[Narración falsamente atribuida a José de Arimatea]
Entre las muchas cosas que la madre inquirió de su hijo durante el tiempo aquel que precedió a la pasión del Señor, figuran las referentes a su tránsito, sobre el cual empezó a preguntarle en estos términos: ¡Oh carísimo hijo!, ruego a tu Santidad que, cuando llegue el momento en que mi alma haya de salir del cuerpo, me lo hagas saber con tres días de antelación; y entonces tú, querido hijo, hazte cargo de ella en compañía de tus ángeles».
Él, por su parte, acogió la súplica de su madre querida y le dijo: « ¡Oh habitación y templo del Dios vivo, oh madre bendita, oh reina de todos los santos y bendita entre todas las mujeres!, antes de que me llevaras en tu seno, te guardé continuamente y te hice alimentar con mi manjar angélico, como sabes. ¿Cómo voy a abandonarte, después de haberme gestado y alimentado, después de haberme llevado en la huida a Egipto y haber sufrido por mi muchas angustias? Sábete, pues, que mis ángeles siempre te guardaron y te seguirán guardando hasta el momento de tu tránsito. Mas, después que hubiere sufrido por los hombres conforme a lo que está escrito y después que hubiere resucitado al tercer día y subido al cielo al cabo de los cuarenta días, cuando me vieres venir a tu encuentro en compañía de los ángeles y de los arcángeles, de los santos, de las virgenes y de mis discípulos, ten por cierto entonces que ha llegado el momento en que tu alma va a ser separada del cuerpo y trasladada por mí al cielo, donde nunca ha de experimentar la más mínima tribulación o angustia».
Entonces ella se vió inundada de gozo y de gloria, besó las rodillas de su hijo y bendijo al Creador del cielo y de la tierra, que tal don le había deparado por medio de Jesucristo, su hijo.
Durante el segundo año a partir de la ascensión de nuestro Señor Jesucristo, la beatísima virgen María solía entregarse asidua y constantemente a la oración de noche y de día. Pero en la antevíspera de su muerte recibió la visita de un ángel del Señor, el cual la saludó diciendo: «Dios te salve, María; llena eres de gracia; eI Señor es contigo». Ella, por su parte, respondió: «Gracias sean dadas a Dios». Él tomó de nuevo la palabra para decirle: «Recibe esta palma que te fué prometida por el Señor». Ella entonces, rebosante de gozo y de gratitud para con Dios, tomó de manos del ángel la palma que le había sido enviada. Y le dijo el ángel del Señor: «De aquí a tres días tendrá lugar tu asunción». A lo que ella repuso: «Gracias sean dadas a Dios».
Entonces llamó a José el de Arimatea y a otros discípulos del Señor. Y cuando éstos se hubieron reunido, así como sus propios conocidos y allegados, anunció a todos los presentes su tránsito inminente. Luego la bienaventurada (virgen) María se aseó y engalanó como una reina y quedó en espera de la llegada de su hijo, en conformidad con la promesa de éste. Y rogó a todos sus parientes que la guardaran y le proporcionaran (algún) solaz. Tenía a su lado tres virgenes: Séfora, Abigea y Zael. Mas los discípulos de nuestro Señor Jesucristo estaban ya a la sazón dispersos por el mundo entero para evangelizar al pueblo de Dios.
En aquel momento (era entonces hora de tercia), mientras estaba la reina [santa] María en su cámara, se produjeron grandes truenos, lluvias, relámpagos, tribulación y terremotos. El apóstol y evangelista Juan fué trasladado desde Efeso; penetró en la pieza donde se encontraba la bienaventurada [virgen] María y la saludó con estas palabras: «Dios te salve, María; llena eres de gracia; el Señor es contigo». Ella a su vez respondió: «Gracias sean dadas a Dios»; y, levantándose, dió un ósculo a Juan. Después le dijo: ¡Oh hijo queridísimo!, ¿por qué me has abandonado durante tanto tiempo y no has hecho caso del encargo que te hizo tu Maestro referente a mi custodia, como te mandó mientras estaba pendiente de la cruz ?» Él entonces, cayendo de rodillas, se puso a pedirle perdón. Y la bienaventurada [virgen] María le bendijo y Ie besó de nuevo.
Y, cuando se disponía a preguntarle de dónde venía o por qué causa se había presentado en Jerusalén, he aquí que (de repente) fueron llevados en una nube hasta la puerta de la cámara donde estaba la bienaventurada [virgen] María todos los discípulos del Señor, exceptuado Tomás el llamado Dídimo. Se pararon, pues, y luego entraron y adoraron a la reina, saludándola con estas palabras: «Dios te salve, María; llena eres de gracia; el Señor es contigo». Ella entonces se levantó solícita; e, inclinándose, les fué besando y dió gracias a Dios.
