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El suceso con los mercaderes del Templo se trata de uno de los episodios peor entendidos y más tergiversados de la vida de Jesús. En muchos libros se ha venido en llamar «la expulsión de los mercaderes del templo» o cosas similares, pero es la forma de entender cómo ocurrió este suceso la que desvirtúa por completo la auténtica y genuina personalidad de Jesús.
El templo de Jerusalén era el centro y foco religioso de los judíos en la época de Jesús. Todas las esperanzas y anhelos espirituales de las gentes de esa época pasaban por este santuario de la ciudad santa. Por desgracia, esta atención también había conducido a un oportunismo comercial de quienes veían en las peregrinaciones y los ritos cultuales una forma de ganar un sustancioso dinero.
En este templo se llevaban a cabo grandes negocios vinculados a los servicios y ceremonias religiosas. Existía un floreciente comercio para proveer de los animales adecuados para los distintos sacrificios. Aunque estaba permitido que el interesado proveyera de su propio animal para el sacrificio, este animal debía estar libre de todo «defecto» en el sentido de que tenía que cumplir ciertas prescripciones de la ley levítica, y además, debía pasar una inspección por parte de los oficiales del templo. Estos inspectores seguían una interpretación de la ley, que como es fácil de imaginar, no estaba exenta de todo tipo de abusos. Por consiguiente, se había hecho práctica casi general adquirir en el templo mismo los animales para los sacrificios, comprándolos a vendedores que ponían sus puestos en los patios. Este lucrativo negocio, como no podía ser menos, no pasaba desapercibido para los dirigentes sacerdotales. Parte de las ganancias que se obtuvieran en el interior del recinto santo estaban obligadas a destinarse al tesoro del templo, pero la porción más grande terminaba indirectamente en las manos de las familias de los altos sacerdotes. Sólo una pequeña porción, aunque muy apetecible, paraba a manos de los propios vendedores. LU 173:1.1
Esta venta de víctimas sacrificales prosperaba porque, cuando alguien acudía a realizar un sacrificio y adquirir un animal, aunque el precio en el interior del templo fuera un poco más alto, tenía la garantía de que la ofrenda no sería rechazada a causa de posibles defectos reales o imaginarios. Se dio el caso en alguna época de aplicar exorbitantes sobrecargos al pueblo, especialmente durante las grandes fiestas nacionales. En algún momento, los codiciosos sacerdotes llegaron a exigir el equivalente de una semana de trabajo a cambio de un par de palomas, cuando en realidad deberían venderse a la gente pobre por unos pocos céntimos. Estas prácticas, más o menos acentuadas, continuaron en la época de Jesús, y aun después de su muerte, hasta que tres años antes de la destrucción del templo, en el 67 d.C., un grupo de revolucionarios destruyeron por completo estos mercados de abastecimiento. LU 173:1.2
Sin embargo, el tráfico de animales y de otras mercancías no era la única manera por la cual se profanaban los santos lugares. En esa época había un extenso sistema de intercambio bancario y comercial que se realizaba directamente dentro de los precintos del templo. LU 173:1.3
Durante la dinastía de los Asmoneos (164-63 a.C.) los judíos acuñaban su propia moneda de plata, y se había vuelto práctica habitual exigir que las tarifas del templo de medio siclo y todos los demás gravámenes se pagaran en esta moneda. Esta reglamentación necesitaba de la autorización de un número reducido de cambistas para canjear los muchos tipos de divisas en circulación por toda Palestina y demás provincias del imperio romano a este siclo de acuñación judía. El impuesto del templo por persona, que debían pagar todos excepto las mujeres, los esclavos y los niños, era de medio siclo. Sin emabrgo, la moneda con la que se obligaba a pagar era el siclo de Tiro, una moneda especial que valía dos siclos corrientes, del tamaño de la del euro de hoy, pero que valía fácilmente el equivalente a unos 96 euros[1]. Las familias pobres con muchos varones adultos tenían dificultades para hacer frente a este pago, pero lo que resultaba una desfachatez es que, en la época de Jesús, los sacerdotes habían sido eximidos del pago de las tarifas del templo. Para los demás, entre el 15 y el 25 del mes anterior a la Pascua, los cambistas acreditados instalaban sus puestos en las principales ciudades de Palestina, con el fin de proveer a los judíos con el dinero apropiado para pagar las tarifas del templo al llegar a Jerusalén. Después de este período de diez días, estos cambistas se trasladaban a Jerusalén y montaban sus mesas de cambio de divisa en los patios del templo. Se les permitía cobrar una comisión del 30%, o aún más, del 40% del valor de lo vendido, y en el caso de monedas de mayor valor podían llegar incluso al doble. Del mismo modo, estos banqueros del templo ganaban a través del cambio de toda moneda para la compra de animales sacrificatorios y para el pago de votos y de ofrendas. LU 173:1.3
