A la admirable, gloriosísima y verdaderamente gran señora del mundo; a la madre siempre virgen de Jesucristo, Dios y salvador nuestro; a la que es realmente madre de Dios, le son debidos perpetuamente justos homenajes de alabanza, honra y gloria de toda criatura que vive bajo el cielo, por el beneficio que recibió por su medio la creación entera en la economía del advenimiento carnal del unigénito Hijo y Verbo de Dios Padre.
Esta, después de que el Verbo divino, que de ella tomó realmente carne y se humanó por nosotros, consumó voluntariamente su pasión corporal, resucitó de entre los muertos y subió a los cielos, permaneció en compañía de los santos apóstoles, pasando un lapso de tiempo no pequeño en los alrededores de Judea y de Jerusalén y habitando, según dice la Sagrada Escritura [Io. 19,27], casi siempre en casa del apóstol virgen y amado del Señor.
Esta misma virgen gloriosísima y madre de Dios, pasado algún tiempo desde que los apóstoles se lanzaron a la predicación del evangelio por todo el mundo bajo el impulso del Espíritu Santo, abandonó la tierra de muerte natural.
Ahora bien, ha habido quienes han consignado por escrito las maravillas que tuvieron lugar por aquel tiempo en relación con ella, y casi la tierra entera celebra con toda solemnidad la memoria anual de su reposo, exceptuados unos pocos lugares, entre los cuales se encuentra el que circunda a esta metrópoli de los tesalonicenses, protegida por Dios. ¿Qué (haremos) pues? ¿Condenaremos la desidia o la indolencia de los que nos precedieron? Lejos de nosotros el decir esto, o ni aun siquiera pensarlo, ya que fueron ellos los únicos en legar a su patria, sancionado con leyes, este (privilegio) excepcional; me refiero a la costumbre de celebrar la memoria, no sólo de los santos locales, sino también la de aquellos en su mayor parte que lucharon por Cristo sobre la tierra, haciéndonos así familiares a Dios espiritualmente a base de sagradas reuniones y oraciones.
No fueron, pues, desidiosos o indolentes. Sucedió más bien que, si bien es verdad que los testigos de su muerte, (de María), describieron fielmente cuanto a ella se refiere, vinieron, sin embargo, después unos nocivos herejes que diseminaron su cizaña y depravaron los escritos. Esta es la razón por la que nuestros padres se mantuvieron alejados de ellos, por considerarlos en desacuerdo con la Iglesia católica. De aquí el que la fiesta cayera en olvido entre ellos.
Y no os extrañéis al oír que los herejes corrompieron tales escritos, ya que se les ha sorprendido haciendo cosas semejantes en distintas ocasiones con las cartas del divino Apóstol y aun con los santos evangelios. Pero no vayamos a despreciar los escritos verdaderos por la astucia de aquéllos, abominable para Dios; sino que, después de extirpar la mezcla dañina de la simiente, recogeremos y conmemoraremos con provecho de las almas y agrado de Dios lo que tuvo efectivamente lugar para gloria de Dios en relación con sus santos.
Pues así hicieron, según hemos averiguado, tanto los que últimamente nos han precedido a nosotros como los santos padres que vivieron antes que ellos: éstos, en lo que toca a los llamados viajes de los santos apóstoles Pedro, Pablo, Andrés y Juan; aquéllos, en lo concerniente a la mayor parte de los escritos sobre los mártires, portadores de Cristo. Pues es necesario algo así como limpiar, según lo que está escrito [Jer. 50, 26], las piedras del camino, para que no encuentre tropiezo el rebaño que Dios ha juntado.
Nosotros, pues, ya que, en provecho de esta metrópoli amada de Cristo y para que no se vea privada de ningún bien, es del todo necesario honrar sinceramente a María, siempre virgen y madre de Dios, (particularmente) con la celebración regocijada de su venerado reposo; nosotros, digo, hemos puesto a contribución justamente no pequeña diligencia, en orden a la excitación y edificación de las almas, para exponer a vuestros oídos, amigos de Dios, no todo lo que indiscriminadamente hemos encontrado escrito en diversos libros acerca de ella, sino sólo aquellas cosas que realmente tuvieron lugar, que como tales se recuerdan y que vienen siendo refrendadas hasta ahora por el testimonio de los lugares. Hemos, pues, recogido todo esto con temor de Dios y amor a la verdad, no haciendo caso de apreciaciones personales, cuya inserción se debe a la perfidia de quienes han falsificado estas cosas.
Oyendo, pues, con una compunción provechosa para el alma, las maravillas tremendas, magníficas y en verdad dignas de la madre de Dios, que tuvieron efectivamente lugar con motivo de su admirable dormición, ofreceremos, después de Dios, a María, la inmaculada señora y madre de Dios, el agradecimiento y el honor que le es debido, mostrándonos a nosotros mismos dignos de sus dádivas por nuestras buenas obras. Y vosotros, después de recibir este pequeño (testimonio) de nuestro amor y de dar vuestro beneplácito a la diligencia con que os exhortamos por el presente escrito a cosas mejores, corresponded con vuestro amor, como hermanos e hijos queridos en el Señor, recabándonos la ayuda de Dios por medio de una oración continua; pues suya es la gloria, la honra y el poder por los siglos de los siglos. Amén.
