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Me gustaría compartir algunas ideas, como introducción a un debate, en torno a este tema que nos une: «nacer del espíritu y la madurez espiritual». Se trata de esa experiencia humana, tan personal y singular, que hay entre cada persona y Dios.
El nacimiento indica el punto de partida de la existencia. Nacer es tener un impulso, una fuerza vital, que inaugura nuestra venida al mundo y continúa y se expresa en la vida biológica y cultural a través de la sucesión de los días hasta el punto de llegada: la muerte.
En cuanto a la madurez, muestra la culminación de un proceso de crecimiento y evolución satisfactoria, ya sea físico, intelectual, moral o espiritual. Análogamente, es también el estado de los frutos cuando están maduros, después de haber alcanzado su pleno desarrollo.
Este pequeño recordatorio conceptual nos permite acercarnos mejor a nuestro tema, que relaciona dos hechos: el nacimiento y la madurez, en relación con el espíritu. Podemos decir que el espíritu es lo contrario de la materia; es decir, aquello que se sitúa en nuestro interior, más allá̀ de la realidad material o física, pero también su fuente, Dios, nuestro Creador perfecto y nuestro final.
Así, nacer en el espíritu y tener madurez significa haberse originado en Dios y buscar producir los frutos del espíritu, existir en Dios y florecer en él.
Este problema parece fundamental, incluso crucial, para todo ser humano dotado de conciencia y voluntad, que no minimice su existencia en la satisfacción de sus necesidades animales y culturales, que olvida de manera molesta el Origen de todo ello, el divino Creador.
Esta pregunta abarca tanto a los que aspiran a Dios, a conocerlo, a nacer en él y desean alcanzar un alto nivel de su expresión, como a los que han nacido del espíritu, han experimentado su presencia y se fijan como meta manifestar la madurez espiritual en la supremacía de la existencia.
Esta problemática, que pone en escena al hombre y a Dios, es mantenida, independientemente de su grado de pertinencia o eficacia, por las religiones humanas. En efecto, el hombre es un ser social y como tal encuentra en la sociedad una o varias religiones como marco de expresión del vínculo entre el hombre y Dios. Las religiones han sensibilizado durante mucho tiempo y hasta cierto punto sobre la relación, yo diría sacrosanta, entre la criatura humana y el Creador divino.
Las religiones han empujado la rueda del nacimiento y la madurez espiritual, insistiendo continuamente en dos hechos principales:
Sin embargo, la historia de las religiones y de la evolución de la humanidad prueban ampliamente que los pueblos han privilegiado cada vez más los cultos, que se convierten en culturas, por no decir culturas socializadas, en detrimento de la afirmación clara de los profetas, que plantean la realidad primordial de Dios, sin la cual, además, los cultos no sabrían prosperar a nivel superior y espiritual.
Hoy en día, es fácil ver y comprender que el aspecto material y cultural ha primado sobre el aspecto espiritual y fraternal que induce la realidad divina. Así ocurre en todas las sociedades, con la complicidad de los seres malignos y del Maligno.
Además, mi experiencia espiritual personal me hace creer sin retrospectiva que no se puede nacer del espíritu sin la voluntad firme del ser humano. Es necesario tener el deseo, sentir la carencia y alimentar la ambición de conocer a nuestro Creador como Fuente de la Realidad para emprender con él, en tanto que esta relación es primordial. Es de orden óntico.
Mientras que el nacimiento biológico humano se hace sin nuestra voluntad, el nacimiento del espíritu se hace siempre con nuestra voluntad, con nuestro consentimiento. Por eso, nacer y existir humanamente no exige ninguna condición previa, pero el nacimiento espiritual supone imperativamente la voluntad del individuo y un mínimo de condiciones relativas a ella, para que el nuevo nacimiento brote entre los dos socios: el hombre y Dios.