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Tras el período del pueblo judío en el exilio y hasta los tiempos helenísticos el grupo de liderazgo indiscutible en Israel fueron los sacerdotes. Ellos organizaron la nueva comunidad, ellos perpetuaron las enseñanzas de la Torá y en sus manos estaba la dirección tanto espiritual como material de la comunidad.
Gradualmente, con el paso del tiempo, se formó al lado del grupo de los sacerdotes el de los escribas o maestros, sobre todo a partir del período de los Macabeos. Sin embargo, aunque eso significó un menoscabo del poder de los sacerdotes en cuanto a la dirección en la enseñanza de la Torá, no supuso ningún retroceso en el resto de sus atribuciones. Los sacerdotes, desde tiempo inmemorial, eran los únicos autorizados para realizar los sacrificios del templo. Eran un grupo muy cerrado. Sólo quienes pudieran demostrar una ascendencia concreta, que heredara del legendario Aarón, podía ser admitido como sacerdote. Aquello logró la pervivencia necesaria de los sacerdotes a pesar de su pérdida de autoridad en materia legal y educativa.
El único templo admitido por los judíos era el de Jerusalén, una peculiaridad que les distinguía del resto de pueblos del mundo, lo cual centralizaba y otorgaba un enorme poder a los escasos sacerdotes que debían atender este templo central de la fe judía. Todas las ofrendas sacrificiales, de las cuales los sacerdotes percibían una parte, debían ser efectuadas en el templo de Jerusalén, y no podían ser hechas a distancia. Aquella concentración de poder benefició de forma notable a la comunidad sacerdotal, que siempre fue un grupo privilegiado en el estatus de los grupos judíos.
La necesidad de asegurar una ascendencia legítima supuso una legislación muy estricta y rigurosa respecto a qué matrimonios eran válidos para un sacerdote. Existían registros en Jerusalén donde se consignaba la genealogía detallada de cada sacerdote, y cualquier aspirante a serlo debía preocuparse mucho de que esos registros se mantuvieran al día y sin errores.
A pesar de la rigurosidad, los sacerdotes podían casarse con mujeres que no fueran hijas de sacerdotes siempre y cuando no fueran prostitutas, mujeres sin virgnidad, divorciadas o presas de guerra (se las consideraba sin más sospechosas de poder haber sido violadas). Podían, eso sí, casarse con una viuda, pero sólo en algunas circunstancias. Todas estas normas tan cuidadosas tienen su origen en el libro Levítico (Lv 21:7-8).
El motivo de toda esta locura sobre ascendencias genealógicas está en el carácter sagrado que otorgaban los judíos a sus sacerdotes. Eran personas especiales, que no podían estar en contacto con nada que provocara impureza ritual. Sus ritos en el templo eran los únicos que el pueblo judío realizaba, por lo que se exigía de ellos que los hicieran en un estado de pureza extrema. Si los fariseos eran legalistas hasta la extenuación con estos temas, los sacerdotes lo eran tres veces más. A tal punto llegaba su obsesión por el tema de la pureza que nunca atendían ceremonias fúnebres. El potencial contacto con un cadáver les hubiera inhabilitado para realizar sus rituales, por lo que un sacerdote judío jamás oficiaba un funeral. Más aún, no participaban ni siquiera de las ceremonias de duelo por un familiar cercano. Dicho en breve: un sacerdote no debía estar jamás cerca de un cadáver, fuera el que fuera, incluso el de su propia mujer o de un hijo.
La pureza sacerdotal no incluía sólo el potencial contacto con cosas impuras, sino también cualquier problema físico del propio sacerdote. Enfermedades, deformaciones, manchas cutáneas, decenas de cosas podían inhabilitar a un sacerdote, ya de forma temporal, ya de forma permanente. Eso sí, siempre mantenían su estatus como sacerdotes durante toda su vida y seguían percibiendo su parte de ganancias del templo.
No se sabe con exactitud a qué edad podía alguien empezar su ejercicio del sacerdocio, pero se estima que era mínimo a los veinte años. El aspirante era examinado cuidadosamente, se verificaban sus genealogías, tanto por parte de padre como de madre, y si finalmente se le consideraba apto, se realizaba el acto de consagración.
Este rito duraba en total siete días y consistía (Ex 29, Lv 8) en un baño o bautismo de purificación, la entrega de las vestiduras sagradas y una serie de sacrificios rituales. Ciertas partes del cuerpo del aspirante debían ser rociadas de sangre sacrificial, así como sus vestiduras. La sangre, no lo olvidemos, se consideraba el elemento primordial para la limpieza total del individuo, pues eliminaba los pecados. Otro rito consistía en el «llenado de manos», es decir, en colocar en las manos del aspirante una porción del animal sacrificado. El rito de la unción parece que se reservaba sólo para el sumo sacerdote.
