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No sólo fue el año con su calendario festivo lo que marcó la religiosidad de Israel frente a otros pueblos, sino también su festividad semanal del sábado. El sábado se festejaba no sólo en Jerusalén y en su templo, sino en todas partes, en cualquier lugar de Palestina e incluso fuera del país.
La fiesta del sábado estaba determinada por el precepto del sábado en el Decálogo. Lo establece como día de descanso en el trabajo, incluso para los esclavos y esclavas, los extranjeros y el ganado. En Ex 20:8-11 se fundamenta el precepto del sábado en el descanso de Dios tras la obra de la creación. Pero todo es una elaboración sacerdotal, que presenta el sábado como la primera ley recibida por los hombres y, por consiguiente, como el punto central de toda la Ley. Le fue dado tan sólo al pueblo de Israel y es el signo de su elección y de su diferencia con el resto de naciones. Por eso estaba el sábado bajo protección especial. Así, se decía: «Todo el que realiza un trabajo en él, debe morir. Todo hombre que lo observa, será santificado y bendecido todos sus días». Los rabinos de la época, conscientes de la importancia del sábado, se encargaron muy bien de elaborar escritos donde consignaron todas las cuestiones relativas al sábado y al año sabático. Se decía que «con sólo observar todo Israel, de acuerdo con lo prescrito, dos sábados, comenzaría al punto la eterna salvación del pueblo». De aquí el inmenso énfasis que se hacía sobre este asunto.
Las mil y una cosas que estaban prohibidas hacer en sábado llegaban a la absoluta asfixia. Pongamos algunos ejemplos:
Por ser el sábado de Dios el Santo precepto fundamental para Israel, se castigaba su violación. Si ésta se producía por inadvertencia, quien la comete recibe una amonestación y se hace deudor de un sacrificio expiatorio. Cuando el precepto del sábado es quebrantado, pese a los testigos y pese a la previa amonestación, su transgresión exige como pena la lapidación, en tanto que, cuando dicha transgresión se produce sin testigos, tiene por consecuencia al exterminio por la mano justiciera de Dios.
El sábado se anunciaba y se separaba del día laborable mediante tres toques de trompeta de los levitas en el templo y de los guardianes de la sinagoga en el país. A continuación de ellos, el israelita piadoso encendía la lámpara del sábado, se quitaba las filacterias y se ponía buenos vestidos, pues el sábado tenía que celebrarse como un día de alegría.
El sábado empezaba en realidad la noche del viernes con un banquete. A esta primera comida festiva corresponden dos copas. En ella se pronunciaba la bendición de la mesa y el Qiddus, la fórmula de santificación para el sábado: «Alabado seas tú, que santificaste el día sábado» o «Alabado seas tú, que diste los sábados para el descanso a tu pueblo en amor y en signo de alianza. Alabado seas tú que santificaste el sábado».
También se festejaba durante el propio sábado con banquetes especiales. Eso sí, la comida debía prepararse la víspera, pues la adquisición y preparación de alimentos caía dentro de la prohibición de trabajar en sábado. La comida principal tenía lugar después del mediodía, y a ella se invitaba a los huéspedes, a quienes se daba de comer opíparamente. Al preparar la comida era preciso pensar también en los viajeros necesitados que, retenidos por el sábado, se veían obligados a permanecer en un lugar.
Durante la festividad del día estaba prohibido ayunar, pues tenía que ser un día de júbilo. En su comienzo y en su final se separaba del día laborable mediante la llamada Haggadá, la fórmula de separación, pronunciada en la cena del día sábado; no se conserva cómo era, pero podía ser algo así: «Alabado seas tú, que separas lo santo de lo profano, el séptimo día de los seis días de trabajo».
El servicio divino del templo requería para el sábado ofrendas adicionales; se renovaban los panes ácimos y se ponían los incensarios en la mesa de esos panes. Los turnos sacerdotales se alternaban en el servicio durante el día. El salmo noventa y dos era el del sábado en el templo.
El desarrollo del servicio divino de la sinagoga está en la más estrecha conexión con la fiesta del sábado. Desarrollóse esta forma de asamblea y de culto divino en el exilio, donde la lejanía del templo destruido obligaba a reuniones sin culto en torno a la Ley y a la historia del pueblo. Contribuyó eficazmente a hacer de la piedad algo personal e íntimo.
Los habitantes de la localidad se reunían por la mañana del sábado. Los asientos, que eran escasos, se distribuían conforme a un cierto orden, con los miembros más distinguidos de la comunidad en las primeras filas y los jóvenes detrás. También se separaban los hombres según sus distintos oficios. Los leprosos y las mujeres debían permanecer en anexos separados de la sala principal. Era necesario que al menos hubiera diez personas para que la celebración tuviera lugar.
El servicio divino de la sinagoga en la mañana (junto a él hay también el servicio divino de la tarde y el semanal en los días de mercado, lunes y jueves, que eran días de ayuno para los fariseos) consta de una parte litúrgica y otra doctrinal.
Sus elementos fijos son:
«Bendito sea el Señor, Rey del mundo, creador de la luz y de las tinieblas, hacedor de la paz, creador de todo; quien en su misericordia, da la luz a la tierra y a los que en ella moran; que en su bondad renueva día tras día y cada día, las obras de la creación. Bendito sea el Señor nuestro Dios por la gloria de sus obras y por las luces que iluminan lo que él ha hecho para su alabanza. Selá. Bendito sea el Señor nuestro Dios, hacedor de la luz».
«Con gran amor el Señor nuestro Dios nos ha amado, y con piedad desbordante nos ha compadecido, nuestro Padre y nuestro Rey, por amor a nuestros padres que confiaron en él. Tú les enseñaste los estatutos de la vida. Ten merced de nosotros y enséñanos. Esclarece nuestros ojos en la Ley; haz que nuestro corazón cumpla con tus mandamientos; aúna nuestros corazones para que te amemos y temamos tu nombre, y no pasaremos vergüenza, mundo sin fin. Porque tú eres el Dios de la salvación, y nos elegiste entre todas las naciones y todas las lenguas, y en verdad nos has traído cerca de tu gran nombre, Selá, para que podamos alabar tu unidad con amor. Bendito sea el Señor, que en amor eligió a su pueblo Israel».
Oye, Israel: Yavé es nuestro Dios, Yavé es único. Amarás a Yavé, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu poder, y llevarás muy dentro del corazón todos estos mandamientos, que yo hoy te doy. Incúlcaselos a tus hijos, y cuando estés en tu casa, cuando viajes, cuando te acuestes, cuando te levantes, habla siempre de ellos. Átatelos a tus manos, para que te sirvan de señal; póntelos en la frente, entre tus ojos; escríbelos en los postes de tu casa y en tus puertas.
Si vosotros obedecéis los mandamientos que yo os prescribo, amando a Yavé, vuestro Dios, y sirviéndole con todo vuestro corazón, y con toda vuestra alma, yo daré a vuestra tierra la lluvia a su tiempo, la temprana y la tardía; y tú cosecharás tu trigo, tu mosto y tu aceite; yo daré también hierba a tus campos para tus ganados, y de ellos comerás y te saciarás. Pero cuidad mucho de que no se deje seducir vuestro corazón y, desviándoos, sirváis a otros dioses y os prosternéis ante ellos; porque la cólera de Yavé se encendería contra vosotros y cerraría el cielo, y no habría más lluvia, y la tierra no daría más frutos, y desapareceríais presto de la buena tierra que Yavé os da. Poned, pues, en vuestro corazón y en vuestra alma las palabras que yo os digo; atadlas por recuerdo a vuestras manos y ponedlas como frontal entre vuestros ojos. Enseñádselas a vuestros hijos, habladles de ellas: ya cuando estés en tu casa, ya cuando vayas de viaje, al acostarte y al levantarte. Escríbelas en los postes de tu casa y en tus puertas, para que vuestros días y los días de vuestros hijos, sobre la tierra que a vuestros padres Yavé juró darles, sean tan numerosos como los días de los cielos sobre la tierra.
Yavé habló a Moisés diciendo: Habla a los hijos de Israel y diles que de generación en generación se hagan flecos en los bordes de sus mantos y aten los flecos de cada borde con un cordón de color de jacinto, a fin de que les sirva, cuando lo vean, para acordarse de todos los mandamientos de Yavé; para que los pongan por obra, sin irse detrás de los deseos de su corazón y de sus ojos, a los que se prostituyen; porque así, acordándoos de mis preceptos y poniéndolos por obra, seréis santos a vuestro Dios. Yo, Yavé, vuestro Dios, que os ha sacado de la tierra de Egipto para ser vuestro Dios. Yo, Yavé, vuestro Dios.
«Es verdad que tú eres Yahvé, nuestro Dios y el Dios de nuestros padres, nuestro Rey y el Rey de nuestros padres; nuestro Salvador y el Salvador de nuestros padres; nuestro Creador y la roca de nuestra salvación; nuestra ayuda y nuestro libertador. Tu nombre es desde lo sempiterno, y no hay otro dios sino tú. Una nueva canción cantaron a los que fueron liberados y la entonaron a la orilla del mar alabando tu nombre; juntos te alabaron y te reconocieron como Rey y dijeron: ‘Yahvé reinará, mundo sin fin’. Bendito es el Señor que salva a Israel».
1. Bendito eres, Señor, Dios de nuestros padres, Dios de Abrahán, Dios de Isaac y Dios de Jacob, Dios grande, poderoso y terrible, Dios altísimo que creaste el cielo y la tierra, escudo nuestro y escudo de nuestros padres, nuestro apoyo en cada generación. Bendito eres, Señor, escudo de Abrahán.
2. Tú eres poderoso y humillas al soberbio, fuerte y juzgas al violento, vives por siempre y alzas a los muertos, haces soplar el viento y envías el rocío, das sustento a los vivos y haces vivir a los muertos; en un momento haces que brote nuestra salvación. Bendito eres, Señor, que haces vivir a los muertos.
3. Tú eres santo y terrible es tu Nombre, y a tu lado no hay otro Dios. Bendito eres, Señor, el Dios Santo.
4. Concédenos, Padre, el conocimiento que procede de tí y el entendimiento y el discernimiento que proceden de tu Torá. Bendito eres, Señor, que otorgas el conocimiento.
5. Haznos volver a tí, Señor, y nos arrepentiremos. Renueva nuestros días como antaño. Bendito eres tú que te complaces en el arrepentimiento.
6. Perdónanos, Padre nuestro, porque hemos pecado contra tí. Borra y aparte de nosotros nuestras malas obras de delante de tus ojos. Porque muchas son tus misericordias. Bendito eres, Señor, rico en perdón.
7. Mira nuestra aflicción y defiende nuestra causa y redímenos por tu Nombre. Bendito eres, Señor, redentor de Israel.
8. Sánanos, Señor Dios nuestro, del dolor de nuestro corazón, aparta de nosotros la tristeza y suscita la curación de nuestras heridas. Bendito eres tú que sanas a los enfermos de tu pueblo Israel.
9. Bendícenos este año, Señor Dios nuestro, y haz que prosperen todos sus frutos. Acelera la llegada del año de nuestra redención y concede el rocío y la lluvia a la tierra, y sacia al mundo de los tesoros de tu bondad, y bendice la obra de nuestras manos. Bendito eres, Señor, que bendices los años.
10. Proclama nuestra liberación con la gran trompeta y alza una bandera para congregar a nuestros dispersos. Bendito eres, Señor, que reúnes a los desterrados de tu pueblo Israel.
11. Restaura nuestros jueces como en tiempos antiguos y nuestros consejeros como al principio, y reina sobre nosotros tú solo. Bendito eres, Señor, que amas el juicio.
12. Y que no haya esperanza para los apóstatas, y que el reino insolente sea pronto erradicado, en nuestros días. Y que perezcan pronto los herejes, y que sean borrados del Libro de la Vida, y que no sean inscritos con los justos. Bendito eres, Señor, que humillas al insolente.
