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Como ya sabéis, las parábolas de Jesús no tienen una interpretación única, sino que sirven para evocar en nosotros imágenes e ideas elevadas, y nos ayudan a discernir la manera de progresar espiritualmente. Esa es la gran fuerza del uso de parábolas: la de trazar paralelismos entre el mundo material, que tan bien conocemos, y el mundo espiritual, que conocemos menos, con el fin de poder comprender mejor este último.
La parábola del grano de mostaza es una de las más conocidas que utilizó Jesús al referirse al desarrollo del reino de los cielos en el corazón de los hombres. Si hay una idea que destaca sobre las demás, en mi opinión, al leer sobre esta parábola, es la de progreso, evolución. El reino de los cielos, la realización de la paternidad de Dios y la fraternidad de los hombres, es un proceso que se desarrolla gradualmente, que nace como una semilla pequeña que hay que cuidar para que pueda crecer mucho y dar fruto.
Este paralelismo del reino de los cielos y del grano de mostaza aparece en documentos diferentes, por lo que me gustaría analizar cada uno de los párrafos donde aparece y compartir así las ideas que me sugiere esta parábola.
Aquella tarde, los tres apóstoles se escandalizaron cuando se dieron cuenta de que la religión de su Maestro no preveía el examen espiritual de sí mismo. Todas las religiones anteriores y posteriores a los tiempos de Jesús, incluido el cristianismo, prevén cuidadosamente un examen concienzudo de sí mismo. Pero no es así con la religión de Jesús de Nazaret; su filosofía de la vida carece de introspección religiosa. El hijo del carpintero nunca enseñó la formación del carácter; enseñó el crecimiento del carácter, declarando que el reino de los cielos se parece a un grano de mostaza. Pero Jesús no dijo nada que proscribiera el análisis de sí mismo como medio de prevenir el egotismo presuntuoso. LU 140:8.27
«El hijo del carpintero nunca enseñó la formación del carácter; enseñó el crecimiento del carácter».
No es necesario diseccionar ni analizar una semilla para que esta crezca. Del mismo modo, no es necesario que hagamos un examen concienzudo de nosotros mismos para crecer espiritualmente. Lo que importa es que progresemos, que pongamos en práctica nuestra fe en el vivir cotidiano. Podemos tener ideas muy elevadas, pero son los ideales los que nos hacen actuar para hacerlos realidad. Así es como crece la semilla que todos tenemos en nuestro interior.
Con esto no quiero decir que no debamos conocernos a nosotros mismos. Por supuesto, esto es fundamental, pues de este modo sabemos cuáles son nuestros puntos fuertes, aquellos que nos son útiles para crecer espiritualmente y servir a los demás, y nuestros puntos débiles, aquellos en los que debemos mejorar. Pero no deberíamos hacer una obsesión de la introspección, pues tendemos justamente a obsesionarnos con nuestros defectos y no ver más que lo negativo de nosotros mismos. Todos tenemos cosas buenas que ofrecer a los demás.
Después de algunas preguntas de la gente, Jesús contó otra parábola: «El reino de los cielos se parece a un grano de mostaza que un hombre sembró en su campo. Ahora bien, un grano de mostaza es la más pequeña de todas las semillas, pero cuando está maduro, se convierte en la hierba más grande de todas y se parece a un árbol, de manera que los pájaros del cielo pueden venir y reposar en sus ramas.» LU 151:4.2
«Un grano de mostaza es la más pequeña de todas las semillas, pero cuando está maduro, se convierte en la hierba más grande de todas y se parece a un árbol».