Estos cambistas del templo no sólo tenían este comercio de banca lucrativa para el intercambio de las más de veinte tipos de monedas que podían usar los peregrinos que llegaban a Jerusalén, sino que llevaban también cualquier otro tipo de transacción propia de un banco. Tanto el tesoro del templo como sus rectores ganaban enormes sumas de dinero con estos intercambios. No era infrecuente que el tesoro del templo contuviera en monedas de la época más 207,5 millones de euros de hoy[2], mientras que la gente común languidecía en la pobreza y seguía obligada a pagar estas injustas contribuciones. LU 173:1.4
Fue en medio de esta multitud ruidosa de cambistas, mercaderes y vendedores de ganado, este lunes por la mañana, cuando Jesús intentó enseñar el evangelio del reino del cielo. Él no era el único en resentir de esta profanación del templo; la gente común, en especial los visitantes judíos venidos de provincias extranjeras, también se molestaban profundamente por esta degradación del santo lugar. LU 173:1.5
Esto es algo que el Maestro había criticado en numerosas ocasiones, al igual que otras prácticas religiosas absurdas y autoimpuestas por los líderes de su nación. Sin embargo, nunca había pretendido realizar ninguna acción con el objetivo de acabar con este comercio. Jesús bien sabía que intentarlo habría supuesto una inutilidad y una temeridad, puesto que hubiera acarreado un inmediato arresto, y por supuesto, los jefes sacerdotales no habrían desaprovechado la ocasión para acusarlo ante Roma de alborotador. Frente a este panorama, de nula solución, Jesús había optado por la calma y por tratar de seguir con sus predicaciones siempre que aquel caos se lo permitiera.
¿Qué sucedió entonces aquella mañana? Si leemos los evangelios y algunos libros que los comentan, veremos que hay muchos autores que no dudan en afirmar que Jesús llegó ese día al templo con la firme intención de expulsar, por la fuerza si fuera necesario, a estos mercaderes y cambistas. No dan, sin embargo, explicaciones satisfactorias de porqué Jesús eligió hacer esta audaz acción este día, y no en ninguna de las muchas otras ocasiones en que visitó la ciudad santa. Tampoco explican cómo es posible que un solo hombre, con un látigo en la mano, al parecer, consiguiera barrer todo aquello, llevándose por delante a hombres y animales.
Creo que todas estas percepciones están muy lejos de la auténtica personalidad del Maestro, y que, dejándose llevar por la literatura evangélica, muchos autores han distorsionado a Jesús con caracteres de súbitas reacciones coléricas.
Aquella mañana Jesús no acudió al templo con el seguro propósito de desmantelar aquella corrupción. El Rabí, más bien, se acercó a predicar en el interior de los patios del santuario tal y como había hecho de forma acostumbrada. El sanedrín, afortunadamente, se había atemorizado con la explosión popular ocurrida el día antes, la entrada triunfal en Jerusalén a lomos de un burrito, y dudaban de apresar al Maestro por temor a las posibles represalias del pueblo. El sanedrín imaginaba que la cálida recepción del pueblo hacia Jesús suponía que éste gozaba del favor de la multitud, y tenían miedo de que cualquier iniciativa contra él pudiera soliviantar a la muchedumbre. LU 173:2.1
La cuestión es que este temor del sanedrín le permitió a Jesús entrar este lunes en el templo sin problemas y sin visos de que pudieran molestarlo. Sin embargo, cuando llevaba escasamente unos minutos de predicación, varias circunstancias ocasionales que ocurrieron a un tiempo desencadenaron una indignación tan profunda en Jesús, que unida a su reprobación del comercio del templo, dieron lugar a unos hechos. Esas circunstancias (unos gritos más elevados de tono, un niño que no es capaz de controlar una manada de bueyes y un grupo de peregrinos en plena burla a un seguidor del Maestro), fueron más que suficientes. Jesús en ningún momento atacó a ninguna persona, ni con las manos, ni con ningún látigo. Es más, nadie salió herido ni magullado. Las cosas ocurrieron totalmente de otro modo.