Cuando María, la santa madre de Dios, iba ya a desprenderse del cuerpo, vino hacia ella el gran ángel y le dijo: OMaría, levántate y toma esta palma que me ha dado el que plantó el paraíso; entrégasela a los apóstoles para que la lleven entre himnos ante ti, pues dentro de tres días vas a abandonar el cuerpo. Sábete que voy a enviar a todos los apóstoles a tu lado; ellos se preocuparán de tus funerales y contemplarán tu gloria hasta que (por fin) te lleven al lugar que te está reservado». Y María respondió al ángel, diciéndole: « ¿Por qué has traído esta palma solamente y no una para cada cual, no sea que, al dársela a uno, murmuren los demás? ¿Y qué es lo que quieres que haga o cuál es tu nombre para que se lo diga, si me lo preguntan ?» Respondióle el ángel: ¿Por qué inquieres mi nombre ? ; pues causa admiración (sólo) eI oírlo. No titubees en lo concerniente a la palma, porque muchos serán curados por su medio y servirá de prueba para todos los habitantes de Jerusalén. Al que, por consiguiente, da crédito, se le manifiesta; y al que no cree, se le oculta. Ponte, pues, en camino de la montaña».
Entonces María echó a andar y subió al monte de los Olivos, mientras iba brillando ante ella la luz del ángel y tenía en sus manos la palma. Y, cuando llegó al monte, éste se alegró juntamente con todas las plantas que allí había, hasta el punto de que éstas inclinaban sus cabezas y (la) adoraban. María se turbó al ver esto, pensando que estaba Jesús, y dijo: ¿Eres tú, por ventura, el Señor, pues por ti se ha obrado tal maravilla, ya que estas plantas te han adorado ? Porque digo yo que nadie puede hacer un portento semejante, sino el Señor de la gloria, el que se dió a si mismo a mí».
Entonces le dijo el ángel: «Nadie puede hacer prodigios si no es por su mano, pues El comunica virtud a cada uno de los seres. Yo soy el que tomo las almas de los que se humillan a sí mismos ante Dios y el que las traslado al lugar de los justos el mismo día en que salen del cuerpo. Y por lo que a ti se refiere, si llegas a abandonar el cuerpo, yo mismo en persona vendré por ti».
Dícele entonces María: «Señor mío, ¿en qué figura vienes a los elegidos ? Dime, pues, lo que es; dímelo para que yo obre (como conviene) cuando vengas a asumirme». El le responde: ¿Qué es lo que tienes, Señora? Has de saber que, cuando envíe por ti el Señor, no vendré yo sólo, sino que acudirán también todos los ejércitos angélicos e irán cantando ante ti». Y el ángel, en diciendo esto, se hizo como luz y subió al cielo.
María, por su parte, volvió a su casa. Y al instante se conmovió el edificio por la gloria de la palma que estaba en su mano. Y, después que hubo cesado la conmoción, entró en su cámara secreta y dejó la palma sobre un lienzo finísimo. Entonces se puso a orar al Señor, diciendo: «Escucha, Señor, la oración de tu madre, María, que clama a ti, y envía sobre mí tu benevolencia; y que ningún genio maligno venga a mi presencia en el momento aquel en que vaya a salir del cuerpo, sino cumple más bien lo que dijiste cuando lloré en tu presencia diciendo: ¿Qué haré para evadirme de las potestades que vengan sobre mi alma ? Y me hiciste la siguiente promesa: No llores; no son ángeles, ni arcángeles, ni querubines, ni serafines, ni ninguna otra potestad, los que han de venir por ti; sino que yo mismo en persona vendré a recoger tu alma. Ahora, pues, se ha acercado el dolor a la parturiente». Y se puso a orar diciendo: «Bendigo la luz eterna en que habitas; bendigo toda plantación de tus manos, que permanece por los siglos. Santo, que habitas entre los santos, escucha la voz de mi oración».
Y, en diciendo esto, salió y dijo a la doncella de su casa: «Oye, vete a llamar a mis parientes y a los que me conocen, diciéndo(les): María os llama». La doncella marchó y avisó a todos en conformidad con lo que se le había mandado. Y, después que aquéllos hubieron entrado, les dijo María: «Padres y hermanos míos, venid en mi socorro, pues voy a salir del cuerpo para mi eterno descanso. Levantaos, pues, y hacedme un gran favor. No os pido oro ni plata, ya que todas estas cosas son vanas y corruptibles; sólo os pido la caridad de que permanezcáis conmigo estas dos noches y de que cada uno de vosotros tome una lámpara, sin que la deje apagarse durante tres días consecutivos. Yo, por mi parte, os bendeciré antes de morir».
E hicieron tal como les había indicado. Y la noticia fué transmitida a todos los conocidos de María y a sus parientes, por lo que todos ellos se reunieron a su lado. Volvióse María y, viendo a todos presentes, elevó su voz diciendo: «Padres y hermanos míos, ayudémonos mutuamente y vigilemos después de encender las lámparas, pues no sabemos a qué hora ha de venir el ladrón [Mt. 24,43], ha sido dado a conocer, hermanos míos, el momento en que voy a partir; lo he sabido y he sido informada sin que el miedo me invada, pues es (un fenómeno) universal. Al que únicamente temo es al insidiador, a aquel que hace la guerra a todos; sólo que no puede prevalecer contra los justos y contra los fieles; mas se apodera de los infieles, de los pecadores y de los que hacen su voluntad, obrando en ellos lo que le place. Pero de los justos no se apodera, porque (este) ángel malo no tiene nada en ellos, sino que, avergonzado, huye de su lado. Es de saber que son dos los ángeles que vienen por el hombre: uno el de la justicia y otro el de la maldad. Ambos entran en compañía de la muerte. Esta (al principio) molesta al alma, (después) vienen estos dos ángeles y palpan su cuerpo. Y, si ha hecho obras de justicia, el ángel bueno se alegra por esto, pues el ángel malo no tiene nada en él. Entonces vienen más ángeles sobre el alma, cantando himnos ante ella hasta el Jugar donde están todos los justos. Mientras tanto, el ángel malo se aflige, pues no tiene parte en él. Pero, si se da el caso de uno que haya obrado la iniquidad, se alegra también aquel (ángel malo) y toma consigo otros espíritus malignos y se apoderan (todos) del alma, arrancándola. Mientras tanto, el ángel bueno se aflige en extremo. Ahora, pues, padres y hermanos míos, ayudémonos mutuamente para que nada malo se encuentre dentro de nosotros».