En el mundo espiritual, el crecimiento nunca es espectacular ni repentino. Siempre se produce de manera lenta pero segura, del mismo modo que una semilla germina para dar lugar primero a un pequeño brote, luego a una pequeña planta y después a un árbol, como en el caso de la semilla de mostaza. Así es como progresamos: ahora mismo somos apenas algo más que animales con voluntad, somos como pequeñas semillas que están luchando por brotar, pero estamos destinados a ser grandes árboles, que es lo que seremos cuando seamos finalitarios en el Paraíso. En el camino, habremos dejado de ser semillas para transformarnos en brotes cada vez mayores, hasta llegar al punto culminante de crecimiento (y ni siquiera ese será el fin). Ahora mismo no somos capaces de poner altura máxima al árbol de nuestro progreso espiritual, pues ni siquiera el Paraíso es la meta final. Al árbol supremo le seguirá el árbol último, y después… ¡quién sabe! La aventura de Dios Absoluto nos aguarda al final del camino para asomarnos con nuestras ramas al infinito.
«Los pájaros del cielo pueden venir y reposar en sus ramas».
Esto dice Jesús del árbol de la mostaza. Esta parte de la parábola me sugiere que debemos ser grandes para poder ser de ayuda a otros, para que podamos ser su punto de apoyo, su refugio, un puerto seguro para que nuestros semejantes puedan estar a salvo de las tormentas de la vida. No crecemos, no progresamos solo para nosotros, sino también para los demás. Pues no puede haber crecimiento ni progreso solo para uno mismo. Los talentos que se nos han dado no son solo para nosotros; si queremos que rindan hay que invertirlos en el servicio a nuestros semejantes.
[Los apóstoles] Consideraban la llegada del reino en el corazón de los hombres como un desarrollo gradual, semejante a la levadura en la masa o al crecimiento de la semilla de mostaza. Creían que la llegada del reino, en el sentido racial o mundial, sería al mismo tiempo repentina y espectacular. Jesús nunca se cansó de decirles que el reino de los cielos era su experiencia personal consistente en obtener las cualidades superiores de la vida espiritual; que esas realidades de la experiencia espiritual son transferidas progresivamente a unos niveles nuevos y superiores de certidumbre divina y de grandeza eterna. LU 170:2.16
«[Los apóstoles] Creían que la llegada del reino, en el sentido racial o mundial, sería al mismo tiempo repentina y espectacular.»
¿Por qué somos los humanos tan dados a los cambios repentinos y espectaculares? Quizá porque nos fascina demasiado lo repentino y lo espectacular, lo que sucede rápidamente y sin esfuerzo, lo que una querida amiga lectora (ya fallecida) denominaba «lo fenoménico». En esto la pereza que llevamos «de serie» nos juega malas pasadas. Lo queremos todo y lo queremos ya, sin ningún esfuerzo por nuestra parte. Queremos que alguien o algo nos cambie como por arte de magia, que el mundo cambie como por arte de magia. Y no hay magia en los asuntos del reino, sino trabajo paciente, constante y callado. No es un trabajo espectacular, no es vistoso, no es rápido, pero es enormemente efectivo y los resultados a la larga están asegurados.
«Jesús nunca se cansó de decirles que el reino de los cielos era su experiencia personal consistente en obtener las cualidades superiores de la vida espiritual; que esas realidades de la experiencia espiritual son transferidas progresivamente a unos niveles nuevos y superiores de certidumbre divina y de grandeza eterna.»
El progreso espiritual no tiene marcha atrás. En muchas ocasiones en nuestra vida creemos que hemos aprendido ciertas lecciones, pero la misma vida y los desafíos que comporta se encargan de ponernos en evidencia y de demostrarnos qué lecciones tenemos aprendidas y cuáles todavía no. En el progreso espiritual, las lecciones aprendidas lo son para siempre; podríamos decir que dejan de depender del tiempo, pues no importa las veces que se pongan a prueba: nuestra reacción siempre será la misma. Cuanto mayor es nuestra certidumbre, cuanto más grande es nuestra fe, más nos elevamos hacia niveles espirituales más altos.