Jesús lo que hizo tan sólo fue acercarse enérgicamente al niño que conducía los bueyes, y tras apoderarse de su látigo, reconducir las reses a su destino para que no molestaran más. Cuando llegó allí, en los corrales, con esa indignación tan profunda que llevaba, empezó una por una y abrió todas las jaulas dejando libres a los animales, que huyeron despavoridos viendo su ocasión de escapar. Esto evidentemente, provocó la confusión de los comerciantes, que en vez de agredir a Jesús, preocupados por los animales, intentaron recuperarlos.
Y la auténtica expulsión de los mercaderes ocurrió a partir de aquí, y no fue obra de Jesús. Un nutrido grupo de peregrinos que resentían de aquel comercio, encendidos por la actuación de Jesús, aprovecharon el caos para volcar todas las mesas de los tenderetes, derramando mercancías y desperdigando monedas. Después, echaron a los animales por completo de los corrales hacia las puertas de entrada y salida de reses. Y por último, con amenazas y seguramente blandiendo las manos, sacaron de allí a los mercaderes y se apostaron en las puertas para no dejar entrar a ninguno. Y todo esto, en apenas unos minutos. LU 173:1.7
Este tumulto, que por supuesto fue advertido por los guardias del templo, y lo que es peor, por los romanos que custodiaban el templo, desapareció tan rápido como se había formado. Para cuando se personaron en los patios, todo aparecía tranquilo y calmado. Más tranquilo que de costumbre.
Tampoco debe cometerse un error al considerar esta expulsión de los mercaderes. Los peregrinos no expulsaron a todos y cada uno de los mercaderes que en ese momento se encontraban en la llamada Explanada de los Gentiles. Este recinto era muy amplio (de unos 300 x 400 m), y sólo se realizó el desalojo de los que se encontraban en la parte próxima a donde predicaba Jesús.
Durante todo ese tiempo que duró la expulsión ni Jesús ni sus apóstoles o seguidores inmediatos movieron un músculo. Y esto sucedió así porque tenían instrucciones precisas de Jesús de no llevar a cabo actuación pública alguna. LU 173:0.1
Por consiguiente, Jesús se limitó a eliminar de la situación aquel elemento que le molestaba para su predicación: el inmenso vocerío de los animales que durante unos minutos estaba teniendo lugar. Su intención no era echar de allí a aquellas gentes, sino llamar su atención de que semejante caos no se podía permitir. El suceso, de no haber sido continuado por los peregrinos que lo secundaron, hubiera terminado en una ligera batalla dialéctica entre Jesús y los vendedores, éstos habrían hecho regresar a los animales a sus jaulas, y todo habría continuado igual. Por el contrario, el ímpetu de aquellos peregrinos hizo que esa mañana no se permitiera que pasase por allí ningún mercader.
La prueba de todo lo expuesto es que Jesús, al día siguiente, volvió a predicar en el templo, y no intentó expulsar a nadie de allí. Los vendedores, sin embargo, como podemos suponer, volvieron a colocar su mesas y continuaron con las ventas.
No completaríamos este comentario a los sucesos de este día, sin embargo, si no nos refiriésemos a la postura de Jesús hacia la utilización de la fuerza.
Para empezar, Jesús era un hombre pacífico. Era un hombre de paz. No deseaba el mal a nadie, ni siquiera a sus más enconados enemigos. No buscaba imponerse a nadie, ni rivalizar con nadie. Nunca utilizó la fuerza para imponerse sobre otra persona. Jesús siempre utilizaba la técnica de devolver el bien por el mal.