Después que habló así María, dijéronle las mujeres: « ¡Oh hermana nuestra, que has llegado a ser madre de Dios y señora de todo el mundo! , por más que todos tengamos miedo, ¿qué tienes tú que temer, siendo la madre del Señor? Porque, iay de nosotros! , ¿adónde habremos de huir, si tú dices estas cosas? Tú eres nuestra esperanza. ¿Qué vamos, pues, a hacer o adónde vamos a huir nosotros, los más insignificantes? Si el pastor tiene miedo del lobo, ¿adónde huirán las ovejas Lloraban, pues, todos los circunstantes, y María les dijo: «Callad, hermanos míos, y no lloréis; alabad más bien a la que en el momento presente se encuentra en medio de vosotros. Os ruego que no lloréis en este lugar a la virgen del Señor, sino que, en lugar de lamentaros, entonéis salmos para que la alabanza se propague a todas las generaciones de la tierra y a todo hombre de Dios. Entonad salmos en lugar de lamentos, para que, en lugar de llanto, se convierta en bendición para vosotros».
En diciendo esto, María llamó a todos cuantos se encontraban junto a ella y les dijo: «Levantaos y orad». Y, después de hacer oración, se sentaron dialogando entre sí sobre las maravillas de Dios y los portentos que había obrado. Y, mientras se encontraban así charlando, he aqui que se presenta Juan, el apóstol, llamando a la puerta de María. Después abrió y penetró dentro. Pero María, al verlo, sintió turbación en su espíritu y sollozó y lloró, hasta que luego se puso a gritar diciendo a grandes voces: «Juan, hijo mío, no olvides la recomendación que te hizo tu Maestro en relación conmigo cuando yo estuve llorándole junto a la cruz y le dije: Tú te vas, Hijo mío, y ¿a quién me dejas confiada? ¿Con quién habitaré? Y me dijo mientras tú estabas presente y lo oías: Juan es el que te ha de guardar. Ahora, pues, hijo, no eches en olvido las recomendaciones que te fueron hechas por causa mía y acuérdate de que Él te hizo a ti objeto de un amor especial entre todos los apóstoles. Recuerda que fuiste el único que pudiste reclinarte sobre su pecho. Recuerda que sólo a ti confió su secreto cuando estabas reclinado sobre su pecho, secreto que nadie ha conocido fuera de ti y de mí, ya que tú eres el virgen y (el) elegido. En cuanto a mí, no quiso contristarme, pues vine a ser su habitación. Y así le dije: Dame a conocer qué es lo que has dicho a Juan. Y Él te dió órdenes y tú me lo participaste. Ahora, pues, Juan, hijo mío, no me abandones».
María, mientras decía esto, lloraba suavemente. Pero Juan no pudo resistir sin que se turbara su espíritu. Y no entendió qué era lo que le estaba diciendo, pues no cayó en la cuenta de que iba a salir del cuerpo. Entonces le dice: «María, madre del Señor, ¿qué quieres que te haga? Ya he dejado mi diácono a tu servicio para que te presente los alimentos. No quieras que vaya a quebrantar el mandato que me dió el Señor al decirme: Recorre todo el mundo hasta tanto que sea destruido el pecado. Descúbreme, pues, ahora el dolor de tu alma. ¿Es que te falta alguna cosa P.» Y María le dice: «Juan, hijo mío, no necesito cosa alguna de este mundo; pero, puesto que pasado mañana salgo de este cuerpo, te ruego uses conmigo de caridad y pongas a buen recaudo mi cuerpo, depositándolo a él solo en un sepulcro. Y monta guardia en compañía de tus hermanos los apóstoles, a causa de los pontífices. Pues les he oído decir con mis propios oídos: Si encontramos su cuerpo, lo haremos pasto de las llamas, pues de ella nació aquel seductor».
Cuando oyó decir Juan que iba a salir del cuerpo, cayó de rodillas y dijo entre sollozos: ¡Oh Señor!, ¿quiénes somos nosotros para que nos hayas hecho ver estas tribulaciones ? Todavía, en efecto, no habíamos olvidado las primeras, y he aquí que hemos de sufrir otra. ¿Por qué no salgo yo también del cuerpo, para que tú me protejas, oh María?»
Cuando María oyó a Juan llorar y decir estas cosas, rogó a los presentes que callaran (pues estaban también ellos llorando), y asió a Juan diciéndole: «Hijo mío, sé magnánimo juntamente conmigo, dejando de llorar». Entonces Juan se levantó y enjugó sus lágrimas. Después le dijo María: «Salte conmigo y ruega a la gente que cante himnos mientras yo te esté hablando a ti». Y, mientras ellos salmodiaban, introdujo a Juan en su propia cámara y le mostró su mortaja y todo el equipo de su (futuro) cadáver, diciendo: «Juan, hijo mío, ves que nada poseo sobre la tierra, fuera de mi mortaja y de dos túnicas. Sábete que hay aquí dos viudas; cuando muera, pues, dales una de éstas a cada una». Después le llevó al lugar donde estaba la palma que le había sido dada por el ángel, y le dijo: «Juan, hijo mío, toma esta palma para que la lleves delante de mi féretro; pues esto me ha sido ordenado». Él replicó: «No puedo tomarla sin (el consentimiento de) mis hermanos en el apostolado, estando ellos ausentes, no sea que, cuando vengan, haya murmuraciones y quejas entre nosotros, ya que hay uno que está constituído como el mayor sobre todos. Pero, si nos reunimos, habrá concordia».
