© 2017 Daniel Casko
© 2017 Fundación Urantia
De Daniel Casko, Indiana (Estados Unidos)
Esta es la historia acerca de cómo pedí y acabé encontrando El libro de Urantia. Me llamo Daniel Michael Casko. Nací en abril de 1949 en la hermosa Gary (Indiana). Tuve la suerte de tener una familia amorosa y cristiana. Mi madre y mi abuela nos llevaban a mis hermanos y a mí a la iglesia todos los domingos.
Mi abuela fue criada de manera muy religiosa en las montañas del sureste de Kentucky, y cuando yo era pequeño a menudo me acunaba para dormir, cantando canciones de góspel de estilo «bluegrass».Todavía hoy me acuerdo de esas canciones. Aprendí mucho sobre religión mientras crecía y asistía a la iglesia cada semana. Creo que todos los niños deberían estar informados sobre la vida espiritual, nuestra relación con el Padre celestial y la historia de la vida y las enseñanzas de Jesús.
Asistir a la iglesia todas las semanas hacía que la iglesia fuera un segundo hogar para mí, y la gente que allí iba era como mi familia ampliada. Progresé muy rápidamente como niño, y cuando me enseñaron a rezar antes de ir a la cama todas las noches, decidí por mi cuenta expandir la práctica y rezar cuando me despertaba, y pronto durante el día también.
Tenía mucha ilusión por crecer y asistir a la escuela dominical, como los niños más mayores. Por alguna razón, los adultos me preguntaban a menudo qué iba a ser de mayor. Así que un día le pregunté a Dios qué quería Él que yo fuera, y supe que la respuesta iba a ser la mejor que podría tener. Le dije que no me sentía cómodo con la sangre, pero que si ser científico era lo bastante bueno para Él, podía serlo.
Hasta 1955, mi vida estaba llena de esperanza, conocimiento, progreso y sentido de propósito. ¡El futuro se presentaba brillante! Este fue el año en que comencé finalmente el primer grado en la escuela pública y en la escuela dominical. Fue un nuevo comienzo en mi camino de «ser perfecto, así como mi Padre del cielo es perfecto».
Poco preparado estaba para el muro con el que iba a chocar. Mis clases de primero en la escuela dominical las daban dos madres que nos leían la Biblia. Todavía no sabía leer ni escribir, y nadie me había leído antes la Biblia. La primera lección trató sobre Noé y el arca. No había escuchado antes esta historia, y escuché con interés mientras la profesora nos la contaba. Llegó a la parte en la que se juntó a animales en parejas, macho y hembra, y no podía imaginarme cómo Noé viajó por el mundo entero en aquella época. Perplejo, levanté la mano y pregunté cómo pudo ir Noé todo el camino hasta Australia. Quizá mi pregunta le sorprendió, y me pareció que su respuesta era inaceptable. Así que pregunté de nuevo cómo alguien de aquella época de la historia podía haber viajado, no solo a Australia, sino a cualquier otra parte del mundo en una sola vida. Aquello tampoco fue muy bien, y ella me dijo que me callara, estuviera sentado, escuchara y dejara de interrumpirla.
Seguí pensando en ello y me pregunté: «¿Por qué mataría a Dios a gente inocente, a la vez que a la gente mala? ¿No sería mejor que se deshiciera de los malos y dejara vivir a los buenos?». Pasé toda la semana pensando en ello y me deprimí tanto que no podía levantar la cabeza.
Mi madre volvió a llevarme a la escuela dominical el domingo siguiente, pero yo no quería ir. De camino a la clase, con el corazón casi vacío, eché un vistazo a la puerta de salida, la empujé, me escondí en una esquina y comencé a hablar a Dios sobre este problema. Recordé otros problemas y también los consideramos. Muy pronto llegó la hora de que mi madre regresara. Con solo unos minutos que emplear, llegué a la conclusión de que solo había una manera de arreglar este problema. Le dije a Dios que Él tenía que escribir otro libro. Este nuevo libro necesitaba abordar las preguntas que yo tenía y tenía que ampliar otras cosas también. Después de todo, era una nueva era de maravillas tecnológicas y científicas. Dios también puede pensar a lo grande, ¿no?
A lo largo de los años que siguieron, esperé el nuevo libro, sin saber que El libro de Urantia se había entregado en la Fundación Urantia, en el 533 W Diversey Parkway de Chicago (Illinois).
Cuando tenía veintiún años, me encontraba en prisión por rechazar ser parte de la guerra de Vietnam. Pasé mucho tiempo sentado en mi celda y preguntándome si realmente había un Dios. Me sentía como un animal enjaulado, pero todavía creía que estaba haciendo lo que Dios quería que hiciera. Y ahí estaba, sentado en la prisión, hasta que una noche un hombre vino a mi celda y me dijo que lo siguiera. Nos subimos en una furgoneta e hizo que el conductor me llevara a la entrada del fuerte (Fort Leavenworth, Kansas). El hombre me dijo que saliera. Era libre para ir a casa.
Caminé por la interestatal sin dinero y una temperatura cercana al cero, y subí el pulgar para hacer autoestop. Tarde por la noche, incluso en aquellos días, era difícil conseguir que te subieran. ¡Pero tuve mucha suerte! Un hippie llamado Robin iba a Indiana desde California, me subió y me llevó durante todo el trayecto.
Me preguntó si había oído hablar de El libro de Urantia, respondí que no. Así que me habló sobre él y cuando llegamos a Indiana me lo mostró. En cuestión de minutos supe que ese era el libro que llevaba esperando desde 1955. Lo llevo leyendo desde entonces.
El libro de Urantia es verdaderamente una revelación de Dios, y sus enseñanzas son las verdades más grandes que ha habido desde que Jesús caminó por la tierra. Las enseñanzas son la piedra angular de mi servicio amoroso, ¡y estoy eternamente agradecido!