A pesar de que sólo había que atender un templo, y que el número de sacerdotes judíos era muy bajo comparado con el número de sacerdotes en otras religiones de aquel tiempo, aun así era lo suficientemente alto como para que no pudieran oficiar todos juntos. Por esa razón estaban divididos en veinticuatro familias o turnos. Del exilio en Babilonia regresaron sólo cuatro familias sacerdotales (Esd 10:18-22) pero luego estas familias se dividieron en grupos y se repartieron qué días les tocaría a cada uno atender en el templo.
Cada una de las veinticuatro secciones estaba a su vez dividida en otras. Su número variaba de cinco a nueve para cada turno. A las secciones principales se las daba la designación general de mhlqwt (clases) o bien de byt 'bwt (casas de padres) en cuanto a que cada una estaba formada por una familia, o msmrwt (vigilantes), por cuanto eran responsables del servicio del templo. En griego a las divisiones principales se las llamaba patria, efimeria o efimeris y las subdivisiones fulí. Los jefes de los turnos y subdivisiones se llamaban srym o r’sym, o también r’s hmsmr.
No todos los turnos tenían el mismo prestigio. El turno de Yoyarib, del que procedían los sumos sacerdotes y los príncipes asmoneos, tenía ventaja. Las familias de las que salían los sumos sacerdotes tenían más peso y autoridad que las familias de sacerdotes de poca monta. Las diferencias económicas y sociales entre unas familias de sacerdotes y otras era muy grandes. Las familias privilegiadas vivían en la opulencia, mientras que algunos sacerdotes, restringidos en sus retribuciones, podían llegar a quedarse en la indigencia. No es de extrañar que los sacerdotes pobres apoyaran la revuelta contra Roma cuando esta se produjo, cuando las familias sacerdotales pudientes estuvieron todas en contra.
En su origen los levitas no fueron más que sacerdotes y familias sacerdotales que realizaban rituales fuera del templo de Jerusalén. Cuando todo ritual fue prohibido excepto el de Jerusalén, entonces a los sacerdotes foráneos se les empezó a llamar levitas para distinguirlos de los sacerdotes de Jerusalén. En adelante ya no podrían seguir ejerciendo su actividad fuera de la ciudad santa. Finalmente la legislación estableció esta distinción y fue registrada (Nm 18:1-7). Los sacerdotes podrían oficiar en el altar y el santuario, mientras que los levitas realizarían el resto de servicios del tabernáculo, como degollar y preparar a las víctimas sacrificiales, pero jamás acceder al altar o al interior del santuario.
A efectos reales los levitas eran como una casta de sacerdotes. También formaban un grupo cerrado, también tenían que demostrar una ascendencia genealógica, en este caso como supuestos herederos de Leví, uno de los doce patriarcas de Israel, y también tenían que cumplir con un sistema riguroso de casamientos y consignación en los registros de su descendencia. Del mismo modo tenían una división en turnos de servicio. Inicialmente fueron muy pocos los que regresaron del exilio, pero con el tiempo adquirieron la misma división en veinticuatro grupos que los sacerdotes. Con el tiempo, y sobre todo hacia la época de Jesús y posterior, los levitas quedaron divididos en tres grupos: levitas en general, cantores del templo, y porteros. Cada uno con su propia organización en veinticuatro grupos, con jefes por cada grupo (rsym o srym) y cada uno con sus propias atribuciones.
Tanto sacerdotes como levitas no vivían únicamente en Jerusalén. La cifra de las familias que residían en la ciudad santa debía ser no más de un quinto de todo el número de sacerdotes y levitas que se distribuían por diferentes ciudades de Judea, Perea, Galilea y otras regiones.
Originalmente las cantidades que recibían los sacerdotes eran muy precarias. Con el paso del tiempo, el carácter divino que se otorgaba a la función sacerdotal hizo cobrar tal importancia a estos, que incluso los escribas, que desconfiaban muchas veces de ellos, no pudieron evitar que los impuestos o diezmos que se les otorgaban terminara por crecer (LU 69:5.9, LU 135:2.3).
En tiempos de Jesús los sacerdotes tenían derecho a obtener las siguientes ganancias por parte de todos los miembros del pueblo judío: de los sacrificios, de pagos en especie de productos agrícolas, y de pagos en especie de productos ganaderos.
En primer lugar, obtenían la totalidad de los sacrificios expiatorios y penitenciales. De los animales se quemaba en el altar la grasa, pero toda la carne pasaba a los sacerdotes. Esto en la antigüedad era al revés. Se hacía una ofrenda en el altar, pero toda la carne la consumía el oferente en un banquete ritual como parte de la ofrenda. (LU 125:1.4)
En segundo lugar, las ofrendas de grano también eran en casi su totalidad para los sacerdotes puesto que sólo se quemaba en el altar una pequeña parte. Estas ofrendas eran bastante frecuentes, aunque se pudiera esperar lo contrario. Se solían ofrecer por parte de individuos, pero resulta que eran un sacrificio complementario que había que realizar de forma obligatoria cada vez que se hacía un sacrificio de animales.