Y por supuesto, el progreso espiritual es, por encima de todo, personal. No se progresa por seguir ciegamente unos preceptos o por creer en ciertos dogmas sin cuestionarlos. La fe debe ser viva y razonada, nunca ciega. El intelecto y las emociones, la cabeza y el corazón, deben ir de la mano en el crecimiento espiritual, nunca disociados.
Este evangelio del reino es una verdad viviente. Os he dicho que se parece a la levadura en la masa, y al grano de la semilla de mostaza; y ahora os afirmo que se parece a la semilla del ser vivo, que sigue siendo la misma de generación en generación, pero que se desarrolla infaliblemente en nuevas manifestaciones, y crece de manera aceptable en canales que se adaptan de nuevo a las necesidades y condiciones particulares de cada generación sucesiva. La revelación que os he hecho es una revelación viva, y deseo que produzca los frutos apropiados en cada individuo y en cada generación, de acuerdo con las leyes del crecimiento espiritual, de la mejora y del desarrollo adaptativo. De generación en generación, este evangelio debe mostrar una vitalidad creciente y demostrar una mayor profundidad de poder espiritual. No se debe permitir que se convierta en un simple recuerdo sagrado, en una simple tradición acerca de mí y de la época en que vivimos ahora. LU 178:1.15
«Este evangelio del reino… se parece a la semilla del ser vivo, que sigue siendo la misma de generación en generación pero que se desarrolla infaliblemente en nuevas manifestaciones, y crece de manera aceptable en canales que se adaptan de nuevo a las necesidades y condiciones particulares de cada generación sucesiva.»
En este párrafo aparece una idea muy interesante que no debemos dejar de pasar por alto, y es la de la continuidad del evangelio de una generación a otra. Pero esta continuidad no significa que el mensaje deba propagarse de manera rígida y dogmática, sino que ha de ser una transmisión viva, que se adapte a las circunstancias específicas y particulares de cada generación. No podemos hablar ni vivir la religión de Jesús de la misma manera que lo hacían el mismo Jesús y los apóstoles, sino que debemos adaptarla a nuestro tiempo y nuestras circunstancias manteniendo su esencia. Se supone que la humanidad ha progresado desde entonces, que los humanos que vivimos en el siglo XXI hemos avanzado a todos los niveles si nos comparamos con los que vivieron en el siglo I, y hay muchas pruebas que así lo demuestran. Pero el evangelio se nos dio para todos los humanos de todos los tiempos y sigue siendo tan necesario hoy como lo fue hace dos mil años.
La paternidad de Dios y la hermandad de los hombres siguen siendo ciertas hoy día, solo que, igual que hace dos mil años, todavía están lejos de ser vividas por todos y cada uno de los humanos que vivimos en este planeta. Y puesto que la humanidad no es la misma y hay otros problemas que obstaculizan la hermandad de los hombres, tenemos que buscar nuevas soluciones que nos lleven a hacer realidad el reino de los cielos en la tierra.
«De generación en generación, este evangelio debe mostrar una vitalidad creciente y demostrar una mayor profundidad de poder espiritual.»
De alguna manera, las enseñanzas de El libro de Urantia nos están mostrando la gran vitalidad y la gran vigencia de la religión que nos trajo Jesús de Nazaret. Tenemos una oportunidad única de mostrar al mundo esa vitalidad, de dar a conocer la religión de Jesús y no un pálido reflejo de esta. Pero el mundo no solo necesita bellas palabras, sino palabras puestas en acción. La profundidad de poder espiritual a la que alude Jesús es inseparable de la puesta en práctica de las enseñanzas del Maestro. Hemos tenido muchos siglos de teología, de dogmas y de tradiciones que se han ido despojando de su sentido original: ahora lo que nos hace falta es la religión viva de la experiencia personal con Dios, y que Jesús tanto se esforzó por transmitir a sus contemporáneos.
En definitiva, estas son las ideas fundamentales que creo que están encerradas en esta parábola acerca del reino de los cielos: