© 1996 The Brotherhood of Man Library
Jesús sembraba la alegría por dondequiera que iba. Estaba lleno de benevolencia y de verdad. Sus compañeros nunca dejaron de maravillarse por las palabras agradables que salían de su boca. Podéis cultivar la gentileza, pero la dulzura es el aroma de la amistad que emana de un alma saturada de amor.La bondad impone siempre el respeto, pero cuando está desprovista de agrado, a menudo repele el afecto.
La bondad sólo es universalmente atractiva cuando es agradable. La bondad sólo es eficaz cuando es atrayente.
Jesús comprendía realmente a los hombres; por eso podía manifestar una simpatía verdadera y mostrar una compasión sincera. Pero rara vez se permitía la lástima. Mientras que su compasión era ilimitada, su simpatía era práctica, personal y constructiva. Su familiaridad con el sufrimiento nunca engendró su indiferencia, y era capaz de ayudar a las almas afligidas sin aumentar la lástima de sí mismas.
Jesús podía ayudar tanto a los hombres porque también los amaba sinceramente. Amaba realmente a cada hombre, a cada mujer y a cada niño. Podía ser un amigo así de auténtico debido a su perspicacia extraordinaria —conocía plenamente el contenido del corazón y de la mente del hombre. Era un observador penetrante y lleno de interés. Era experto en comprender las necesidades humanas y hábil en detectar los anhelos humanos.
Jesús nunca tenía prisa. Tenía tiempo para confortar a sus semejantes «mientras pasaba». Siempre procuraba que sus amigos se sintieran a gusto. Era un oyente encantador. Nunca se dedicaba a explorar de manera indiscreta el alma de sus compañeros. Cuando confortaba a las mentes hambrientas y ayudaba a las almas sedientas, los que recibían su misericordia no tenían el sentimiento de estar confesándose con él, sino más bien de estar conversando con él. Tenían una confianza ilimitada en él porque veían que él tenía también mucha fe en ellos.
Nunca parecía tener curiosidad por la gente, y nunca manifestaba el deseo de dirigirlos, manejarlos o investigarlos. Inspiraba una profunda confianza en uno mismo y una sólida valentía a todos los que disfrutaban de su compañía. Cuando le sonreía a un hombre, ese mortal experimentaba una mayor capacidad para resolver sus múltiples problemas.
Jesús amaba tanto a los hombres y de manera tan sabia, que nunca dudaba en ser severo con ellos cuando las circunstancias requerían dicha disciplina. Para ayudar a una persona, a menudo empezaba por pedirle ayuda. De esta manera suscitaba su interés, recurría a lo mejor que posee la naturaleza humana.
El Maestro podía discernir la fe salvadora en la burda superstición de la mujer que buscaba la curación mediante el acto de tocar el borde de su manto. Siempre estaba preparado y dispuesto a interrumpir un sermón o a hacer esperar a una multitud mientras atendía las necesidades de una sola persona, o incluso de un niño pequeño. Sucedían grandes cosas no solamente porque la gente tenía fe en Jesús, sino también porque Jesús tenía mucha fe en ellos.
La mayoría de las cosas realmente importantes que Jesús dijo o hizo parecieron suceder por casualidad, «mientras pasaba». El ministerio terrenal del Maestro tuvo muy pocos aspectos profesionales, bien planeados o premeditados. Concedía la salud y sembraba la alegría con naturalidad y gentileza mientras viajaba por la vida. Era literalmente cierto que «iba de un sitio para otro haciendo el bien».
A los seguidores del Maestro de todos los tiempos les incumbe aprender a ayudar «mientras pasan» —a hacer el bien desinteresadamente mientras se dirigen a sus obligaciones diarias. (LU 171:7.1-10)
Una vez que empecéis a descubrir a Dios en vuestra alma, no tardaréis en empezar a descubrirlo en el alma de los otros hombres, y finalmente en todas las criaturas y creaciones de un poderoso universo. Pero ¿qué posibilidades tiene el Padre de aparecer, como el Dios de las lealtades supremas y de los ideales divinos, en el alma de unos hombres que dedican poco o ningún tiempo a la contemplación reflexiva de estas realidades eternas? Aunque la mente no es la sede de la naturaleza espiritual, es en verdad la entrada que conduce a ella. (LU 155:6.13)