Y en el momento mismo en que ellos salieron de la cámara, sobrevino un gran trueno, de manera que todos los presentes fueron presa de la turbación. Y, cuando cesó el ruido del trueno, los apóstoles fueron aterrizando a la puerta de María en alas de las nubes. Venían en número de once, cada uno volando sobre una nube: Pedro el primero y Pablo el segundo; éste viajaba también sobre una nube y había sido añadido al número de los apóstoles, pues el principio de la fe se lo debía a Cristo. Después de éstos se reunieron también los otros apóstoles a las puertas de María cabalgando sobre nubes. Se saludaron mutuamente y se miraron unos a otros, pasmados al ver cómo habían venido a encontrarse en el mismo sitio. Y dijo Pedro: CHermanos, hagamos oración a Dios, que nos ha reunido, sobre todo por encontrarse entre nosotros el hermano Pablo». Cuando Pedro hubo dicho estas palabras, se levantaron (todos) en actitud de orar y elevaron su voz diciendo: «Roguemos para que nos sea dado a conocer por qué Dios nos ha congregado». En tonces cada uno hizo reverencia al otro para que orase.
Dícele, pues, Pedro a Pablo: «Pablo, hermano mío, levántate y ora antes de mí, pues me embarga una alegría inenarrable por haber llegado tú a la fe de Cristo». Pablo le dijo: «Dispénsame, Pedro, padre (mío), pues no soy más que un neófito y no soy digno de seguir las huellas de vuestros pies; ¿cómo, pues, voy a ponerme a orar antes que tú ? Tú eres, en efecto, la columna luminosa, y todos los hermanos presentes son mejores que yo. Tú, pues, ¡Oh padre!, ruega por mí y por todos para que la gracia del Señor permanezca en nosotros».
Entonces se alegraron los apóstoles por la humildad de Pablo y dijeron: «Padre Pedro, tú has sido constituído jefe de nosotros; ora tú el primero». Pedro, pues, se puso en oración, diciendo: «Dios nuestro padre y el Señor Jesucristo os glorificarán de la misma manera que es glorificado mi ministerio, porque yo soy siervo y mínimo entre los hermanos. De la misma manera que fui elegido yo, así lo fuisteis vosotros, y es idéntico el llamamiento que se hizo a todos nosotros. Por consiguiente, todo el que glorifica al prójimo, es a Jesús a quien glorifica, no a un hombree Pues éste es el mandato del Maestro: que nos amemos mutuamente».
Después Pedro extendió las manos y dió gracias de esta manera: «Señor omnipotente, que estás sentado sobre los querubines [4 Reg. 19,15] en las alturas y miras las cosas humildes (Ps. 112,6) que habitas una luz inaccesible [2 Tim. 6,16]; tú resuelves las cosas difíciles [Dan. 5,12], tú descubres tesoros escondidos [Ism 45, 3], tú has sembrado en nosotros tu bondad. Pues ¿quién hay misericordioso entre los dioses como tú? Y no has retirado tu misericordia de nosotros [2 Mach. 6,16], pues libras de los males a todos los que esperan en ti; tú que vives y que has vencido a la muerte, desde ahora y por los siglos de los siglos. Amén». Y saludó a todos de nuevo.
Y al momento apareció Juan en medio de ellos, diciendo: «Bendecidme también a mí todos». Y le fué saludando cada uno según su orden. Y, después del saludo, Pedro le dijo: «Juan, amado del Señor, ¿cómo has venido aquí y de cuántos días dispones Juan respondió: «Sucedió, encontrándome yo en la ciudad de Sardes explicando la doctrina hasta la hora nona, que descendió una nube sobre el lugar donde estábamos reunidos y me arrebató en presencia de todos los que conmigo estaban, trayéndome hasta aquí. Golpeé la puerta y, cuando me abrieron, encontré toda una multitud rodeando a nuestra madre María, quien me dijo: Voy a salir del cuerpo. Yo no pude aguantar en medio de los que estaban a su alrededor, y el llanto me venció. Ahora, pues, hermanos, si entráis de madrugada hasta ella, no lloréis ni os turbéis, no sea que, viéndoos llorar los que están a su alrededor, duden acerca de la resurrección y digan: También ellos tuvieron miedo a la muerte. Animémonos más bien a nosotros mismos con las palabras del buen Maestro».
Entraron, pues, los apóstoles de mañana en casa de María y dijeron a una voz: «Bienaventurada María, la madre de todos los que se salvan, la gracia está contigo». María, por su parte, les dice: « ¿De qué manera habéis entrado hasta aquí o quién es el que os ha anunciado que estoy para salir del cuerpo ? ¿Y cómo habéis venido a reuniros en este lugar? Pues os veo juntos y me alegro». Y le fué diciendo cada cual el país desde donde había sido trasladado y cómo, arrebatados por las nubes, habían venido a reunirse allí. Entonces la glorificaron todos, diciendo: «Bendígate el Señor, que salva a todos». Se regocijó María en espíritu y dijo: «Te bendigo a ti, de quien todos han recibido las bendiciones; bendigo la habitación de tu gloria; te bendigo a ti, dador de la luz, que quisiste ser huésped en mi seno; bendigo todas las obras de tus manos, las cuales te obedecen con todo rendimiento; te bendigo a ti, que nos has bendecido a nosotros; bendigo las palabras de vida que salen de tu boca, y que nos han sido dadas en verdad. Creo que todo cuanto has dicho, se realiza en mí; pues dijiste: Te enviaré todos los apóstoles cuando vayas d salir del cuerpo, y helos aquí reunidos, estando yo en medio de ellos como una vid fructífera, como cuando estaba en tu compañía. Te bendigo con toda bendición; cúmplanse en mi también las demás cosas que dijiste, pues me hiciste esta promesa: Has de verme cuando salgas del cuerpo».
En diciendo esto, llamó a Pedro y a todos los apóstoles y les introdujo en su cámara, donde les mostró su mortaja. Después salió y se sentó en medio de ellos, mientras iban ardiendo las lámparas. Pues no las habían dejado apagar, como les había ordenado María.
Cuando se puso, pues, el sol (era a la sazón el día segundo), yendo ya a salir ella del cuerpo, dijo Pedro 8 todos los apóstoles: «Hermanos, el que tenga palabra de edificación, que la diga y adoctrine al pueblo durante toda la noche». Dijéronle los apóstoles: ¿Y quién (de nosotros) es antes que tú ? Nos alegraremos extraordinariamente si nos es dado oír tus instrucciones».
Entonces Pedro empezó a decir: «Hermanos míos y todos cuantos habéis venido a este lugar en esta hora en que va a partir nuestra madre María: los que habéis encendido estas lámparas visibles con el fuego terreno, habéis hecho bien; pero quisiera yo también que cada uno tuviera su lámpara inmaterial en el siglo que no tiene fin. Me refiero a la lámpara del hombre interior, que consta de tres pábilos, esto es: nuestro cuerpo, nuestra alma y nuestro espíritu. Pues si brillan estas tres cosas con el verdadero fuego por el que lucháis, no os avergonzaréis cuando entréis en la boda a descansar con el Esposo. Esto es lo que (ahora) sucede con nuestra madre María; pues la luz de su lámpara ha llenado la tierra y no se apagará hasta la consumación de los siglos, para que todos los que quieran salvarse tomen ánimo por ella. Porque no habéis de pensar que es muerte (auténtica) la de María. No es muerte, sino vida eterna, porque la muerte de los justos es alabada por Dios [Ps. 115,151]. Pues ésta es la (verdadera) gloria, y la segunda muerte no podrá causarles molestia alguna».
Y, mientras Pedro estaba aún hablando, brilló una gran luz dentro de la casa en medio de todos, de manera que palidecieron sus lámparas. Y se dejó sentir una voz que decía: «Pedro, háblales sabiamente las cosas que puedan aguantar. Pues el médico más competente aplica el remedio según las dolencias de los pacientes y la nodriza da abrigo proporcionado a la edad del mñoo. Pedro levantó entonces su voz y dijo: «Te bendecimos a ti, ioh Cristo!, que eres el timón de nuestras almas».
Y luego, dirigiéndose a las virgenes que allí se encontraban, dijo: «Oíd (cuál es) vuestro privilegio, vuestra gloria y vuestra honra. Porque dichosos todos aquellos que guardan el hábito de su pureza. Escuchad y aprended lo que dijo nuestro Maestro (a este respecto): Semejante es, dice, el reino de los cielos a unas vírgenes [Mt. 25,1]. No dijo: es semejante a mucho tiempo, pues el tiempo pasa, mas el nombre de la virginidad no pasará. No lo asemejó a un rico, porque las riquezas van disminuyendo, mientras que la virginidad permanece (inalterable). Así, pues, creo que habréis de ser gloriosas. Porque vosotras no tenéis preocupación alguna, por eso asemejó a vosotras el reino de los cielos. Pues, cuando os llegue la hora de morir, no diréis: « ¡Ay de nosotras! ¿Adónde partimos, dejando nuestros pobres hijos, o nuestras grandes riquezas, o nuestros campos sembrados, o nuestras grandes haciendas ? Porque nada de esto os tiene solícitas. No tenéis preocupación alguna sino la de vuestra virginidad. Y, cuando os sea enviada la muerte, estaréis preparadas, sin falta de cosa alguna. Y para que os deis cuenta de que no hay cosa mejor que la virtud y de que nada es más gravoso que las cosas mundanas, escuchad esto también:
Había en una ciudad un hombre rico en toda clase de bienes. Tenía también unos criados. Y sucedió que dos de éstos faltaron contra él, no obedeciendo a sus palabras. Se airó entonces el señor y les confinó por algún tiempo en un lugar lejano con intención de llamarles de nuevo. Uno de estos siervos desterrados se construyó una casa, plantó una viña, hizo un horno y adquirió otras muchas posesiones. Mas el otro, todo lo que sacaba de su trabajo, lo iba depositando en oro. Después llamó al orfebre y le dió el diseño de una corona, diciéndole: Yo soy un siervo perteneciente a un señor y al hijo de éste; cincela (pues) la imagen de éstos en la corona de oro. Él orfebre ejecutó su obra de arte y dijo al siervo: Levántate y pon la corona sobre tu cabeza. Mas el siervo replicó: Toma tu salario, pues yo (ya) dispongo de ocasión especial para llevar la corona. Entendió el orfebre el sentido de estas palabras del siervo y se marchó a su casa.