13. Lluevan tus misericordias sobre los prosélitos justos, y otórganos un rico galardón, junto con aquellos que te son gratos. Bendito eres, Señor, apoyo de los justos.
14. Sé misericordioso, Señor Dios nuestro, con tus grandes mercedes para con Israel tu pueblo y para con Jerusalén tu ciudad, y para Sión, morada de tu gloria, y para con tu templo y tu habitación, y para la realeza de la casa de David, tu Mesías justo. Bendito eres, Señor, Dios de David, que edificas a Jerusalén.
15. Escucha, Señor Dios nuestro, la voz de nuestra plegaria y ten misericordia de nosotros, pues tú eres un Dios de gracia y de misericordia. Bendito eres, Señor, que escuchas la plegaria.
16. Que te agrade, Señor Dios nuestro, morar en Sión, y que tus siervos te sirvan en Jerusalén. Bendito eres, Señor, a quien adoramos con temor.
17. Te alabamos, Señor Dios nuestro y de nuestros padres, por toda la bondad y la gracia y las mercedes que nos has otorgado y que nos has hecho a nosotros y a nuestros padres antes que a nosotros. Y si decimos que nuestros pies resbalan, tu gracia, oh Señor, nos socorra. Bendito eres, Señor, el Bondadosísimo, tú has de ser alabado.
18. Derrama tu paz sobre Israel, tu pueblo, y sobre tu ciudad y sobre tu heredad, y bendícenos a nosotros todos. Bendito eres, Señor, que haces la paz.
Tenía lugar con la lectura en alta voz de la Torá y de los Profetas, así como de un sermón. La lectura de la Torá o Pentateuco se efectuaba en Palestina en un ciclo sucesivo de tres años, en el que se leían durante las diversas fiestas y los períodos preparatorios de las mismas pasajes relativos al momento que corría del calendario festivo del templo. Esto arrojaba ciento cincuenta y cuatro secciones para leer en cada sábado, aunque también podía haber otras distribuciones. A los pasajes pertinentes se les daba el nombre de Paras o Parasah. Eran leídos por un número de lectores elegidos previamente por la comunidad, o bien por una única persona, y la traducía al arameo (para quienes ya no sabían hebreo) un traductor, normalmente el mismo que leía; esta traducción se llamaba Targum. La lectura de los profetas (Nebiyim) venía al final, y se llamaba Haftará o «recitación de despedida», porque terminaba el servicio divino. Se leía la mañana del sábado y en los oficios de las grandes festividades; se elegía libremente, pero tenía que acomodarse a la lección de la Torá y explicarla y compendiarla en cierto modo. Cuando el niño alcanzaba la mayoría de edad religiosa, a los trece años, podía actuar por primera vez como lector y se le empleaba como tal; para ello se le consagraba como bar mistwá o «hijo de la obligación». El acto de sacar el rollo de la Torá del estante donde se guardaba, así como el de desenrollarlo y el de devolverlo a su estante, iban acompañados de ritos solemnes.
Seguía a la Haftará una prédica (darash), consistente en un breve discurso doctrinal y de consuelo, realizada normalmente por la misma persona que hacía las lecturas, el predicador o darsan, subido sobre un estrado o exedra.
Finalizaba el servicio con una bendición pronunciada por un sacerdote (Nm 6:22ss), a la que respondía la asamblea con el amén. Era así: «Que Yavé te bendiga y te guarde; que haga resplandecer su faz sobre tí y te otorgue su gracia; que vuelva a tí su rostro y te dé la paz». Si no había sacerdote entonces el hazán simplemente la recitaba.
Este era el orden que se seguía para el oficio matutino, pero por la tarde, el pueblo volvía a reunirse en la sinagoga, a la hora del sacrificio de la minjáh. La diferencia aquí es que no había lectura de los Profetas. También había oficios los lunes y jueves, los días de Luna Nueva y en las festividades. Todos seguían el mismo esquema.
Emil Schürer, Historia del pueblo judío en tiempos de Jesús, Ediciones Cristiandad, 1985.
Johannes Leipoldt y Walter Grundmann, El Mundo del Nuevo Testamento, dos tomos, Ediciones Cristiandad, 1973.