62 Y José se adelantó con dirección a la ciudad, dejando a María en compañía de su hijo Simón, ya que ésta caminaba despacio a causa de su embarazo. Entró en Belén, su patria; y, ya en medio de la ciudad, dijo: «No hay cosa (tan) justa como el que uno ame a su ciudad (natal), pues ella constituye el descanso de todo hombre, y el que cada cual repose en su propia tribu. Yo vuelvo a verte después de largo tiempo, ¡oh Belén!, casa buena de David, rey y profeta de Dios».
63 Y, dando vueltas, vió un establo solitario y dijo: «Este es el sitio donde habré de aposentarme, pues parece ser albergue de caminantes y no dispongo aquí de mesón ni de posada donde podamos descansar». Y, echándole una ojeada, dijo: «Ciertamente el local es reducido, pero a propósito para unos pobres (como nosotros), pues está alejado del griterío de la multitud, de manera que no pueda perjudicar a una mujer en trance de dar a luz. Así pues, éste es el sitio en que debo descansar con todos los míos».
64 Y al decir esto, salió fuera, miró al camino y he aquí que María se iba ya aproximando en compañía de Simón. Después que hubieron llegado, dijo José: «Simeón, hijo mío, ¿cómo es que has tardado (tanto)?» Este respondió: «Si no es por mí, señor y padre mío, María hubiera tardado (aún más), porque, embarazada como está, hacía muchas paradas en el camino para descansar. Durante el viaje siempre he estado preocupado no fuera a sorprenderla el momento del parto (en plena marcha). Y doy gracias al Altísimo porque le ha dado fuerza para aguantar. Pues, por lo que puedo sospechar y a juzgar por lo que ella dice, está ya muy próximo su parto». Y en diciendo esto, mandó parar el jumento y bajó María de la cabalgadura.
65 Entonces dijo José a María: «Hija mía, has sufrido mucho por mi causa. Entra, pues, ya y cuídate. Tú, Simeón, trae agua y lava sus pies; dale también alimento o lo que necesite y complácela en todo». Hizo Simeón lo que le mandó su padre y la condujo a la cueva. Esta, al entrar María, se vió inundada por la luz del sol y se iluminó como si fuera mediodía.
66 Ella, por su parte, no cesaba un momento, sino que estaba continuamente dando gracias entre sí. Simeón dijo a su padre: «Padre, ¿qué pensamos que sufre esta doncella, pues está hablando continuamente entre sí?» Dícele José: «No puede conversar contigo, pues está fatigada del viaje. Por eso habla entre sí y da gracias». Y acercándose a ella, le dijo: «Levántate, señora e hija mía, sube al lecho y reposa».
67 Y hablando así, salió fuera. Poco después salió Simeón en su seguimiento para decirle: «Date prisa, señor y padre mío; ven con presteza, pues María te reclama ardientemente. Yo pienso que está ya para dar a luz». Díjole José: «Yo no me retiraré de su lado; mas tú, como joven que eres, vete ligero, entra en la ciudad y busca a una comadrona para que venga junto a la doncella; pues una partera es de gran ayuda para la mujer que está en trance de alumbrar». Respondió Simeón diciendo: «¿Cómo voy a poder encontrar una partera yo, que soy desconocido en esta ciudad? Óyeme más bien, señor y padre mío: sé perfectamente y estoy seguro de que el Señor se preocupa de ella y de que El le proporcionará comadrona, nodriza y todo lo que le haga falta».
68 Y en esto, he aquí que viene una muchacha con el taburete que utilizaba para asistir a las parturientas. Esta se paró. AI verla, se llenaron de admiración y José le dijo: «Hija, ¿a dónde vas con ese taburete?». La muchacha respondió en estos términos: «Me ha mandado aquí mi maestra, pues fué en su busca un joven con toda prisa, diciéndole: Ven con toda presteza a recoger un nuevo parto, pues una doncella está para dar a luz por vez primera. Al oír esto mi maestra, me envió a mí por delante. Ella viene detrás». José echó una mirada y, al verla venir, fué a su encuentro y cambió con ella un saludo, Dícele la comadrona: «¿A dónde vas, buen hombre?» A lo que José repuso: 4 Voy en busca de una comadrona hebrea». Dícele la mujer: «¿Eres tú de Israel?» José responde: «Sí, soy de Israel». Continúa la comadrona: «¿Quién es la doncella que está para dar a luz en la cueva?» José respondió: «Es María, mi esposa, la que fué educada en el templo del Señor». Dícele la comadrona: «¿No es por ventura tu esposa?» José repuso: «Es verdad que está desposada conmigo, pero ha concebido por virtud del Espíritu Santo». Dícele ella: «¿Es verdad lo que dices?» Dícele José: «Ven y ve».