Y con esto se echó encima el límite prefijado del destierro. Envió entonces el señor a cierto áspero (emisario), diciéndole: Si en el plazo de siete días no me los presentas, peligrará tu vida. Partió el emisario con gran diligencia. Y, al llegar a aquel país, encontró a los siervos (que estaban) de noche como de día. Y deteniendo al que había adquirido la casa, la viña y demás hacienda, le dijo: Vámonos, porque•tu señor me ha enviado por ti. Este aparentemente respondió: (Sí), vámonos; pero luego añadió: Ten paciencia conmigo hasta que venda todos los bienes que he adquirido aquí. El emisario replicó: No puedo tener paciencia, pues dispongo de siete días a plazo fijo y por miedo a su amenaza no puedo demorar. Entonces el siervo se puso a llorar, diciendo: ¡Ay de mí! , que me han cogido desprevenido. Y el emisario le dijo: ¡Oh siervo pésimo!, ¿ignorabas tu condición de esclavo y desterrado y (no te dabas cuenta) de que eI señor podía reclamarte en el momento en que le pluguiese? ¿Por qué te has entretenido en plantar viñas de las que nada puedes llevarte y te has dejado coger desprevenido ? Deberías haberte aprestado antes de mi llegada. Entonces dijo el siervo entre lágrimas: ¡Ay de mí!, pues pensaba estar confinado para siempre, creyendo que no iba a reclamarme el señor, y por eso he adquirido toda esta hacienda en este país. El empleado le obligó a marchar sin que pudiera llevar nada consigo.
Mas, cuando el otro siervo oyó que habían enviado por ellos, se levantó, tomó su corona y, dirigiéndose al camino por donde había de pasar el emisario, se puso a esperarle. Y, en cuanto llegó, le dirigió estas palabras: Mi señor te ha enviado, sin duda, por mí; vámonos, pues, alegres los dos juntos, pues no tengo ningún estorbo que me detenga, ya que mi bagaje es ligero. No dispongo efectivamente de otra cosa más que de esta corona de oro. La he construido estando diariamente en espera y deseando me fuera propicio el señor y enviara por mí para levantarme el destierro, no fuera que algunos me cobraran envidia y me arrebataran la corona. Por consiguiente, ahora he visto cumplido mi deseo; vámonos, pues, y pongámonos en camino.
Entonces los siervos se pusieron en marcha con el empleado. Y, en cuanto fueron vistos por el señor, dijo éste al que nada tenía: ¿Dónde está el fruto de tu trabajo durante tanto tiempo como ha durado tu confinamiento ? Y el siervo respondió: Señor, has enviado por mí a un soldado cruel, a quien rogué me permitiera vender mis bienes y tomar en mis manos (su producto), pero él me respondió que no le era lícito. Dícele entonces su señor: ¡Oh siervo inicuo!, ¿te acordaste de hacer la venta precisamente en el momento en que te reclamé? ¿Por qué no paraste mientes en tu confinamiento ni caíste en la cuenta de que aquella hacienda no representaba nada para ti ? Y, montando en cólera, manda que le aten de pies y manos y sea enviado a otros parajes más inhóspitos. Después llama al que había traído la corona y le dice: Bien, siervo bueno y fiel; la corona que hiciste fué un testimonio del deseo de tu libertad, pues la corona es propia de los hombres libres. Por otra parte, no te has atrevido a llevarla sin permiso de tu señor. Así, pues, como has deseado la libertad, (así) recíbela de mis manos. Con esto el siervo queda libertado y es puesto al frente de muchas cosas».
Después de decir estas palabras a las vírgenes que rodeaban a María, Pedro se volvió hacia la multitud y dijo: «Oigamos también, hermanos, qué es lo que ha de sobrevenirnos a nosotros. Pues en verdad nosotros somos las vírgenes del verdadero Esposo, del Hijo de Dios y Padre de toda la creación; (esto es), somos la humanidad contra la que se airó Dios desde eI principio, arrojando a Adán a este mundo. Por consiguiente, vivimos aquí como desterrados, sometidos a su indignación; pero no nos es lícito permanecer (para siempre), pues a cada uno le llegará su día y será trasladado al lugar donde están nuestros padres y progenitores, donde están Abrahán, Isaac y Jacob. Pues al sobrevenir el fin de cada cual, le es enviado el fuerte emisario, esto es, la muerte. Y cuando ésta viene por el alma del pecador enfermo, que ha acumulado sobre si muchos pecados e iniquidades, y le causa muchas molestias, entonces la suplica diciendo: Ten paciencia conmigo tan sólo por esta vez hasta que acabe de redimir los pecados que he sembrado en mi cuerpo. Mas la muerte no hace caso; porque, ¿cómo va a dar treguas, habiéndose cumplido ya su plazo? No teniendo, pues, en su haber nada bueno, es deportada al lugar del tormento. Pero el que hace obras buenas, se alegra, diciendo:
Nada me detiene, pues en este momento no tengo cosa alguna que llevar, fuera del nombre de la virginidad. Así, pues, Ie hace esta súplica: No me dejes en la tierra, no sea que algunos me cobren envidia y arrebaten el nombre de mi virginidad. Entonces sale el alma del cuerpo y es trasladada entre himnos hasta la presencia del Esposo inmortal, quien la deposita en un lugar de descanso. Luchad, pues, ahora, hermanos, sabiendo que no vamos a permanecer aquí eternamente».