En tercer lugar, los panes de la proposición, unos panes que tenían que renovarse cada semana, también eran para los sacerdotes. No era una cuantiosa cantidad, pero también era para ellos. (LU 147:6.4)
Estos tres emolumentos eran ganancias de los sacerdotes, pero se consideraban «santísimos» y sólo podían ser consumidos dentro del templo y sólo por ellos, no por parientes.
Luego estaban lo que se conocía como «sacrificios de acción de gracias» o «sacrificios de comunión», en las que el oferente debía consumir una parte. Los sacerdotes percibían el pecho y la paletilla derecha, una parte nada desdeñable de cada animal, pero además podía ser consumido por ellos y por sus familiares fuera del templo.
Finalmente, estaban los sacrificios llamados «holocaustos», que eran los que se quemaban totalmente en el altar, y de los cuales los sacerdotes sacaban sólo las pieles, la menor ganancia. Aunque cuando se piensa en la cantidad de animales que se sacrificaban en un año, resultaba un ingreso realmente jugoso.
Los sacrificios, aunque ya representaban un buen monto para los sacerdotes, pues les proporcionaba buenas cantidades de carne, de grano y de pieles, y algunas de aquellas cosas podían ser vendidas fuera del templo, no eran más que una pequeña fracción de sus ganancias. El grueso de sus percepciones venían de pagos en especie o en dinero equivalente efectuados aparte de los sacrificios.
Uno de los pagos más importantes era las primicias o bikurim. Se ofrecían de las llamadas «siete especies», es decir, lo más cultivado en Palestina: trigo, cebada, uvas, higos, granadas, aceitunas y miel. La entrega solía efectuarse en verano. El punto de arranque del período en que podían ser entregadas lo marcaba el Shavuot, Pentecostés, y se tenía tiempo suficiente hasta Sucot, los Tabernáculos. La gente solía tomárselo de una forma muy festiva pues no en balde representaba un festejo el haber logrado terminar con la agotadora cosecha. Quienes vivían cerca de Jerusalén llevaban el producto fresco, y quienes vivían lejos lo llevaban desecado. Solían formar una procesión dirigida por un toro destinado a un sacrificio de comunión, con los cuernos dorados y coronado de ramas de olivo. La procesión era recibida de forme solemne por los sacerdotes, quienes guiaban a los lugareños hasta el templo para que hicieran entrega de sus canastos y cestas. Todo un tratado de la Mishná se dedicó a detallar lo relativo a estas bikurim. Las primicias no sólo eran una cantidad considerable de cosecha que era puesta en manos de los sacerdotes (cantidad difícil de cuantificar), sino también la parte mejor, los primeros frutos, y por tanto, los más frescos y de más calidad. Aquello evidentemente permitía a los sacerdotes revender ese producto con unas sustanciosas ganancias.
Otro de los pagos más importantes a los sacerdotes era la terumah, que era la quincuagésima parte de todo lo producido, no sólo de las especies importantes. Este dos por ciento de la producción del campo representaba otro cuantioso beneficio para el clero.
Pero el pago más cuantioso y más importante de todos era el diezmo. Una vez separadas las ofrendas anteriores del bikurim y del terumah, de todo lo demás, el agricultor debía reservar la décima parte que sería llevada a Jerusalén. Los evangelios explican muy bien hasta qué punto se tomaba el clero en serio la entrega de este pago. Todos los productos, hasta los menos valiosos, tenían la obligación de sufrir el diezmo. Incluso productos como la menta, el eneldo y el comino, de poco beneficio, tenían que pagarlo (Mt 23:23; Lc 11:42). Los cuantiosos ingresos por este concepto no iban destinados, sin embargo, a los sacerdotes de forma directa. Era en primer lugar para los levitas, que de otro modo no verían un solo ingreso, pero de forma indirecta los levitas debían ceder una décima parte a los sacerdotes.
Todavía peor era la situación para los sufridos contribuyentes de tiempos de Jesús si pensamos que después de separar ese diezmo todavía tenían que separar un segundo diezmo o maaser shení. Este, por lo menos, no iba destinado de forma directa a los sacerdotes o levitas. Era una cantidad que debía ser consumida en Jerusalén durante las festividades. Muchos judíos piadosos usaban este segundo diezmo para realizar sacrificios y ofrendas por lo que, si no todo, una buena parte terminaba también en manos del clero.