69 Por fin entraron en la cueva. Y José le dijo: «Pasa y asiste a María». Ella se sintió sobrecogida de miedo al querer penetrar en el interior, ante la gran luz que allí resplandecía y que no desapareció ni de día ni de noche mientras estuvo allí María. Dijo, pues, José a ésta: «Mira, te he traído ala comadrona Zaquel. Está fuera, a la entrada de la cueva, y no se atreve a venir hasta aquí por lo excesivo del resplandor; y es que (además) esto le es imposible». María sonrió al oír esto y José le dijo: «No te sonrías. Sé más bien prudente, pues ha venido por ver si necesitas alguna medicina». Y con esto la hizo entrar. Esta se paró ante la presencia de María. Después que ésta consintió en ser examinada por espacio de (algunas) horas, exclamó la comadrona y dijo a grandes voces: «Misericordia, Señor y Dios grande, pues jamás se ha oído, ni se ha visto, ni ha podido caber en sospecha (humana) que unos pechos estén henchidos de leche y que a la vez un niño recién nacido esté denunciando la virginidad de su madre. Virgen concibió, virgen ha dado a luz y continúa siendo virgen».
70 Ante la tardanza de la comadrona, José penetró dentro de la cueva. Vino entonces aquélla a su encuentro y ambos salieron fuera, hallando a Simeón de pie. Este la preguntó: «Señora, ¿qué es de la doncella?, ¿puede abrigar alguna esperanza de vida?» Dícele la comadrona: «¿Qué es lo que dices, hombre? Siéntate y te contaré una cosa maravillosa». Y elevando sus ojos al cielo, dijo la comadrona con voz clara: «Padre omnipotente, ¿cuál es el motivo de que me haya cabido en suerte presenciar tamaño milagro, que me llena de estupor?, ¿qué es lo que he hecho yo para ser digna de ver tus santos misterios, de manera que hicieras venir a tu sierva en aquel preciso momento para ser testigo de las maravillas de tus bienes? Señor, ¿qué es lo que tengo que hacer?, ¿cómo podré narrar lo que mis ojos vieron?» Dícele Simeón: «Te ruego me des a conocer lo que has visto». Dícele la comadrona: «No quedará esto oculto para ti, ya que es un asunto (henchido) de muchos bienes. Así pues, presta atención a mis palabras y reténlas en tu corazón».
71 «Cuando hube entrado para examinar la doncella, la encontré con la faz vuelta hacia arriba, mirando al cielo y hablando consigo (misma). Yo creo que estaba en oración y bendecía al Altísimo. Cuando hube, pues, llegado hasta ella, le dije: «Dime, hija, ¿no sientes por ventura alguna molestia o tienes algún miembro dolorido? Mas ella continuaba inmóvil mirando al cielo, cual una sólida roca y como si nada oyese».
72 «En aquel momento se pararon todas las cosas, silenciosas y atemorizadas: los vientos dejaron de soplar; no se movió hoja alguna de los árboles, ni se oyó el ruido de las aguas; los ríos quedaron inmóviles y el mar sin oleaje; callaron los manantiales de las aguas y cesó el eco de voces humanas. Reinaba (por doquier) un gran silencio. Hasta el mismo polo abandonó desde aquel momento su vertiginoso curso. Las medidas de las horas habían ya casi pasado. Todas las cosas se habían abisamado en el silencio, atemorizadas y estupefactas. Nosotros (estábamos) esperando la llegada del Dios alto, la meta de los siglos».
73 «Cuando llegó, pues, la hora, salió al descubierto la virtud de Dios. Y la doncella, que estaba mirando fijamente al cielo, quedó convertida (como) en una viña, pues ya se iba adelantando el colmo de los bienes. Y en cuanto salió la luz, la doncella adoró a Aquel a quien reconoció haber ella misma alumbrado. El niño lanzaba de sí resplandores, lo mismo que el sol. Estaba limpísimo y era gratísimo a la vista, pues sólo El apareció como paz que apacigua todo (el universo). En la misma hora de nacer se oyó la voz de muchos espíritus invisibles que decían a una voz: «Amén». Y aquella luz se multiplicó y oscureció con su resplandor el fulgor del sol, mientras que esta cueva se vió inundada de una intensa claridad y de un aroma suavísimo. Esta luz nació de la misma manera que el rocío desciende del cielo a la tierra. Su aroma es más penetrante que el perfume de todos los ungüentos de la tierra».
74 «Yo, por mi parte, quedé llena de estupor y de admiración y el miedo se apoderó de mí, pues tenía fija mi vista en el intenso resplandor que despedía la luz que había nacido. Y esta luz fuése poco a poco condensando y tomando la forma de un niño, hasta que apareció un infante (tal) como suelen ser los hombres al nacer. Yo entonces cobré valor: me incliné, le toqué, le levanté en mis manos con gran reverencia y me llené de espanto al ver que no tenía el peso (propio) de un recién nacido. Le examiné y vi que no estaba manchado lo más mínimo, sino que su cuerpo todo era nítido, como acontece con la rociada del Dios Altísimo; era ligero de peso y radiante a la vista. Y mientras me tenía sorprendida el ver que no lloraba, como suelen hacerlo los recién nacidos, y estaba mirándole de hito en hito, me dirigió una gratísima sonrisa; después, abriendo los ojos, fijó en mí una penetrante mirada; y al instante salió de su vista una gran luz, como si fuera un relámpago».
75 Simeón respondió al oír esto: «Dichosa de ti, oh mujer, que fuiste digna de presenciar y anunciar esta nueva y santa visión; y dichoso de mí también por haber oído esto, (pues) aunque no lo vi, lo he creído». Dícele la comadrona: «Tengo aún que contarte (otra) maravilla para que te llenes de estupor». Respondió Simeón: «Dímela, señora, pues siento gozo al oír estas cosas». Dícele la comadrona: «Cuando tomé al infante en mis manos, vi que tenía limpio su cuerpo, sin las manchas con que suelen nacer los hombres, y pensé para mis adentros que a lo mejor habían quedado otros fetos en la matriz de la doncella. Pues es cosa que suele acontecer a las mujeres en el parto; lo cual es causa de que corran peligro y desfallezcan de ánimo. Y al momento llamé a José y puse al niño en sus brazos. Me acerqué luego a la doncella, la toqué, y comprobé que no estaba manchada de sangre. ¿Cómo lo referiré? ¿qué diré? No atino. No sé cómo describir una claridad tan grande del Dios vivo. Mas tú, Señor, me eres testigo de que la he tocado con mis manos y de que he encontrado virgen a esta doncella puérpera, no sólo a raíz del parto, sino también… [ … . … ] del sexo de un hombre masculino. En aquel momento me puse a gritar a grandes voces, glorifiqué a Dios, caí sobre mi rostro y le adoré. Después salí fuera. José, por su parte, envolvió al niño entre pañales y lo reclinó en el pesebre».
76 Díjole Simeón: «¿Te ha dado alguna recompensa?» Respondió la comadrona: «Soy yo más bien la que me siento obligada por una deuda de merced, de agradecimiento y de oración. He hecho promesa de ofrecer a Dios un sacrificio inmaculado por haberse dignado concederme la gracia de ser espectadora y testigo consciente de este misterio. Pues yo misma directamente ofrezco un don por los dones que se ofrecen en el templo del Señor». Y, en diciendo esto, dijo a su aprendiz: «Hija mía, coge el taburete y vámonos. Hoy mi vejez ha podido ver a una parturiente sin dolores y a una virgen que es madre, si es que lo que acabamos de ver puede llamarse un parto. Yo tengo para mí que ella se abandonó a la voluntad de Dios, el cual permanece por los siglos». Y, en diciendo esto, se puso en camino con ella.