He aquí los nombres de los discípulos del Señor que fueron llevados hasta allí en una nube: Juan el evangelista y su hermano Santiago: Pedro y Pablo; Andrés, Felipe, Lucas, Bernabé; Bartolomé y Mateo; Matías, por sobrenombre el Justo; Simón Cananeo; Judas y su hermano; Nicodemo y Maximiano, y otros muchos, finalmente, que no es posible contar.
Entonces la bienaventurada [virgen] María dijo a sus hermanos: «¿A qué se debe el que hayáis venido todos a Jerusalén ?» Pedro respondió de esta manera: ¿Tú nos preguntas a nosotros, siendo así que a ti era a quien nosotros debíamos hacerlo ? Para mí es seguro que nadie de entre nosotros conoce la causa por la que nos hemos presentado aquí tan velozmente. He estado en Antioquía y ahora me encuentro aquí». Y todos fueron indicando el lugar donde habían estado aquel día, quedando sobrecogidos de admiración por verse allí presentes al escuchar tales relaciones.
Díjoles la bienaventurada [virgen] María: «Antes de que mi hijo sufriera la pasión, yo le rogué que tanto él como vosotros asistierais a mi muerte, gracia que me fué otorgada. Por lo cual habéis de saber que mañana tendrá lugar mi tránsito. Vigilad y orad conmigo para que, cuando venga el Señor a hacerse cargo de mi alma, os encuentre en vela». Entonces dieron todos palabra de permanecer vigilantes. Y pasaron toda la noche en vigilia y en adoración, entonando salmos y cantando himnos, acompañados de grandes luminarias.
Llegado el domingo, y a la hora de tercia, bajó Cristo acompañado de multitud de ángeles, de la misma manera que había descendido el Espíritu Santo sobre los apóstoles en una nube, y recibió el alma de su madre querida. Y mientras los ángeles entonaban el pasaje aquel del Cantar de los Cantares en que dice el Señor: «Como el lirio entre espinas, así mi amiga entre las hijas», sobrevino tal resplandor y un perfume tan suave, que todos los circunstantes cayeron sobre sus rostros (de la misma manera que cayeron los apóstoles cuando Cristo se transfiguró en su presencia en el Tabor), y durante hora y media ninguno fué capaz de incorporarse.
Pero, a la vez que el resplandor empezó a retirarse, dió comienzo la asunción al cielo del alma de la bienaventurada virgen María entre salmodias, himnos y los ecos del Cantar de los Cantares. Y, cuando la nube comenzó a elevarse, la tierra entera sufrió un estremecimiento, y en un instante todos los habitantes de Jerusalén pudieron apercibirse claramente de la muerte de Santa María.
Mas en aquel mismo momento penetró Satanás en su interior, y dieron en pensar qué harían con el cuerpo [de María]. Y así se proveyeron de armas para prender fuego al cadáver y matar a los apóstoles, pues [pensaban] que ella [María] había sido la causa de la dispersión de Israel, [que había sobrevenido] por sus propios pecados y por la confabulación de los gentiles. Pero fueron atacados de ceguera y vinieron a dar con sus cabezas contra los muros y entre sí.
Entonces los apóstoles, consternados por claridad tan grande, se, levantaron al compás de la salmodia y dió comienzo el traslado del santo cadáver desde el monte de Sión hasta el valle de Josafat. Pero, al llegar a la mitad del camino, he aquí que cierto judío por nombre Rubén les salió al paso, pretendiendo echar al suelo el féretro juntamente con el cadáver de la bienaventurada [virgen] María. Mas, de pronto, sus manos vinieron a quedar secas hasta el codo; y, de grado o por fuerza, hubo de bajar hasta el valle de Josafat, llorando y sollozando al ver que sus manos habían quedado rígidas y adheridas al féretro y que no era capaz de atraerlas de nuevo hacia sí.
Después rogó a los apóstoles que le obtuvieran por sus oraciones la salud y el hacerse cristiano. Ellos entonces doblaron sus rodillas y rogaron al Señor que le librase. En aquel mismo momento consiguió, en efecto, la curación y se puso a dar gracias a Dios y a besar las plantas de la Reina y de todos los santos y apóstoles. Inmediatamente fué bautizado en aquel lugar y comenzó a predicar el nombre de Nuestro Señor Jesucristo.
Después los apóstoles depositaron el cadáver en eI sepulcro con toda clase de honores y rompieron a llorar y a cantar, por lo excesivo del amor y de la dulzura. De pronto se vieron circundados por una luz celestial y cayeron postrados en tierra, mientras el santo cadáver era llevado al cielo en manos de ángeles.
Entonces el dichosísimo Tomás se sintió repentinamente transportado al monte Olivete; y, al ver cómo el bienaventurado cuerpo se dirigía hacia el cielo, empezó a gritar diciendo: « ¡Oh madre santa, madre bendita, madre inmaculada!, si he hallado gracia a tus ojos, ya que me es dado contemplarte, ten -a bien por tu bondad alegrar a tu siervo, puesto que te vas camino del cielo». Y en el mismo momento le fué arrojado desde lo alto al bienaventurado Tomás el cinturón con que los apóstoles habían ceñido el cuerpo santísimo [de María]. Al recibirlo entre sus manos, lo besó, y, dando gracias a Dios, retornó al valle de Josafat.
Y encontró a todos los apóstoles y a una gran muchedumbre en actitud de golpearse los pechos, sobrecogidos como estaban por el resplandor que habían visto. Y, después de que se entrevistaron y se dieron el ósculo [de paz] entre sí, el bienaventurado Pedro se dirigió a él en estos términos: «En verdad que tú siempre has sido terco e incrédulo y [quizá] por tu incredulidad el Señor no ha tenido a bien concederte la gracia de que asistieras con nosotros al entierro de la madre del Salvadoro. Él respondió golpeándose el pecho: Lo sé y estoy firmemente convencido de ello; siempre he sido un hombre perverso e incrédulo; os pido, pues, perdón a todos por mi contumacia y mi incredulidad». Y todos se pusieron a orar por él.
Entonces dijo el bienaventurado Tomás: « ¿Dónde pusisteis su cuerpo?» Ellos señalaron el sepulcro con el dedo. Mas él replicó: «No, no está allí este cuerpo que es llamado santísimo». A lo cual repuso el bienaventurado Pedro: «Ya otra vez te negaste a darnos crédito acerca de la resurrección de nuestro Maestro y Señor, si no te era dado ver y palpar con tus dedos. ¿Cómo vas a creer ahora que el santo cadáver se encontraba ahí Él, por su parte, insistía diciendo: 0No está aquí». Entonces, como encolerizados, se acercaron al sepulcro, que estaba recién excavado en la roca, y apartaron la piedra; pero no encontraron el cadáver, con lo que se quedaron sin saber qué decir, al verse vencidos por las palabras de Tomás.
Después el bienaventurado Tomás se puso a contarles cómo se encontraba celebrando misa en la India. Estaba aún revestido de los ornamentos sacerdotales, [cuando], ignorando la palabra de Dios, se vió transportado al monte Olivete y tuvo ocasión de ver el cuerpo santísimo de la bienaventurada [virgen] María que subía al cielo; y rogó a ésta que le otorgara una bendición. Ella escuchó su plegaria y le arrojó el cinturón con que estaba ceñida. Entonces él mostró a todos el cinturón.
Al ver los apóstoles el ceñidor que ellos mismos había colocado, glorificaron a Dios y pidieron perdón al bienaventurado Tomás, [movidos] por la bendición de que había sido hecho objeto por parte de la bienaventurada [virgen] María y haberle caído en suerte contemplar su cuerpo santísimo al subir a los cielos. Entonces el bienaventurado Tomás les bendijo, diciendo: «Mirad qué bueno y qué agradable es el que los hermanos vivan unidos entre sí».
Y la misma nube que les había traído, llevó a cada uno a su lugar respectivo, de una manera análoga a lo ocurrido con Felipe cuando bautizó al eunuco, como se lee en los Hechos de los Apóstoles; y con el profeta Habacuc, cuando llevó la comida a Daniel, que se encontraba en el lago de los leones, y al momento retornó a Judea. De idéntica manera fueron devueltos también los apóstoles rápidamente al lugar donde antes se encontraban para evangelizar al pueblo de Dios.
Y no tiene nada de extraño el que opere tales maravillas quien entró y salió de una virgen dejando sellado su seno, quien penetró a puertas cerradas en el lugar donde estaban los apóstoles, quien hizo oír a los sordos, quien resucitó a los muertos, quien limpió a los leprosos, quien dió vista a los ciegos e hizo, en fin, otros muchos milagros. No hay razón ninguna para dudar de esta creencia.
Yo soy José, el que deposité el cuerpo del Señor en mi sepulcro y le vi resucitado; el que guardé de continuo su templo sacratísimo, la bienaventurada siempre virgen María, antes y después de la ascensión del Señor; el que escribí, finalmente, en el papel y en mi corazón las palabras que salieron de la boca de Dios y el modo como llegaron a realizarse los acontecimientos arriba consignados. Y di a conocer a todos, judíos y gentiles, lo que mis ojos vieron y mis oídos oyeron, y no dejaré de predicar[lo] mientras viva. Roguemos instantemente a aquélla, cuya asunción es hoy venerada y honrada por todo el mundo, que se acuerde de nosotros ante su piadosísimo Hijo en el cielo. Al cual le es debida alabanza y gloria por los siglos de los siglos sin fin. Amén.