Mientras Pedro estaba entretenido en decir estas cosas para confortar a las turbas, se echó encima el alba y salió el sol. María entonces se levantó, salió fuera, elevó sus manos e hizo oración al Señor. Terminada ésta, entró de nuevo y se tendió sobre el lecho. Pedro se sentó a su cabecera y Juan a sus pies, mientras los demás apóstoles rodeaban la cama. Y sobre la hora de tercia sonó un gran trueno desde el cielo y se exhaló un perfume de fragancia (tan suave), que todos los circunstantes fueron dominados por el sueño, exceptuados solamente los apóstoles y tres vírgenes, a quienes el Señor hizo velar para que dieran testimonio de los funerales de María y de su gloria. Y he aquí que (de repente) se presenta el Señor sobre las nubes con una multitud sin número de ángeles. Y Jesús en persona, acompañado de Miguel, entró en la cámara donde estaba María, mientras que los ángeles y los que por fuera rodeaban la estancia cantaban himnos. Y, al entrar, encontró el Salvador a los apóstoles en torno a María y saludó a todos. Después saludó a su madre. María entonces abrió su boca y dió gracias con estas palabras: OTe bendigo porque no me has desairado en lo que se refiere a tu promesa. Pues me diste palabra reiteradamente de no encargar a los ángeles que vinieran por mi alma, sino venir tú (en persona) por ella. Y todo se ha cumplido en mí, Señor, conforme a tu ofrecimiento. ¿Quién soy yo, pobrecita de mí, para haberme hecho digna de tan gran gloria Y, al decir estas palabras, llenó su cometido, mientras su cuerpo sonreía al Señor. Mas Él tomó su alma y la puso en manos de Miguel, no sin antes haberla envuelto en unos como velos, cuyo resplandor es imposible describir.
Mas nosotros los apóstoles vimos que el alma de María, al ser entregada en manos de Miguel, estaba integrada por todos los miembros del hombre, fuera de la diferencia sexual, no habiendo en ella sino la semejanza de todo cuerpo (humano) y una blancura que sobrepasaba siete veces a la del sol. Pedro, por su parte, rebosante de alegría, preguntó al Señor, diciendo: ¿Quién de nosotros tiene un alma tan blanca como la de María El Señor respondió: « ¡Oh Pedro!, las almas de todos los que nacen en este mundo son semejantes; pero al salir del cuerpo no se encuentran tan radiantes, porque en unas condiciones se las envió y en otras (muy distintas) se las encontró, por haber amado la obscuridad de muchos pecados. Mas, si alguno se guardare a sí mismo de las iniquidades tenebrosas de este mundo, su alma goza al salir del cuerpo de una blancura semejante». Después dijo de nuevo el Salvador a Pedro: «Pon a buen recaudo con mucha diligencia el cuerpo de María, mi habitación. Sal por el lado derecho de la ciudad y encontrarás un sepulcro nuevo; deposita en él el cuerpo y esperad allí, como se os ha mandado».
Al decir esto el Salvador, empezó a gritar el cuerpo de la santa madre de Dios, diciendo en presencia de todos: «Acuérdate de mí, Rey de la gloria; acuérdate de mí, pues soy obra de tus manos; acuérdate de mí, pues he guardado el tesoro que me fué dado en depósito». Respondió entonces Jesús al cuerpo: «No te dejaré, tesoro de mi margarita; no te dejaré a ti, que fuiste hallado fiel (guardián) del depósito que te había sido encomendado; lejos de mí el abandonarte a ti, que fuiste el arca que gobernaste a tu gobernador; lejos de mí el abandonarte a ti, tesoro sellado, hasta que seas buscado». Y, al decir esto, desapareció el Salvador.
Pedro, en compañía de los demás apóstoles y las tres vírgenes, amortajaron el cadáver de María y lo pusieron sobre el féretro. Después de esto se levantaron los que habían sido vencidos por el sueño. Pedro entonces tomó la palabra y dijo a Juan: «Tú eres el virgen; tú eres, por tanto, el que debes ir cantando himnos delante del féretro con la palma en las manos». Pero Juan replicó: «Tú eres nuestro padre y obispo; así pues, tú debes presidir el cortejo hasta tanto que llevemos el féretro al lugar (fijado)». Entonces dijo Pedro: «Para que nadie de nosotros se apene, coronemos el féretro con la palma». Se levantaron, pues, los apóstoles y cargaron con el féretro de Xfaría. Pedro, mientras tanto, entonó: «Salió Israel de Egipto [Ps. 113,1]. Aleluya». El Señor y los ángeles, por su parte, se paseaban sobre las nubes y cantaban himnos y alabanzas sin ser vistos. Solamente se percibía la voz de los ángeles. Se extendió el rumor de (aquella) numerosa multitud por Jerusalén entera. Cuando oyeron, pues, los sacerdotes el tumulto y la voz de los que cantaban, se estremecieron y exclamaron: a ¿A qué viene este tumulto Uno les dijo que María acababa de salir del cuerpo y que los apóstoles estaban en derredor suyo cantando himnos. Al momento penetró Satanás en su interior, y, montando en cólera, dijeron: «Venid, vámonos fuera, demos muerte a los apóstoles y hagamos pasto de las llamas al cuerpo que llevó (en su seno) a aquel embaucador». Se levantaron, pues, y salieron armados de espadas y (otros) medios de defensa con el propósito de matarlos. Pero inmediatamente los ángeles que iban sobre las nubes les hirieron de ceguera. Estos, al no saber adónde se dirigían, daban con sus cabezas contra los muros, exceptuado únicamente un pontífice de entre ellos, el cual había salido para ver lo que ocurría. Cuando se acercó, pues, éste al cortejo y vió el féretro coronado y a los apóstoles que cantaban himnos, dijo lleno de ira: «He aquí la habitación de aquél que despojó nuestra nación. Mira de qué gloria tan terrible goza». Y, dicho esto, se abalanzó furiosamente sobre el féretro. Lo agarró por donde estaba la palma con ánimo de destruirlo; después lo arrastró y quiso echarlo por los suelos. Pero repentinamente sus manos quedaron pegadas al féretro y pendientes de él, al ser desprendidas violentamente del tronco por los codos.
