© 2008 Ernesto Veloso
© 2008 Asociación Urantia de España
Luz y Vida — Núm. 15 — Presentación | Luz y Vida — Núm. 15 — Diciembre 2008 — Índice | El Ajustador y la experiencia |
La vida de Jesús en pletórica en su dimensión tanto espiritual como humana. Cada una de sus enseñanzas encierra un universo de respuestas válidas para un sinfín de situaciones, aunque por regla general se enfatice su misión redentora, dejándose así algo relegadas otras facetas no menos importantes, que de una forma u otra nos ayudan al desarrollo espiritual de nuestras vidas.
Hoy, a más de dos mil años de desarrollo y evolución científica y técnica, la mente del hombre moderno sigue varada en un mar de prejuicios y tabúes obsoletos que lo sitúa a la misma altura de los tiempos primitivos. Hoy la humanidad todavía sufre de la estrechez mental de falsos conceptos, que daña y lacera las relaciones aun entre aquellos que llamamos hermanos.
El evangelio de Jesús, al no estar circunscrito a una época, país o raza determinada, tiene un valor cósmico y universalista que trasciende más allá de las fronteras de los estrechos dogmas teológicos, dogmas que limitan no solo el desarrollo de la sociedad, sino también la evolución de la mente y de la propia religión. La conversación de Jesús con la mujer samaritana, relatada en el evangelio de san Juan, es una muestra fehaciente de la universalidad de sus enseñanzas.
Esta narración es más que una simple conversación de un hombre y una mujer cualquiera; es también el símbolo múltiple de varias facetas y aptitudes, reflejo de la sociedad de todos los tiempos, pequeñeces que nos impiden valorar con objetividad a nuestro prójimo, al punto de considerarlo indigno de nuestra consideración y mucho menos de que reciba el mensaje de salvación. La mujer samaritana es el símbolo de ese grupo social que consideramos perdido, bien porque no tiene nuestro mismo sistema teológico, bien porque pertenece a esa raza considerada incapaz de asimilar nuestra religión superior.
Pero veamos a nuestro maestro conversando con esta mujer, que representa no solo a otra nacionalidad, separada por una enemistad histórica y por dos interpretaciones distintas de una religión (porque judíos y samaritanos no se tratan entre sî); una mujer que además tenía una reputación bastante dudosa en cuanto a su moral. Ningún rabino habría osado tener una plática en un lugar público con una mujer, y menos si esta era una adúltera. Pero aquí el Maestro, dando un ejemplo de amor y humildad en perfecta armonía con su mensaje de amor, porque Jesús conoce al hombre en su verdadera dimensión, vio en esta mujer algo más que una simple aldeana; vio un alma necesitada y anhelante de conocer la verdad. Vio las potencialidades de supervivencia y el deseo íntimo de reiniciar una nueva vida, regida por la espiritualidad.
Aunque Cristo no fue un reformador social, sí elevó el sentimiento de dignidad, de amor y de justicia dándole una nueva y mayor dimensión. Uno de estos casos fue el de la mujer, relegada casi al nivel de animal, donde la religión tampoco le reconocía méritos y mucho menos oportunidades. Sin embargo, cuando leemos los evangelios vemos el papel tan importante que tuvo la mujer en el ministerio de su autootorgamiento; aun después, durante los primeros tiempos del cristianismo, muchas mujeres asumieron el papel de guía y líderes en la proclamación del reino. Las diferencias de credo, raza, sexo, religión o clase social son elementos que aun permanecen vigentes y por desgracia constituyen obstáculos a la hora, no solo de transmitir el mensaje, sino también afectan en nuestras relaciones interpersonales, actitud que denota de forma evidente lo poco que hemos entendido del mensaje proclamado hace más de dos mil años en Galilea.
La misión de Jesús fue la de proclamar la paternidad de Dios y por tanto la hermandad. Tenemos un solo padre y eso nos hace hermanos, hermanos por la fe y por el deseo de perfección, que no es otra cosa que vivir según la voluntad del Padre. Jesús no vino para traer una nueva religión; su empeño más bien está en demostrar cómo se tiene que vivir la religión, redefinida como la experiencia del hombre con las realidades espirituales. Por eso tiene un valor cósmico y universal. Jesús recibió a personas de todas las razas y estratos sociales. Nuestro Padre nos da la oportunidad a cada hombre por igual; es a nosotros a quien toca decidir si aceptar o rechazar tan sublime propuesta. Esto es lo único que determina si trascendemos o nos perdemos.
El agua de vida sigue fluyendo de ese inagotable manantial que es el evangelio del reino. Quien tenga sed no tiene otra cosa que hacer que pedirla y, como aseguró el Maestro, será saciado para siempre. Esa es mi experiencia y la de todos los que hemos probado el agua de vida y, al igual que la mujer de Sicar, nuestras vidas han sido transformadas. Y, si nuestras vidas han sido transformadas, quiere decir que las de otros también lo serán.
«Heme aquí, yo estoy a las puertas y llamo». Esta invitación sigue vigente, no hay más condición que la de aceptar. Nuestro Padre espera que el hombre abra la puerta de su corazón y que tengamos la disposición de entregar nuestra voluntad a Él, y entregar nuestra voluntad al Padre no es más que la disposición interior de hacer todo lo que es ético, todo lo que es bello y todo lo que denote bondad y amor. Esta entrega nunca es un sacrificio, es más bien un regocijo que sublima el alma e impulsa al hombre a metas cada vez más altas en una búsqueda de valores supremos. Cuando esto ocurre se realiza el milagro del nuevo nacimiento.
Este llamado de amor no está limitado a un grupo específico racial ni social, ni está determinado por el sexo ni la condición moral. Dios ama al hombre y, en correspondencia, el hombre debe amar a Dios. Cuando sucede realmente nace una nueva criatura y entonces puede decir: he aquí todas las cosas son hechas nuevas. Esta es la religión que proclamó y vivió Jesús, y la que tenemos que vivir si somos consecuentes con nuestra fe. Esta es la única manera que tenemos para demostrar que somos hijos de Dios, y si somos hijos de un Padre por lo tanto somos hermanos. Y si somos hermanos significa que hemos derribado las barreras de prejuicios y tabúes. DIOS ama a cada uno de sus hijos y nosotros debemos amarnos como hermanos. Cuando esto suceda estaremos construyendo el reino del amor. Que el Señor nos ayude en tan sublime y noble tarea. Una vez más, miremos el ejemplo del Maestro, no como simple espectador sino para ponerlo en práctica y hacer de él el modelo para nuestras vidas. El mundo está lleno de samaritanas que claman por el agua de vida; a nosotros nos corresponde la tarea de llevarlas hasta el pozo que nunca se agota.
Luz y Vida — Núm. 15 — Presentación | Luz y Vida — Núm. 15 — Diciembre 2008 — Índice | El Ajustador y la experiencia |