El último pago se llamaba «ofrenda de la masa» o hallah. Se aplicaba al trigo, la cebada, la espelta, la avena y el centeno. La ofrenda no debía hacerse en forma de harina sino de masa. Representaba una vigésimo cuarta parte de la cosecha de esos productos para un agricultor particular, y un cuadragésimo si era un panadero.
La antigua legislación establecía que el primogénito macho de los animales debía ser entregado en sacrificio a Dios. Luego esta legislación se modificó diciendo que debía ser puesta en manos de los sacerdotes. Además, aunque no existía tal legislación para los primogénitos humanos, se estableció que los niños debían ser rescatados del sacrificio mediante el pago de un impuesto (llamado «rescate»), que también iba a parar a manos de los sacerdotes.
Así pues teníamos los siguientes ingresos para los sacerdotes:
En el caso de animales que fueran sacrificados en el templo por la causa que fuera, entonces los sacerdotes tenían derecho a quedarse con tres porciones de todo el animal: la paletilla, las dos quijadas y el cuajar.
Por último, los sacerdotes también tenían derecho a otra parte de los ingresos ganaderos: los procedentes del esquileo. La cantidad mínima de ovejas, entre dos y cinco, para participar en este impuesto, hacía más leve su aplicación para familias pobres que sólo tenían unos pocos animales. Pero todos los demás tenían que entregar cinco sela de Judea, o diez de Galilea para satisfacer este impuesto[1].
Los emolumentos de los sacerdotes no acababan en todo lo anterior. Aún se podían entregar en el templo otra serie de ofrendas de las cuales los sacerdotes percibían una parte. Un individuo podía consagrarse a sí mismo, y para «rescatarse» entregaba un pago. Era una cantidad significativa: 50 siclos para un varón y 30 por una mujer. También podían consagrarse animales, casas y parcelas de tierra (LU 69:9.13). Los animales podían entregarse en especie, pero las propiedades, de nuevo, sólo se entregaban en dinero.
El anatema, que era una ofrenda votiva que no podía rescatarse, quedaba íntegra para los sacerdotes.
Por último, los bienes robados o adquiridos de manera ilícita, cuando era imposible devolverlos a sus legítimos dueños, era un dinero que se quedaban los sacerdotes con él. Por eso vemos a Judas Iscariote devolviendo las monedas del pago de su traición en el templo. No considera que haya adquirido esas monedas de forma lícita.
El medio siclo anual (o los dos dracmas o denarios) que todo judío estaba obligado a abonar a los sacerdotes en concepto de sostenimiento del templo ya no era algo orientado a la realización de un rito cultual. Era un simple y llano impuesto que fue introducido en tiempos recientes. En la antigüedad, el mantenimiento y los costes del templo corrieron a cargo del rey, pero luego se añadió como obligación de los ciudadanos judíos. Es mencionado por el evangelio (Mt 17:24) y estaba obligado a pagarlo todo israelita varón de veinte años en adelante, ya fuera rico o pobre, y tenía que pagarlo necesariamente en la moneda «oficial» de Tiro. El tiempo fijado para realizar el pago era el mes de adar (febrero-marzo), y el método que se seguía era mediante un recolector que iba por cada comunidad recopilando la colecta para luego enviarla a Jerusalén. (LU 173:1.3)
Otra tasa anual que se realiza a mediados del mes de ab era en concepto de leña para poder mantener el altar de los holocaustos. Cada familia aportaba lo que podía y se admitía cualquier tipo de leña, excepto la de olivo y vid.
No era infrecuente que muchos judíos devotos, al margen de todas las obligaciones anuales, aún así aportaran donaciones al templo. Era frecuente la ofrenda de objetos para ser utilizados como ornamentos en el templo, sobre todo en forma de racimos de oro para adornar el portal del templo, o para chapar puertas en oro. Se admitían incluso donaciones por parte de gentiles. En los evangelios tenemos la historia de una anciana pobre que aportó sus escasas monedas al tesoro del templo (Mc 12:41-44; Lc 22:1-4) en uno de los treces cofres con boca en forma de trompeta que servían para costear algunos gastos litúrgicos. Los sacerdotes también percibían una buena parte de ese dinero, pues se quedaban con una porción de los animales sacrificiales que se compraban con ese dinero.
Con esto concluye la serie de conceptos por los cuales los sacerdotes y los levitas percibían sus ingresos. Lo que no está claro para los expertos es si a estos ingresos contribuían todos los judíos, incluidos los que vivían en provincias romanas extranjeras, o bien sólo los habitantes de tierra santa. Desde luego nadie extranjero acudía a Jerusalén con productos en especie a no ser que la distancia hasta la ciudad fuera poca. Lo normal es que las contribuciones de los judíos de la diáspora fueran en dinero.
Un sela de Judea equivalía a dos siclos del templo, pero si era la moneda habitual de Galilea, como se acuñaba con menos plata, había que pagar más. ↩︎