenta en el evangelio, que estaba casado con Isabel, hija de sacerdote). Estos casamientos podían ser dentro de una misma familia sacerdotal (llegando a veces al colmo de la proximidad de parentesco) o entre familias sacerdotales distintas. También había uniones entre descendientes de sacerdotes y de levitas, y más aún, con hijas de miembros de la nobleza laica. El caso era asegurar que la unión fuera legítima. Las mujeres con las que no se podía casar eran las siguientes: la prostituta, es decir, la prosélita, la esclava liberta y la desflorada (prisionera de guerra); la violada, es decir, la nacida de matrimonio ilegítimo, o la repudiada por su marido. Y se exigía una pureza hasta cuatro y cinco generaciones anteriores por parte materna y paterna.
Cuando un sacerdote o un levita músico se casaba con una mujer que le estaba prohibida por la ley, se procedía con una severidad implacable: el matrimonio era declarado ilegítimo y los futuros hijos privados del derecho al sacerdocio. Estos hijos eran llamados halal (profanos) y sus hijos ya tampoco nunca podrían ejercer el sacerdocio. De aquí que se comprenda la auténtica obsesión que se tenía con las genealogías entre las familias del clero. Y de aquí que también se efectuaran abusos y trapicheos para conseguir ser admitido en la élite de las familias legítimas.
Al lado de la aristocracia sacerdotal había una nobleza laica, mucho menor en su importancia que la otra. Estaba formada por los llamados ancianos, «los ancianos de los judíos» (sabê yahûdayê en hebreo y presbyteroi tes choras en griego). Forman parte, junto a los sacerdotes, y los escribas, del sanedrín. Se trata de los jefes de las familias laicas más influyentes, que representaban a la nobleza laica en el consejo. También se les llama a veces «los principales del pueblo», «los primeros de la ciudad», «los jefes del pueblo», «los poderosos», los «notables» del pueblo, los «magistrados de Jerusalén» (archontes), y otros títulos semejantes.
Tenemos en José de Arimatea, el seguidor de Jesús, el ejemplo claro de este grupo. Según el evangelio era un rico hacendado (euschemon), con una plantación cerca del Gólgota, y fue miembro del sanedrín.
Se trataba de un grupo reducido. En concreto en el sanedrín se sentaban aquellos jefes de familias patricias de Jerusalén. Su posición de privilegio al formar parte del sanedrín les confería distinciones especiales en las celebraciones litúrgicas: el día de la expiación, en calidad de miembros del sanedrín, acompañaban hasta la primera de las diez chozas, situadas en el camino, al que debía conducir el macho cabrío Azazel al desierto. Y sus hijos varones menores de edad podían entrar en el atrio de los israelitas, normalmente sólo reservado a los adultos.
Tenemos conocimiento de ocho familias con este rango, que habían conservado un privilegio antiguo de aportar la leña necesaria para los sacrificios del templo. Estos son sus nombres, con la de sus correspondiente tribu: la de Arah de Judá, David de Judá, Parosh de Judá, Jonadab de Recab, Senaá de Benjamín, Zattuel de Judá, Pajat-Moab de Judá, y Adín de Judá. En tiempos de Jesús descendientes de estas familias se sentaban en el sanedrín.
El procurador romano en Judea escogía entre los ancianos a los funcionarios de los impuestos, los dekaprotoi, que eran los encargados de recabar entre los ciudadanos sometidos a impuestos el tributo exigido.
Estos ancianos tenían una escasa influencia sobre el pueblo y vivían con tendencias mayormente saduceas, siguiendo la organización y tradición saducea.
Los escribas (safra, pl. soferim) no se encontraban únicamente en los estratos altos de la sociedad. A menudo ocupaban cargos de escribas gentes de distintos grupos sociales, tanto de las familias aristocráticas como de simples sacerdotes, levitas y hasta del pueblo llano. Incluso podían provenir de familias israelitas sin pureza genealógica. Sin embargo, constituyen un poder en alza en la época de Jesús. Se les designa como grammateis, los «expertos de la Escritura», «los entendidos» (homines literati), y también como nomikoi o juristas (Mt 22:35; Lc 7:30; 10:25; 11:45s.52; 15:3) o nomodi-dascaloi, «doctores de la Ley» (Lc 5:17; Hch 5:34). Flavio Josefo los denomina sofistas y patrion exegetai nomon. Por último, era frecuente la denominación de sabios (hakam, pl. hakamim) y rabinos (rabbís o rabbunís).
El único factor de poder de los escribas estribaba en el saber. Quien deseaba ser admitido en la corporación de los escribas por la ordenación debía recorrer un ciclo regular de estudios de varios años. El joven israelita que deseaba consagrar su vida a la erudita actividad de escriba comenzaba el ciclo de su formación como alumno (talmîd). La enseñanza comenzaba en los años jóvenes, ya a partir de los doce y trece años. Según El Libro de Urantia, esto provocó que Jesús tuviera que tomar una difícil decisión en edad muy temprana (véase el suceso con el rabbí Nacor en LU 123:6.8-9). El alumno estaba en relación personal con su maestro y escuchaba su enseñanza. Cuando había llegado a dominar toda la materia tradicional y el método de la tradición oral (halaká), hasta el punto de estar capacitado para tomar decisiones personales en cuestiones de legislación religiosa y de derecho penal, pasaba a ser «doctor no ordenado» (talmîd hakam). Pero sólo cuando había alcanzado la edad canónica para la ordenación, de unos 40 años, era ordenado escriba o «doctor ordenado» (safra o hakam), recibiendo la ordenación (samikah). A partir de entonces estaba autorizado a zanjar por sí mismo las cuestiones de legislación religiosa y ritual, a ser juez en procesos criminales y a tomar decisiones civiles, bien como miembro de una corte de justicia, bien individualmente.
Desde ese momento tenían derecho a ser llamados rabbís o rabbunís o rabbán, es decir, rabinos o maestros, aunque el término significa «señor» o «jefe». En tiempos de Jesús, sin embargo, este término creaba cierta polémica. En aquella época no sólo se consideraban rabbís a los escribas, sino que era un título honorífico que se daba a quien lo merecía. Este era el caso de Jesús de Nazaret, y de Juan el Bautista. A medida que pasaban los años, la irritación de los escribas fue consiguiendo que el título quedara reservado sólo a ellos. Además, se les llamaba «padre» (pater), designación que indica la clara adoración y veneración que se empezaba a tener por estos hombres.
Esta estima del pueblo hacía que se les otorgase siempre la preferencia en los puestos, como se refleja en los evangelios: «Les encantan los primeros puestos en los banquetes y los asientos de honor en las sinagogas, que les hagan reverencias por la calle y que la gente les llame ‘señor mío’» (Mt 23:6-7; Mc 12:38-39; Lc 11:43; 20:46). Incluso vestían al estilo de los sacerdotes y los nobles, con estolas, unos grandes mantos que les caían hasta los pies con grandes franjas, y en la sinagoga se podían sentar de espaldas al armario de la Torá y de frente a los asistentes.
Sólo los doctores ordenados creaban y transmitían la tradición derivada de la Torá, la cual, según los fariseos, se encontraba en igualdad con la propia Torá o por encima. Sus decisiones tenían el poder de «atar y desatar» para siempre en las cuestiones civiles y religiosas de su tiempo. A quien había cursado los estudios rabínicos se le abrían de este modo todas las puertas de los puestos claves del derecho, la administración y la enseñanza.
Formaban, junto a los sacerdotes y los ancianos, parte integrante del sanedrín. Todos los fariseos del sanedrín eran escribas. Pero también había escribas que no eran fariseos. Podían ser saduceos, aunque los escribas fariseos eran la mayoría, de ahí que en muchos escritos se designa imprecisamente como sinónimos a los fariseos y a los escribas. Miembros destacados del sanedrín en la época de Jesús fueron los escribas Shemaya, Nicodemo, Gamaliel I, su hijo Simón, etc. También había escribas en los tribunales.