Entonces el hombre aquel se puso a llorar a vista de todos los apóstoles, dirigiéndoles esta súplica: «No me dejéis abandonado, sumido como estoy en una necesidad tan grande». Pedro entonces le dijo: «La virtud que se precisa para ayudarte no es mía ni de ninguno de éstos. Pero, si crees que Jesús, contra el que os concitasteis y a quien prendisteis y matasteis, es el Hijo de Dios, te verás libre efectivamente de este ejemplar castigo». A lo que repuso el hombre: ¿Es que acaso no sabíamos que era Hijo de Dios? Pero ¿qué íbamos a hacer, teniendo nuestros ojos obscurecidos por la avaricia? Porque nuestros padres, en trance ya de morir, nos llamaron para decirnos: Hijos, he aquí que Dios os ha escogido de entre todas las tribus para que estéis enérgicamente al frente de este pueblo y no trabajéis con materia de esta tierra. He aquí vuestro cometido: edificar al pueblo y percibir de todos (en recompensa) diezmos y primicias juntamente con todo primogénito que rompe la matriz. Pero cuidado, hijos, con que por vosotros nade el pueblo en la abundancia y luego, rebelándoos, comerciéis en provecho vuestro y provoquéis la ira de Dios. Dad más bien lo superfluo a los pobres, huérfanos y viudas de vuestro pueblo, y no despreciéis un alma acongojada. Mas nosotros no dimos oído a las tradiciones de nuestros padres, sino que, viendo que la tierra sobreabundaba extraordinariamente, hicimos de los primogénitos de las ovejas, bueyes y de todos los animales, negocio de vendedores y compradores. Entonces vino el Hijo de Dios y expulsó a todos fuera, lo mismo que a los cambistas, diciendo: Quitad estas cosas de aquí y no hagáis de la casa de mi Padre una casa de comercio [Io. 2,16]. Mas nosotros, poniendo nuestros ojos en las (depravadas) costumbres suprimidas por Él, maquinamos maldades dentro de nosotros mismos, nos concitamos contra Él y le dimos muerte, (aun) reconociendo realmente que era Hijo de Dios. Pero no vayáis ahora a tener en cuenta nuestra maldad, sino perdonadme más bien. Pues esto me ha ocurrido a mí por ser amado de Dios y para que viva».
Entonces Pedro hizo depositar el féretro y dijo al pontífice: «Si crees ahora de todo corazón, ve y deposita un ósculo en el cuerpo de María, diciendo: Creo en ti y en el Dios que engendraste». Entonces el pontífice se puso a bendecir a María en hebreo por espacio de tres horas y no permitió que nadie la tocara, trayendo testimonios de los santos libros de Moisés y de los demás profetas, ya que está escrito de ella: Vendrá a ser templo del Dios glorioso, hasta el punto de que los oyentes se quedaron admirados al oír tales tradiciones, que nunca habían escuchado.
Pedro entonces le dijo: «Vete y junta tus manos una con otra». Él hizo ademán de juntarlas, diciendo: «En el nombre de nuestro Señor Jesucristo, el hijo de María, madre de Dios, júntense mis manos entre sí». Y al instante quedaron como estaban al principio, sin defecto alguno. Y Pedro insistió: «Levántate (ahora) y toma un ramito de la palma y entra en la ciudad. Allí encontrarás una multitud que carece de vista y no encuentra camino por dónde salir; diles lo que te ha ocurrido, y a aquel que creyere impónle el ramito sobre sus ojos, que al instante recobrará la vista».
Marchó el pontífice, conforme al mandato de Pedro, y encontró muchos ciegos—aquellos a quienes el ángel había herido de ceguera—, los cuales decían entre lamentos: ¡Ay de nosotros!, porque nos ha sobrevenido lo mismo que ocurrió en Sodoma»—pues en primer lugar Dios los había herido de ceguera y después trajo fuego del cielo y los abrasó—; o ¡Ay de nosotros! , pues, encima de quedar mutilados, viene también el fuego». Entonces el hombre aquel que había tomado el .ramito les habló acerca de la fe. Y el que creyó, volvió a ver; mas el que no dió oídos, no recuperó la vista, sino que continuó ciego.
Y, llevándose los apóstoles el aprecioso cuerpo de la gloriosisima madre de Dios, señora nuestra y siempre virgen María, lo depositaron en un sepulcro nuevo [allí] donde les había indicado el Salvador. Y permanecieron unánimemente junto a él tres días para guardarle. Mas, cuando fuimos a abrir la sepultura con intención de venerar el precioso tabernáculo de la que es digna de toda alabanza, encontramos solamente los lienzos, (pues) había sido trasladado a la eterna heredad por Cristo Dios, que tomó carne de ella. Este mismo Jesucristo, Señor nuestro, que glorificó a María, madre suya inmaculada y madre de Dios, dará gloria a los que la glorifiquen, librará de todo peligro a los que celebran con súplicas anualmente su memoria y llenará de bienes sus casas, como lo hizo con la de Onesíforo. Estos recibirán, además, la remisión de sus pecados aquí y en el siglo futuro. Pues Él la escogió para ser su trono querúbico en la tierra y su cielo terrenal y, a la vez, para ser esperanza, refugio y sostén de nuestra raza; de manera que, celebrando místicamente la fiesta de su gloriosa dormición, encontremos misericordia y favor en el siglo presente y en el futuro, por la gracia y benignidad de nuestro Señor Jesucristo, al cual sea dada la gloria y la alabanza juntamente con su Padre, que no tiene principio, y el santísimo y vivificador Espíritu, ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén.