© 2020 Michael Hill
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La Urantia Book Historical Society tiene un nuevo archivo | Volumen 14, Número 3, Oct. 2020 — Índice | Pensamientos para reflexionar en francés |
De Michael Hill, Oregón (Estados Unidos)
Nota de la redacción: Este artículo se publicó originalmente el 30 de mayo de 2020 en el periódico Gazette-Times de Corvallis (Oregón), en la columna «Voces interreligiosas», bajo el título «Un trozo de mi pastel de fe».
Me enseñaron que la creencia alcanza el nivel de la fe «cuando motiva la vida y modela la manera de vivir» LU 101:8.1 Mi fe en un Dios de amor, la fuente de toda la creación, toda la verdad, la belleza y la bondad, me inspira a amarlo a través del servicio.
Este es el credo que un amigo compartió conmigo: soy un hijo de Dios creado divinamente, infinitamente amado, espiritualmente habitado, evolutivo y con libre albedrío. Y creo, tengo fe en que es verdad.
También creo que Dios quiere que sea como él, que sea perfecto como él, así que me esfuerzo por vivir la vida de modo que refleje lo mejor posible cómo se puede vivir como alguien de este mundo. Me esfuerzo por mostrar los frutos del espíritu en mi vida: amor, alegría, paz, paciencia, gentileza, bondad, fe, longanimidad y templanza.
También me enseñaron que la verdadera fe «está basada en una reflexión profunda, en una autocrítica sincera y en una conciencia moral intransigente» LU 132:3.5 Lo tomo como una reflexión sobre la vida (sobre mis interacciones con la familia, amigos y extraños, seguida de una evaluación honrada de lo que veo) que me permite decidir si mis acciones están en consonancia con mis creencias, mi fe… si «hago lo que predico». Me esfuerzo por ser moral, ético, por ser siempre sincero y por tomar siempre el camino correcto.
Creo que hay un fragmento de Dios dentro de mí que siempre «me muestra el camino», y mi experiencia me ha demostrado que es cierto. Así que, en momentos de reflexión o de resolución de problemas, «escucho con el oído del espíritu» la voz de ese espíritu.
A veces surgen situaciones en mi vida (por lo general un conflicto con otra persona) que pueden necesitar meses para saber cómo tratar mejor al individuo de la manera que creo que Dios aprobaría.
Mi fe me ha enseñado el valor del autocontrol, de dominar mi lengua y mis emociones. He aprendido que, aunque como mamífero tengo sentimientos de ira, mi fe me da la fuerza para evitar que se expresen, y después de años de saber cuándo mantener la boca cerrada la necesidad de recordármelo ha disminuido en gran medida, así como la necesidad de que me lo recuerden.
Mi fe me ha enseñado a esforzarme por ser amable en las interacciones con los demás, a ser simplemente agradable, amable, respetuoso, considerado y cuidadoso, a ser generoso al expresar aprecio por los esfuerzos y las luchas de los demás.
Me crie en una familia cristiana, donde contaban más las palabras que los hechos, y cuando llegué a tener cierta autodeterminación empecé a buscar en otra parte las respuestas a las grandes preguntas de la vida: ¿por qué estoy aquí? ¿Por qué hay algo aquí? ¿Qué me pasa cuando mi cuerpo muere? ¿Hay un Dios? Preguntas con las que todos estamos familiarizados.
Pasé los últimos años de mi adolescencia leyendo libros arcanos, lanzando el I Ching («perseverancia más allá»), leyendo el Tarot y la Ouija, yendo a reuniones con médiums y cosas así. Y un día visité a mi vecino, que estaba a punto de ir a una reunión espiritual y llevaba un gran libro azul bajo el brazo. Me dejó que lo mirara y cerca de un mes después compré uno. Era El libro de Urantia. Fue hace más de 50 años, y sus enseñanzas y verdades, tal y como las he compartido en este artículo, continúan formando parte de los cimientos de mi vida.
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