Cuando una persona nos agrede, el instinto mal formado nos empuja a agredir a nuestra vez al agresor. La represalia se suele considerar justificada, dando a entender que con ella evitamos que nos suceda algo peor, lo cual es lógico. Pero la técnica es imperfecta, porque el mal respondido con el mal sólo genera un mal mayor. Lo que suele suceder si respondemos a una agresión es que el agresor a su vez quiera continuar. Jesús siempre animaba a sus seguidores a que combatieran el mal —no pasivamente— sino mediante el bien. En este caso Jesús evitó infringir ningún escarnio a los vendedores, ni por supuesto al chiquillo que conducía los animales (probablemente estas personas no tenían la verdadera intención de molestar a Jesús), sino que eliminó tan sólo aquel elemento que le molestaba, el ruido y el desorden de la explanada.
La filosofía de Jesús ante una agresión física era similar. Si alguien te ataca es lógico que te apartes, incluso que pares el golpe. Pero no te es lícito responder a tu vez con otro golpe. ¡No hay justificación para la represalia! Si existe un elemento que perturba nuestra paz, sin nosotros haberlo provocado, es de justicia, eliminar dicho elemento. Pero no provocar otro nuevo. En una agresión injustificada que le hicieron a Jesús en una ocasión, el Maestro se limitó a decir: «Si he dicho algo incorrecto, ¿por qué me golpeas en vez de decirme qué ha sido?». Es decir, preguntó con calma a su agresor por la causa de la agresión, pero Él no atacó ni física ni verbalmente a su agresor.
Ahora bien, ante las prácticas injustas y esclavizantes que muchos poderosos de la época ejercían contra los contemporáneos de Jesús, el Maestro demostró la determinación de luchar por su defensa. El Rabí también detestaba ese mercadeo denigrante del templo que sólo servía para oprimir a la nación. Renegaba de tales prácticas, y por eso tuvo esta reacción súbita. Jesús justificaba de este modo toda reacción natural ante las actividades esclavizantes y opresoras de todos los pueblos y de todos los tiempos, pero nos dio un ejemplo de templanza. No hay justificación para el desagravio, para la respuesta rabiosa. Hay que acudir a la raíz de los problemas, no a generar otro con nuestras ansias de pelea.
Así lo expresa El Libro de Urantia:
Esta depuración del templo revela la actitud del Maestro hacia la comercialización de las prácticas religiosas, así como su abominación por todas las formas de injusticia y de especulación a expensas de los pobres y de los ignorantes. Este episodio demuestra también que Jesús no aprobaba que se rehusara emplear la fuerza para proteger a la mayoría de un grupo humano determinado contra las prácticas desleales y esclavizantes de unas minorías injustas que pudieran parapetarse detrás del poder político, financiero o eclesiástico. No se debe permitir que los hombres astutos, perversos e insidiosos se organicen para explotar y oprimir a aquellos que, a causa de su idealismo, no están dispuestos a recurrir a la violencia para protegerse o para promover sus proyectos de vida dignos de alabanza. LU 173:1.11
El siclo de Tiro equivalía a unos 64 ases romanos. Cada as romano, teniendo en cuenta un equivalente del coste de la vida actual (2025), podía representar como un euro y medio. Por tanto, el siclo de Tiro podía representar como unos 96€ actuales, con los que podían pagar el tributo dos varones adultos. Puede no parecer un impuesto muy caro pero hay que tener en cuenta que el sueldo medio de un artesano judío de tiempos de Jesús era impensable que superara el equivalente a 500€ mensuales (de 2025). Por eso 96€ en impuestos por cada dos varones podían resultar dramáticos para una familia. ↩︎
100 dólares americanos de 1935 equivalen, teniendo en cuenta la inflación total, a 2340 dólares de hoy (2025). El Libro de Urantia afirma que el tesoro del Templo podía contener más de 10 millones de dólares de 1935. Eso son 234 millones de dólares de 2025, o bien unos 207.5 millones de euros. ↩︎