89 José, al ver a los Magos, dijo: «¿Quién piensas serán éstos que vienen a nuestro encuentro? Me da la sensación de que se están acercando después de un largo viaje. Me levantaré, pues, y saldré a su encuentro». Y, adelantándose, dijo a Simeón: «Creo que son unos adivinos: pues efectivamente no están quietos un momento, (siempre) están observando y discutiendo entre sí. Y me parecen además forasteros, pues su vestimenta es distinta de la nuestra: su traje es amplísimo y de color oscuro. Finalmente tienen también birretes en sus cabezas y llevan unas sarabaras ceñidas a sus piernas como… Mas he aquí que se han parado y me han dirigido una mirada. Ahora continúan de nuevo la marcha hacia nosotros». Cuando hubieron, pues, llegado a la cueva, díjoles José: «¿Quiénes sois vosotros? Decídmelo». Mas ellos pretendían entrar con audacia, pues efectivamente se dirigían al interior. José les dijo: «Decidme, por vuestra salud, quiénes sois para dirigiros así a mi albergue». Ellos dijeron: «Nuestro guía ha entrado aquí a vista nuestra. ¿Por qué nos preguntas a nosotros? [Dios] nos ha enviado aquí». Dijéronle: «Podemos asegurarte que es la salvación de todos.»
90 «Hemos visto en el cielo la estrella del rey de los judíos y hemos venido a adorarle, pues así está escrito en los libros antiguos acerca de la señal de esta estrella: que cuando apareciere este astro, nacerá el rey eterno y dará a los justos una vida inmortal». Díceles José: «Sería conveniente que hicierais primero indagaciones en Jerusalén, pues allí está el templo del Señor». Respondiéronle: «Hemos estado ya en Jerusalén y hemos anunciado al rey que ha nacido el Cristo y que vamos en su busca. Mas él nos dijo: Yo por mi parte ignoro cuál es el sitio donde ha nacido. Después envió recado a todos los escudriñadores de las escrituras y a todos los magos, príncipes de los sacerdotes y doctores, quienes acudieron a su presencia. El les preguntó dónde había de nacer el Cristo. Ellos respondieron: En Belén. Pues así está escrito acerca de él: Y tú, Belén, tierra de Judá, no serás la más insignificante entre las principales de Judá, pues de ti ha de salir el jefe que rija los destinos de mi pueblo Israel. Nosotros, en cuanto oímos esto, caímos en la cuenta y vinimos a adorarle. Es de saber que la estrella que se nos apareció ha ido precediéndonos desde que emprendimos el viaje. Mas Herodes, al oír estas cosas, cogió miedo y nos preguntó en secreto acerca del tiempo de la estrella, cuándo se nos apareció. Al marcharnos, nos dijo: Informaos con toda diligencia; y, cuando lo hayáis encontrado, hacédmelo saber para que yo también vaya y le adore».
91 «Y el mismo Herodes nos dió la diadema que él solía llevar en su cabeza (esta diadema tiene una blanca mitra), y un anillo en que va engarzada una preciosa piedra real, sello incomparable que le envió como presente el rey de los Persas; y nos mandó que ofreciéramos este don al niño. El mismo Herodes prometió hacerle un presente cuando estuviéremos de vuelta ante su presencia. Recibidos los dones, partimos de Jerusalén. Mas he aquí que la estrella, que se nos había aparecido, iba delante de nosotros desde que salimos de Jerusalén hasta este lugar y luego entró en esta cueva donde tú estás y no nos permites a nosotros penetrar». Díceles José: «Yo por mi parte no me opongo. Seguidla, pues Dios es vuestro guía, y no sólo vuestro, sino de todos aquellos a quienes quiso manifestar su gloria». Al oír esto, los Magos entraron y saludaron a María diciendo: «Salve, llena de gracia». Después se acercaron al pesebre, (lo) examinaron y vieron al infante.
92 Mas José dijo a Simeón: «Hijo, observa y mira qué es lo que hacen dentro estos forasteros, pues no está bien que yo los espíe». Y así lo hizo. Luego, dijo a su padre: «Nada más entrar han saludado al niño y han caído en tierra sobre sus rostros; después se han puesto a adorarle según la costumbre de los extranjeros y (ahora) cada uno va besando por separado las plantas del infante. ¿Qué es lo que hacen en este momento? No lo veo bien». Dícele José: «Observa atentamente». Respondió Simeón: «Están abriendo sus tesoros y le ofrecen dones». Dícele José: «¿Qué es lo que le ofrecen?». Simeón respondió: «Pienso que lo que le ofrecen, son aquellos dones que envió el rey Herodes. (Ahora) le acaban de ofrecer oro, incienso y mirra de sus cofres y han dado muchos dones a María». Díjole José: «Muy bien han hecho estos señores en no besar al niño de balde; lo contrario de aquellos nuestros pastores que vinieron aquí con las manos vacías»: Y de nuevo le dice: «Observa más atentamente y mira qué es lo que hacen». Vigilando pues Simeón, dice: «He aquí que de nuevo han adorado al niño y vienen ya hacia nosotros».
93 Salieron por fin y dijeron a José: « iOh dichosísimo varón! Ahora vas a saber quién es este niño que estás alimentando». Díceles José: «Sospecho que es mi hijo». Dícenle ellos: «Su nombre es más grande que el tuyo, Pero quizá la razón de que puedas llamarte padre suyo estribe en que le sirves, no como a tu hijo, sino como a tu Señor y tu Dios, y (en que), tocándole con tus manos, le respetas con gran temor y diligencia. No nos tengas, pues, por ignorantes. Sábete que Aquel, de quien has sido designado nutricio, es el Dios de los dioses y el Señor de los que dominan, Dios y Rey de todos los príncipes y potestades, Dios de los ángeles y de los justos. El será el que salvará a todos los pueblos por su nombre, (pues suya es la majestad y el imperio), y el que deshará el aguijón de la muerte y disipará el poder del infierno. Le servirán los reyes y todas las tribus de la tierra le adorarán; y toda lengua le confesará diciendo: Tú eres Cristo Jesús, libertador y salvador nuestro, pues Tú eres Dios, virtud y resplandor del Eterno Padre».
94 Díceles José: «¿De dónde habéis sabido esto que me estáis diciendo?» Dícenle los Magos: «Vosotros poseéis las antiguas escrituras de los profetas de Dios en las que está escrito acerca del Cristo, cómo ha de tener lugar su venida en este mundo. También tenemos nosotros escrituras de escrituras más antiguas que se refieren a El. En lo tocante a tu pregunta sobre el origen de nuestro conocimiento, escúchanos: Lo supimos por el signo de una estrella, (ésta se nos apareció más resplandeciente que el sol), de cuyo fulgor nadie pudo hablar nunca. Y esta estrella significa que la estirpe de Dios reinará en la claridad del día. Esta no giraba en el centro del cielo, como suelen (hacerlo) las estrellas fijas y también los planetas, que aunque observan un plazo fijo de tiempo…mas sólo ésta no es errante. Pues nos parecía que todo el polo (esto es: el cielo) no podía contenerla con toda su grandeza; y ni el mismo sol pudo nunca oscurecerla, como (lo hace) con las otras estrellas, por el fulgor de su luz. (Más aún), éste pareció debilitarse a vista del resplandor de su venida. Pues esta estrella es la palabra de Dios, ya que hay tantas palabras de Dios cuantas son las estrellas. Y esta palabra de Dios, (como el mismo) Dios, es inefable. Lo mismo que es inenarrable esta estrella, que fué nuestra compañera de viaje en la marcha (que emprendimos) para venir hasta el Cristo».
95 Así, pues, José les dijo: «Me habéis proporcionado un gran placer con todo lo que acabáis de decirme. Os suplico que os dignéis permanecer conmigo el día de hoy». Ellos le dijeron: «Te rogamos nos permitas emprender nuestro viaje (de retorno), pues el rey nos encomendó que volviéramos lo más pronto (posible) a su lado». Pero él les detuvo.
96 Ellos abrieron sus tesoros e hicieron a María y a José enormes presentes.