© 2006 Olga López
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Parece evidente, al repasar la historia de la humanidad, que el ser humano ha ido recorriendo una serie de etapas bien diferenciadas. Estas etapas, sin embargo, no han sido iniciadas y superadas simultáneamente por todos los pueblos del mundo. ¿Podríamos afirmar que hoy día, en los comienzos del siglo XXI, no hay ni un solo pueblo en el mundo que esté todavía en el primero de los 3 estados que enunciaba el filósofo francés Comte en el siglo XIX[1]? Está claro, las generalizaciones son muy peligrosas. Siempre tendemos a proyectar nuestra cultura, nuestra visión del mundo, sobre pueblos que no viven esa cultura y cuya evolución ha ido por caminos muy alejados de la racionalidad que ha dado en llamarse «occidental».
El mundo es un mosaico de pueblos situados en diferentes niveles técnicos, culturales y religiosos. Como es imposible recoger todo este mosaico dentro de un esquema común, a partir de ahora me referiré siempre a la cultura, pensamiento y valores occidentales, donde está incluido (por supuesto) el cristianismo.
En nuestra sociedad occidental llevamos años viviendo tiempos de descreimiento, en un proceso que empezó en la Ilustración y cuyas consecuencias seguimos observando en nuestro tiempo. La influencia del cristianismo en todas las esferas de la sociedad hasta aquel entonces era tan grande que la religión, o mejor dicho su exclusiva propietaria, la iglesia, no sólo dictaminaba sobre qué se podía creer y en qué no, sobre qué era dogma de fe (y por tanto, ni discutible ni opinable) y qué era una herejía. También tenía el poder de decidir qué teorías científicas podían ser ciertas pues eran acordes con las Sagradas Escrituras. Y no sólo eso: los mismos científicos medievales y del Renacimiento no dudaban en incluir a Dios o a sus potencias celestiales para intentar explicar fenómenos físicos como el movimiento de los cuerpos celestes. La existencia de Dios era a menudo el punto de partida de muchos razonamientos científicos.
Mientras la ciencia se desarrolló bajo la tutela de la religión, pesó una dura losa sobre ella: el peso del dogma cristiano. Le llevó siglos levantar esa enorme piedra y comenzar a andar con cierta autonomía.
Desafortunadamente, el ser humano se libra de una esclavitud para abrazarse irreflexivamente a otra. En este proceso de humanismo progresivo que empezó en la Ilustración, Dios dejó de ser un postulado para convertirse en una quimera, en un consuelo para mentes débiles. A partir de entonces se sustituyó la fe incondicional en un Ser Supremo por la fe incondicional en la ciencia como fuente de respuestas capaces de dar sentido a nuestra existencia. Hubo incluso quienes la sustituyeron por un pesimismo nihilista.
La valoración de la ciencia se hizo en detrimento de la religión. Poco a poco la religión ha ido perdiendo su carácter de fuente de sentido, pues las respuestas que ofrecen las iglesias institucionalizadas no satisfacen completamente el ansia de verdad de los hombres. Éstas (y me refiero sobre todo a las tres religiones monoteístas: cristianismo, judaísmo e islamismo) han fosilizado la verdad, la han encorsetado en unos dogmas, en una doctrina. Y la verdad fosilizada es una verdad muerta.
Pero, ¿puede la ciencia por sí sola dar respuesta a todas las preguntas que los seres humanos se formulan? ¿Puede dar fundamento a la ética, a la vida en sociedad?
Esta sobrevaloración de la ciencia ha llevado al materialismo, a pensar que no hay nada más que la materia y que ésta se rige por leyes naturales y por el azar. Hoy día hay fundamentalistas científicos (mal llamados «escépticos») que consideran que la religión es un vestigio del pasado y que es absurdo, en pleno siglo XXI, ser religioso. La religión para el materialista es una muleta inútil con la que no es necesario caminar por la vida. Si Dios no puede aislarse en un tubo de ensayo, si no podemos verle con un telescopio, simplemente no existe y, por tanto, nuestra explicación del mundo debe excluir hasta la posibilidad de su existencia.
¿Y qué hay de la moral? Al ser despojada de su fundamento religioso, se dejó impregnar también por el materialismo imperante. La moral resultante es una moral hedonista (y egoísta) en la que se asocia felicidad con bienestar material. No hay más que lo que hay y debemos aceptarlo serenamente en toda su fatalidad. Lo mejor que podemos hacer es vivir nuestra vida de la mejor manera posible, intentando disfrutar al máximo de los placeres, pues la tumba será nuestra última morada y no habrá nada más.
Pero hay todavía una esclavitud mucho mayor que la de la ciencia, que condiciona y determina fuertemente nuestra vida en sociedad, y es la esclavitud del DINERO. El dinero determina lo que valemos y cómo vivimos. El Dios «de toda la vida» se ha puesto en duda; el dinero es el auténtico dios para mucha gente. Se busca el dinero no como un medio sino como un fin en sí mismo. Se busca tener mucho dinero para comprar bienes materiales, para tener poder sobre el mayor número posible de personas. ¿Cuántas veces hemos oído que «todos tenemos un precio»?
¿Dónde quedan, pues, los valores «humanistas» del altruismo y el amor al prójimo? ¿Cómo consideramos que alguien dé a cambio de nada? ¿Cuántas veces hemos oído identificar la bondad con la estupidez? El que da sin esperar recibir es, como poco, un memo que no ha entendido que el que da pierde lo que tiene de la forma más estúpida.
De modo que el ser humano se ha visto (y se ve) esclavizado, condicionado, mediatizado en mayor o menor medida por la religión, la ciencia y el dinero. Pero considero que estas esclavitudes en realidad no son tales, si se considera cada uno de estos elementos en su justa acepción, y actuando cada uno en su ámbito respectivo.
Si llevamos hasta sus últimas consecuencias la inexistencia de Dios, lo único que encontramos es el vacío, la desesperación más absoluta. ¿Qué sentido tiene hacer el bien, el amor hacia los semejantes, si todos esos sentimientos elevados que hemos experimentado están destinados a perecer con nuestro cuerpo físico? ¿Qué sentido tiene el aprendizaje por el que pasamos desde la cuna hasta la tumba si luego vamos a ser pasto de los gusanos? ¿Qué sentido tiene dar sin esperar nada a cambio? ¿Acaso no nos dicen que cualquier transacción debe ir destinada a obtener el máximo beneficio?
¿En serio creemos que obramos haciendo el bien porque tememos el castigo que nos espera si obramos mal? Si pensamos en la cantidad de gente que obra mal y no sólo no son castigados sino que parece que les va bien, no parece que sea éste el motivo por el que debamos obrar bien, por el que debamos regir nuestro comportamiento por el amor al prójimo.
No, indudablemente debe haber algo más. Y no anda muy lejos: está en el interior de todos nosotros. En cada uno de nosotros anida un impulso que nos empuja hacia el bien. Toda persona normal sabe cuándo está obrando bien y cuando está haciendo algo inadecuado. Y esto no se debe a la acción de ningún fantasma que nos maneja dentro de la máquina que es nuestro cuerpo. Tenemos una voluntad, estamos dotados de libre albedrío, no somos marionetas cuyos hilos son movidos caprichosamente por un ser superior.
La libertad es nuestro don más preciado como seres humanos. Libertad de elegir, libertad de creer, libertad de actuar. Entendiendo (por supuesto) que libertad y responsabilidad son conceptos indisolublemente ligados.
Hasta ahora nos hemos referido a la religión en cuanto institución que defiende un cuerpo doctrinal como «la Verdad». Pero, ¿qué pasaría si consideráramos la religión como «experiencia personal e intransferible entre uno mismo y Dios»? Sin dogmas pero con algo más que puro sentimiento. Sin fe ciega sino pasada previamente por la consideración de la razón, del intelecto. La existencia de un Ser Superior, un Creador de todo (y, por tanto, nuestro también) es indemostrable pero eso no implica que debamos rechazar la idea y vivir nuestra vida de espaldas a ella. Podemos partir de este «primer principio», considerando además que hemos sido creados libres hasta el punto de que nos es permitido negar a nuestro Creador, y fundamentar sobre él nuestros valores morales.
Si partimos del principio de que todo lo existente (ya sea materia viva o inerte) ha sido creado por una Inteligencia Superior con un propósito (aunque no podamos discernir este propósito en su totalidad), parece que la armonía del cosmos comienza a tener sentido. Pero aún más, si todos los seres humanos hemos sido creados por un Ser Superior, eso nos da automáticamente un sentido de fraternidad que debe ser la base de nuestros principios morales. Si «el otro» deja de ser un extraño para convertirse en hermano, la actitud para con él ha de ser necesariamente diferente. Deja de ser una «cosa» para convertirse en un «otro yo», con los mismos derechos que yo como persona. Se crea un vínculo más fuerte con el resto de seres humanos que simplemente el de pertenecer a eso que llamamos «humanidad».
La ciencia, aun proporcionando grandes respuestas, no puede ser la única fuente de sentido. La ciencia da cuenta de las realidades materiales e intenta dar explicación a éstas, pero nada puede decirnos de las realidades espirituales. La ciencia no puede por sí sola negar la existencia de estas realidades ni de Dios. No podemos pedirle lo que no puede ofrecernos. Por otro lado, sería absurdo buscar explicaciones en la religión (entendida como hemos especificado anteriormente) que están y que debemos buscar en la ciencia.
Esto no le resta importancia a la ciencia, antes al contrario: gracias a ella hemos podido comprender mejor el mundo que nos rodea y el cosmos en el que está inmerso. Pero debemos tener en cuenta que el conocimiento que nos brinda la ciencia no es conocimiento definitivo: las teorías que un día se aceptaron pueden quedar obsoletas con nuevos descubrimientos. El progreso científico es acumulativo: con el tiempo se descubren nuevos fenómenos que no son satisfechos por las teorías de ese momento, y se crean nuevas teorías que explican mejor los fenómenos detectados. Los científicos intentan descubrir los mecanismos subyacentes a los fenómenos físicos; las teorías científicas son aproximaciones al funcionamiento de estos mecanismos.
Es cierto que hay fenómenos inexplicables desde el punto de vista científico, y que son algo más que fraude y superchería. Pero el científico debería intentar aplicar con ellos el método científico en lugar de atacarlos sin más. Lo que hoy no es explicable científicamente puede serlo en un futuro no muy lejano, pero es indispensable tener una mente abierta, libre de prejuicios. Al fin y al cabo, la verdad puede estar en cualquier parte.
Si hay un enemigo que la ciencia debe combatir no es la religión (entendida como experiencia religiosa personal) sino la superstición. Religión y ciencia están en ámbitos distintos aunque reconciliables si se saben discernir sus respectivos alcances. Sin embargo, ¿qué podemos decir de la superstición? Está en todas partes porque la religión ha perdido su lugar en la sociedad, pero lo que no se ha perdido es el deseo de las personas de creer en algo que está por encima de ellos, que se escapa a su control. He ahí la creencia en un destino escrito en las estrellas, en las líneas de la mano, en las cartas del tarot, en los videntes de las líneas telefónicas, en las piedras «energéticas», en tantas y tantas cosas que se nos ofrecen sin cesar desde los medios de comunicación, sin necesidad de movernos de casa. Las personas ven su existencia con una gran incertidumbre que pretenden resolver con métodos adivinatorios o rituales supuestamente ancestrales.
Si la religión como experiencia personal ocupara el hueco que ha abierto el materialismo imperante en nuestra sociedad, el interés en otro tipo de respuestas al aparente sinsentido de la vida humana se vería considerablemente reducido, y podría redirigirse hacia la búsqueda de respuestas científicas.
Siendo la religión como experiencia personal la fuente de nuestros valores morales, considerando que «el otro» ya no es un extraño sino un hermano, un compañero de viaje en el largo camino de la existencia, el dinero adquiere también otra significación. La ética empieza a regir las transacciones económicas. Descubrimos que no todo tiene un precio, y las personas mucho menos. Si el egoísmo empieza a ser reemplazado por el altruismo, si consideramos que el dinero es un ídolo de barro y no el Dios que rige todos nuestros comportamientos sociales, el dinero deja de ser el Fin hacia el que se dirigen todos nuestros actos para convertirse en lo que siempre debió ser: un simple medio. Como tal medio no es ni bueno ni malo; en todo caso su bondad o su maldad dependerán del uso que le demos.
¿Qué pasaría si la estrategia del máximo beneficio fuera sustituida por la estrategia del mayor bien? Pues bien podría ser que habría menos «escandalosamente ricos», pero con total seguridad habría también menos «pobres de solemnidad». Podría suceder que, en lugar de buscar el beneficio económico en sí mismo, se buscara ayudar a los más desfavorecidos para que pudieran ganarse la vida por ellos mismos en el futuro. Esto es, dar cañas de pescar en lugar de peces. En ningún momento debería tomarse esto como caridad: no estamos hablando de paternalismos ni de dar dinero para aplacar el malestar de nuestras conciencias de occidentales satisfechos; estamos hablando de impartir justicia y de hacer con los demás lo que querríamos que hicieran con nosotros. ¿A quién le gustaría que le dieran una limosna, en lugar de darle los recursos para salir del hoyo por él mismo? Que el dinero circule con consideraciones éticas implica que la dignidad de todas las personas no debe verse pisoteada. Todo ser humano como tal merece un respeto.
Si fuéramos realmente conscientes de que somos libres y a la vez responsables de nuestros actos; si consideráramos que esto es así no sólo para nosotros mismos sino para el resto de seres humanos; si partimos de que somos hermanos pues hemos sido creados por un Ser Superior, Causa Primera y Creador de todo lo existente; si el sentimiento de fraternidad resultante nos empuja a conducirnos en todos los ámbitos (incluido el económico) según la regla de oro del imperativo categórico kantiano[2]; si dirigimos nuestra atención no a los designios de un hado caprichoso sino a la búsqueda de la verdad, en la que la ciencia nos puede brindar una inestimable ayuda, ¿no viviríamos en el mejor de los mundos posibles?
Estoy convencida de que así sería.
La «ley de los tres estados» de Comte afirma que la humanidad progresa recorriendo tres etapas: la primera es el estado teológico, que se caracteriza porque en ella los seres humanos buscan las explicaciones a los fenómenos en lo sobrenatural, en el poder de los dioses. A medida que la humanidad avanza se pasa al segundo estado, el metafísico, en el que se intenta fundamentar la realidad en conceptos abstractos, en entidades trascendentes. El callejón sin salida al que lleva aludir a conceptos metafísicos sólo puede ser evitado en el tercer estado, el estado positivo, donde el único punto de partida válido para todas las ciencias son los hechos observados, por ser la única base fiable de todo nuestro conocimiento, ya sea científico o social. ↩︎
Ésta es una de las formulaciones que hizo Kant de su imperativo categórico: «Obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un medio». ↩︎