Cuando una comunidad tenía que elegir entre un laico o un escriba para un puesto de anciano, de jefe de la sinagoga o de juez, normalmente se prefería al escriba, y por eso ocupaban cada vez más en tiempos de Jesús puestos importantes. Una de las razones de esto no era sólo el conocimiento de la tradición religiosa, sino el poseer una tradición esotérica y ocultista. Este conocimiento contenía supuestos secretos sobre cosmología, sobre el origen de la creación y sobre apocalíptica. Estas enseñanzas esotéricas judías no eran enseñanzas teológicas aisladas, sino que constituían grandes sistemas teológicos o construcciones doctrinales cuyo contenido se atribuía a la inspiración divina. Se tenía un gran respeto sobre ello, y estaba terminantemente prohibida la difusión de literatura sobre estos temas. En tiempos de Jesús existía la creencia de que algunas enseñanzas (como la historia del carro sagrado, el nombre de Dios y la historia de la creación) otorgaban poderes mágicos a quien las recibía. Por eso estas enseñanzas, como las contenidas en Ezequiel y el Génesis, eran impartidas por los maestros con voz suave y reverencial, y con la cabeza cubierta con un velo, y se procuraba esconderlas en secreto y ofrecerlas sólo de forma privada y privilegiada.
Sin embargo, todas sus actividades educativas debían ser gratuitas. Estaba prohibido que un escriba cobrase por su labor de maestro, o bien que recibiese regalos. Así pues, debían ganarse la vida de cualquier otro modo. En este sentido, apreciamos una clara oposición de Jesús a muchas de las prácticas de los escribas. Para Jesús, la imposibilidad de cobrar por un trabajo de educación religiosa le parece inasumible. «El obrero tiene derecho a su sustento» (Mt 10:10; Lc 10:7; LU 140:9.1-4). También defendía que no debía haber nada oculto, nada esotérico (Mt 10:26-27; Lc 12:1-9; LU 150:4.2). Para Jesús, las enseñanzas debían estar abiertas a todos y en todo, y no ocultas para unos pocos. Otro aspecto esencial, que no aparece reflejado en los evengelios, porque fue silenciado, es que Jesús autorizó a las mujeres para recibir educación e instrucción rabínica, e incluso para impartirla a su vez (aunque restringida a otras mujeres), algo que causó una auténtica conmoción en el país, y podemos imaginarnos, en los escribas (véase LU 150:1.1-3). Para ellos estaba terminantemente prohibido enseñar a mujeres, y éstas tenían que permanecer en la sinagoga en una sala aparte. De hecho, no se esperaba que las mujeres asistieran a la sinagoga, pues ninguna recibía educación en las escrituras. Junto a esto, otro elemento de posible discordia con Jesús, aunque tampoco aparece reflejado en los evangelios, es la costumbre rabínica de la repetición de las enseñanzas. El estudiante a rabino debía recordar fielmente todo lo aprendido, puesto que no se consignaba nada por escrito, y estaba prohibido hacer cualquier alteración a la doctrina recibida. «Todo el que olvida una palabra de su instrucción en la Torá, haga cuenta de que ha malgastado su vida» (Abot 3:8) y «Todos han de copiar la expresión de su maestro» (Edu 1:3). La mayor alabanza que podía recibir un discípulo era que se le comparase con «una cisterna bien revocada que no deja escapar una gota». Sin embargo, vemos que Jesús no ofrece a sus discípulos una enseñanza repetitiva y no utiliza el método memorístico en su predicación. Sus lecciones parecen ocasionales y utiliza ejemplos o parábolas según la circunstancia. Por último, parece que Jesús estuvo en contra de que la edad de la ordenación fuera los 40 años, puesto que él ordenó como apóstoles a un grupo de discípulos mucho más jovenes. Para Jesús, la edad no representaba un grado por sí mismo.
Joachim Jeremías, Jerusalén en tiempos de Jesús, Ediciones Cristiandad, 1977.
Emil Schürer, Historia del pueblo judío en tiempos de Jesús, Ediciones Cristiandad, 1985.
Johannes Leipoldt y Walter Grundmann, El Mundo del Nuevo Testamento, dos tomos, Ediciones Cristiandad, 1973.