© 2023 Helena Bañas
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Este documento trata del autodominio, esa habilidad que nos permite gestionar adecuadamente nuestras emociones e instintos, a «responder» a ellos en lugar de «reaccionar», clave en la inteligencia emocional, un término que popularizó Daniel Goleman en la década de los 90.
Dice una cita de El libro de Urantia que «la madurez emocional es esencial para el autocontrol» (LU 52:6.6), y otra que «el autocontrol es la manifestación de la grandeza» (LU 28:6.20). De modo que la grandeza sería sinónimo de madurez emocional. Un buen comienzo para conseguir este objetivo es conocernos mejor. Entender el funcionamiento de nuestro sistema nervioso (SN) puede ayudarnos a adecuar nuestra conducta.
El libro de Urantia contiene entre sus páginas las verdaderas «claves» para lograr este autodominio y aportaría a la ciencia aquello que no puede descubrir por sí misma, aquello que le es invisible y enigmático. Nos revela lo que somos realmente.
Me explico: la ciencia atribuye la capacidad de autorregulación o autocontrol a nuestro cerebro, y establece que es el asiento de nuestras emociones, nuestra conducta y nuestros pensamientos, pero siempre acaba topando con el clásico «problema» mente-cerebro o el difícil problema de la consciencia, para el que neurocientíficos y filósofos no acaban de encontrar una verdadera explicación y lo acaban tachando de «misterio».
Pero ¿son nuestros pensamientos y emociones una cuestión de bioquímica cerebral**?**
Muchos así lo creen. Esta época neurocentrista comenzó hace más de tres décadas con Thomas Willis, pionero de las neurociencias, y sigue hasta nuestros días, pero ya otros como Nikola Tesla intuyeron que «el cerebro es solo un receptor» y que «en el universo hay un núcleo de donde obtenemos el conocimiento, la fuerza y la inspiración».
Para abordar esta cuestión, comenzaremos por plantearnos qué es la vida:
La vida es realmente un proceso que se produce entre el organismo (la yoidad) y su entorno. (LU 112:1.13)
Inicialmente, los organismos más primitivos son totalmente dependientes del entorno (LU 65:6.7)pero, a medida que evolucionamos, desarrollamos un tabernáculo físico (cerebro) capaz de alojar la mente y de reaccionar de forma inteligente a los estímulos del medio y después a los estímulos originados dentro de nosotros mismos (LU 65:0.1). Con la evolución, esta mente se va haciendo cada vez más dominante y puede manipular el entorno mismo (LU 65:6.9).
Esta relación dinámica con el entorno es importantísima porque va a «moldearnos» y puede incluso cambiar la estructura de nuestro cerebro e incluso de nuestros genes.
Así pues, ¿quiénes somos realmente? ¿Cuáles son las energías que nos componen?
El libro de Urantia nos dice que el espacio no está vacío, sino que está bañado por tres energías cósmicas que proceden de las Deidades del Paraíso, sometidas a metamorfosis increíbles: energía física, energía mental y energía espiritual. Las tres están íntimamente correlacionadas y son diferentes ámbitos de la misma realidad cósmica (LU 65:7.8) que Dios ha puesto en circuito por todo el espacio (LU 3:2.4).
En nuestra experiencia, estas tres energías se manifiestan en: 1) el cuerpo físico, cuya parte más importante es el cerebro, 2) la mente y 3) el espíritu que nos habita. Así es que somos la suma de estas partes y constituyen nuestro yo (la individualidad). Nuestra personalidad unifica todos estos factores para poder relacionarnos con otras realidades cósmicas (LU 112:1.18).
Y algo muy importante en relación a nuestra individualidad, y que nos comentan en el documento 112, es la relación o jerarquía que mantienen entre sí estas realidades porque nos indica quién nos dirige realmente. Nuestro cuerpo material (cerebro) está subordinado a la mente (que es coordinadora) y a la fuerza espiritual interior, que es verdaderamente la que «supercontrola», la que dirige en potencia (LU 112:2.1). O lo que es lo mismo: nuestro cuerpo es «la repercusión física de la acción creativa de la mente-espíritu» (LU 42:12.14). Por lo tanto, un cerebro reacciona pero no puede dirigir nuestra vida.
De ahí que los reveladores nos consideren como un espíritu en potencia que tiene un cuerpo, y no al revés (LU 42:12.12). Y esto es así porque nuestra meta es espiritual, ya que Dios es espíritu y nosotros somos su progenitura, sus hijos.
Pero antes de hablar del cerebro, tenemos que hablar de qué es la mente, la consciencia. Y ya sabemos que es un tipo de energía que no es ni física ni espiritual, no visible. He aquí una cita totalmente esclarecedora:
Mente. El mecanismo del organismo humano que piensa, percibe y siente. La experiencia total consciente e inconsciente. La inteligencia asociada a la vida emocional que se eleva hasta el nivel del espíritu a través de la adoración y de la sabiduría. (LU 0:5.8, negrita añadida).
Sería por tanto en la mente (no el cerebro) donde se generan ideas, sentimientos y tenemos percepción a través de los sentidos. Es la sede de la inteligencia racional y emocional. Y el SN es indispensable para captar y procesar los estímulos externos e internos, llevarlos a la mente y luego hacer posible expresar la respuesta de nuestra mente-personalidad.
La mente cósmica procede del Espíritu Infinito y se nos dona a través de la Ministra Divina del universo local como una porción impersonal en forma de circuito individualizado, separado de los circuitos mentales indiferenciados de este Espíritu (LU 9:5.4).
Algo muy importante es que la mente no solo es un sistema energético, sino que también conlleva la presencia y actividad de un ministerio viviente (LU 42:10.7), el ministerio del Espíritu Madre que lo ejerce a través de sus «hijos», los siete espíritus-mente adjutores (LU 42:10.7). Estos espíritus son también circuitos que se superponen a la parte de la mente maquinal o no enseñable. Utilizan las regiones de nuestro cerebro necesarias para ejercer su función de «mediadores». De ellos depende nuestra evolución (LU 65:6.10).
Y las ángeles son una prueba de que el cerebro no es necesario para tener emociones, pues ellas no tiene un cuerpo material y sin embargo comparten todos nuestros sentimientos y emociones salvo las sensuales (LU 38:2.1).
Y aquí tenéis algunas citas (no textuales) que definen lo que es la mente:
Las leyes de la física no responden al aprendizaje; son inmutables e inalterables. Las reacciones de la química no las modifica la educación; son uniformes y fiables. Aparte de la presencia del Absoluto No Cualificado, las reacciones eléctricas y químicas son previsibles. Pero la mente puede sacar provecho de la experiencia, puede aprender de los hábitos de comportamiento reactivos en respuesta a la repetición de los estímulos. (LU 65:6.8).
Esto abre una gran puerta de oportunidades en la educación y la psicología. Los reveladores nos dicen que la mente puede reconocer de manera innata, gracias a la personalidad y al ministerio espiritual, y responder a las tres realidades básicas del cosmos (LU 16:6.5): 1) la realidad relacionada con los sentidos físicos, la causalidad, el ámbito científico, 2) el deber, el ámbito de la moral y 3) la adoración, el ámbito espiritual de la realidad, la visión interior más elevada.
La personalidad, ese don divino sin el que nuestra mente no se concibe, sería esa cualidad en la que reside la autoconsciencia y la capacidad de elección, nuestro libre albedrío. Es una pieza clave en nuestro autocontrol.
Es nuestra personalidad la que decide someterse al «supercontrol» del espíritu o seguir los impulsos hereditarios «animales» del cerebro. Esta es nuestra paradoja humana (LU 111:6.2). Y la mente sería el terreno de esa elección, casi lo único sometido a la voluntad de nuestra personalidad (LU 111:1.5). Ha sido puesta en nuestras manos, sometida a nuestras propias decisiones, y es a través de ella como vivimos o morimos.
Es este mundo interior creativo el que realmente podemos cambiar y elegir si será espontáneo o estará controlado (LU 111:4.9), ya que el entorno no lo podemos cambiar (LU 111:4.8). El hecho de que tengamos personalidad implica que podemos elegir no ser esclavos de nuestras pasiones, sino arquitectos de nuestro propio destino eterno (LU 103:5.10).
Y es la presencia de estos dones divinos en nosotros la explicación de que la consciencia sea un enigma para los científicos y qué no esté al alcance de su método de análisis. En cambio, en las últimas décadas la ciencia ha profundizado mucho en el conocimiento del cerebro debido, sobre todo, a los novedosos métodos de neuroimagen, como la resonancia nuclear magnética funcional.
El cerebro procede de la evolución física animal y está sometido por tanto a la herencia genéticae. Es producto de la creatividad de los seres espirituales responsables de nuestra evolución biológica. En el documento LU 42:12.11se nos dice que «el enlace entre la mente cósmica y el ministerio de los espíritus-mente adjutores desarrolla un tabernáculo físico adecuado para el ser humano en evolución».
La energía mental está completamente enraizada en nuestro cerebro (LU 9:5.5) que, con su SN asociado, tendría una capacidad innata para responder al ministerio mental, de la misma forma que la mente tiene cierta capacidad de dejarse guiar por el espíritu (LU 65:6.10). Es así como nuestra mente hace de perfecta mediadora entre estos dos opuestos universales (LU 12:8.13).
Y es la presencia de estos dones divinos en nosotros y su integración perfecta con nuestro cerebro electroquímico la responsable de la incapacidad que tienen los científicos para discernir lo que es la mente, observando tan solo una reacción aparentemente biológica y natural (LU 65:7.2).
Y como el cerebro es el último eslabón sobre el que actúan estos dones (mente, espíritu y personalidad) (LU 16:8.2), todos van a estar limitados de alguna manera por esta capacidad cerebral heredada (que repercute tanto en nuestra capacidad intelectual como en nuestro progreso espiritual) (LU 58:6.7 y LU 65:8.4).
Y para cumplir su función, nuestro cerebro es tremendamente complejo. Se dice que es la máquina más perfecta que existe, teniendo la neurociencia aún mucho que descubrir. Puede estudiarse de muchas maneras, tanto basándose en sus regiones anatómicas como desde el punto de vista funcional.
El cerebelo y el tallo forman parte del cerebro más primitivo, también llamado cerebro «reptiliano», que se encarga de gestionar nuestros instintos. Su función es de pura supervivencia.
A continuación aparece el sistema límbico, también conocido como «cerebro emocional» o «cerebro químico», el encargado de procesar nuestras emociones, que es también vital en la homeostasis de nuestro organismo y en la memoria. Es el lugar de la impulsividad.
Por último, la corteza cerebral o neocórtex, la parte más reciente en la evolución, se activa para realizar las funciones superiores de las que somos conscientes. Es nuestro cerebro «pensante». El libro de Urantia nos revela que somos criaturas de dos cerebros en base a esta corteza dual: «del tipo urantiano de corteza cerebral de dos hemisferios» (LU 49:5.14).
Esta corteza se divide en diferentes lóbulos desde el punto de vista anatómico, cada uno con funciones específicas. El más importante en nuestro control emocional es el lóbulo frontal. Es el responsable de procesos cognitivos complejos, las llamadas funciones ejecutivas; es decir, posibilita que podamos elegir, planificar y tomar decisiones voluntarias y conscientes.
La corteza orbitofrontal, que forma parte de la corteza prefrontal, está implicada en el procesamiento y control socioemocional a través de sus conexiones con la amígdala. Constituye una especie de modulador de las respuestas proporcionadas por la amígdala. Este sería el núcleo fisiológico de la inteligencia emocional según Goleman, o centro de gestión entre pensamientos y sentimientos.
Estas estructuras cerebrales van a ser las que reaccionarán al ministerio mental, según las circunstancias de nuestra vida y motivará una respuesta o conducta. Y esto lo facilitará la unidad funcional del cerebro, la neurona, que es la célula encargada de transmitir y procesar la información a lo largo de todo el SN. Se caracteriza porque puede ser excitada eléctrica y químicamente. Está formada por un cuerpo, un axón y las dendritas que sirven para transmitir la información de unas a otras a través de un mecanismo llamado sinapsis, liberando neurotransmisores que van a «bañar» nuestro cerebro de todo tipo de sensaciones.
La neurona tiene una forma peculiar, un diseño adecuado para recibir el impulso de la energía mental y ser activada así eléctricamente para transmitir la información a toda velocidad a aquellas regiones del cuerpo que deben reaccionar a ese impulso.
Existen más de 100.000 millones, cada una con capacidad para miles de conexiones, que forman caminos, circuitos o redes neuronales. Cada vez que aprendemos algo se forman nuevas conexiones, nuevas redes. Su complejidad explicaría la gran diversidad de caracteres y comportamientos. Cuanto más transitemos por nuevos caminos (repeticiones), más hábitos adquirimos y más rápido se transmite la información.
Los investigadores creían que las neuronas muertas no se podían regenerar, pero Ramón y Cajal, neurocientífico español de principios del siglo XX, intuyó que en el futuro esto podría cambiar. Y realmente ha sido así. Experimentos recientes han demostrado nichos neurogénicos en determinadas zonas del cerebro, como el hipocampo. Esta capacidad regenerativa se llama neurogénesis y es clave en la plasticidad neuronal o neuroplasticidad, la asombrosa capacidad del SN de adaptarse y reaccionar al entorno, siempre cambiante, modificando su estructura y funcionalidad a través de la modificación de la fuerza sináptica, la creación de nuevas conexiones y la formación de nuevas redes neuronales.
Pero para crear nuevas redes neuronales hay experimentos del neurocientífico americano Michael Merzenich que demuestran que no es suficiente con las repeticiones; son necesarias altas dosis de atención concentrada. Así pues, la experiencia (nuestras elecciones y pensamientos) más la atención provocan los cambios en el cerebro. El cerebro, por tanto, puede modificarse asimismo a partir del entrenamiento, y esto es muy esperanzador para la medicina.
El sistema límbico es la parte de nuestro cerebro que regula y expresa nuestras emociones. Los científicos no se ponen de acuerdo en cuántas estructuras forman parte de este sistema. Las más importantes son: la amígdala, el hipocampo, el tálamo, el hipotálamo, la hipófisis y la corteza cingulada.
Particularmente importante en la expresión de las emociones es la amígdala, con forma de almendra. Son dos y se ubican en lo profundo de los lóbulos temporales. Son muy complejas y mantienen múltiples conexiones con otras áreas, en especial con el tálamo y la corteza prefrontal.
Y aquí hay que destacar la importancia del neurocientífico Joseph LeDoux, que descubrió gran parte de los circuitos nerviosos del sistema límbico, entre ellos la base neural de las reacciones emocionales humanas, que explicaba con la ramificación neuronal existente entre el tálamo y la amígdala.
El funcionamiento del cerebro emocional comienza con un estímulo sensorial externo o interno relevante que llega hasta el tálamo, donde es reconvertido en estímulo cerebral que ya es entendido por las células neuronales. Después del tálamo, la mayor parte del estímulo pasa a la zona del neocórtex especializada en la evaluación de la información (córtex visual en el caso de un estímulo proveniente del ojo) y en diseñar y emitir una respuesta, mandando las órdenes necesarias a los órganos necesarios.
En el caso de que la información requiera una respuesta emocional, el neocórtex enviará la señal a la amígdala, que dará las órdenes necesarias para dar la respuesta emocional oportuna. En esa respuesta intervendrán el hipotálamo, los nervios, el sistema motriz y el sistema hormonal, provocando reacciones en diferentes partes del cuerpo, como puede ser la secreción de hormonas o el movimiento de una mano.
Pero no toda la información va al neocórtex; una pequeña porción va directamente a la amígdala por una vía más corta. Esto permite una respuesta más rápida si fuera necesario, tiempo imprescindible si atendemos a la necesidad de supervivencia de una especie evolutiva. Así, hay momentos en los que la emoción se antepone a la razón.
En el caso de la ira o de emociones intensas, la amígdala «roba» la activación de otras áreas como el córtex, dominando la conducta del sujeto y apagando el área que nos hace más racionales, más humanos, llevando al fenómeno conocido como secuestro amigdalar. «La ira consume la salud, envilece la mente y obstaculiza al maestro de espíritu que hay en el alma del hombre» (LU 149:4.2).
En una situación de estrés normal, la activación amigdalar conlleva la activación del eje HPA (hipotálamo-hipófisis-suprarrenal). El resultado es la secreción por la glándula adrenal de adrenalina y corticoides, así como la activación del SN autónomo y de nuestras defensas, necesarios para dar una respuesta rápida ante una emergencia en nuestro entorno Una vez pasado el evento, nuestro cuerpo se encarga de volver a su equilibrio normal, también facilitado por el sistema límbico y sus conexiones.
En caso de que la reacción persista, se produce un proceso crónico de angustia emocional, como por ejemplo eventos adversos de la vida, soledad y abuso, con una excesiva utilización o manejo deficiente de hormonas, corticoides y catecolaminas por esta compleja red neuroendocrinoinmune, que produce un impacto negativo sobre el sistema nervioso, endocrino e inmune. El resultado final de la falta de autocontrol ante factores estresantes externos o internos es un estado físico proinflamatorio (hipercortisolismo).
Los glucocorticoides producen efectos en el cerebro y el cuerpo tanto genómicos como no genómicos a través de múltiples sitios y vías (NF-kbeta, TNFa), causando un amplio espectro de enfermedades (depresión, diabetes, trastornos inmunoalérgicos, cáncer), que son las principales causas de discapacidad y mortalidad en todo el mundo.
Este estado de pérdida de control es particularmente neurotóxico y causa atrofia del hipocampo y la corteza prefrontal, por un lado, y la hipertrofia de la amígdala por el otro; ambas debilitan la función cognitiva y aumentan la hiperactividad emocional. Esta desregulación conlleva una incidencia muy negativa en la neurogénesis y la neuroplasticidad, y puede modificar nuestro genoma a través de modificaciones epigenéticas.
La epigenética es otro dispositivo adaptativo molecular que responde a las necesidades ambientales mediante la regulación de la expresión génica. Es muy importante en la plasticidad neuronal. Se refiere a los cambios que se producen en nuestro ADN sin alterar su secuencia o «los mecanismos que permiten programar un genoma de muchas maneras». Un ejemplo son las células de nuestro cuerpo, cada una con su identidad y función.
Las tres modificaciones epigenéticas son tres: metilación de ADN, modificación de histonas y micro ARN. El resultado es que se pueden activar o desactivar genes (de forma reversible o irreversible).
En definitiva, nuestra manera de vivir determinará lo que seremos y estos cambios se pueden transmitiir a la descendencia. Esto se apunta en la cita:
… Cuando la ansiedad llega a volverse dolorosa inhibe la actividad y provoca indefectiblemente cambios evolutivos y adaptaciones biológicas. El dolor y el sufrimiento son esenciales para la evolución progresiva. (LU 86:2.1, negrita añadida)
Esta adaptación es una relación dinámica en la que la neuroplasticidad, la epigenética y la neurogénesis están totalmente interrelacionadas y sujetas a la actitud de nuestra personalidad, a nuestras elecciones (tanto en sentido positivo como negativo). Aunque nuestra biología esté diseñada para adaptarse positivamente al entorno siempre cambiante, cuando la respuesta es desproporcionada y no está bajo nuestro control mental puede hacernos sufrir mucho, dificultar nuestras relaciones, derivar en una enfermedad y, en último término, hacernos fracasar en el arte de vivir.
La otra cara de la moneda es que ¡podemos cambiar esas rutas neuronales y decidir «tocar una sinfonía»! Podemos decidir ser el director de orquesta que use la capacidad plástica de nuestro cuerpo con un resultado armonioso, como una melodía, de forma que nuestro cerebro libere neurotransmisores tales como las endorfinas, serotonina, oxitocina, dopamina, que los científicos denominan «el cuarteto de la felicidad». Pensemos en cuando estamos enamorados…
Jesús animaba a sus seguidores a reaccionar de forma dinámica y positiva en todas las situaciones de la vida. (LU 159:5.9, 1770.1)
Pero… ¿cómo? ¿Podemos conseguir esta transformación únicamente con un acto de nuestra voluntad, deseando tan solo ser optimistas?
Muchos dirán que es imposible porque estamos determinados genéticamente, pero Jesús nos dijo que aunque nuestros impulsos heredados no se pueden modificar, nuestras reacciones emocionales a ellos sí; podemos mejorar nuestro carácter y nuestra naturaleza moral cuando nuestras emociones están integradas y coordinadas en una personalidad unificada (LU 140:4.8, LU 118:8.2). Y esto debería ser la meta de la educación, colaborar al desarrollo de una personalidad equilibrada (LU 195:10.17).
La clave para conseguirlo no es a través del antiguo camino de una vida de abnegación, «La teoría muerta, incluso de las doctrinas religiosas más elevadas, no tiene poder para transformar el carácter humano ni controlar el comportamiento de los mortales» (LU 34:6.6), sino a través del nuevo camino que trajo Jesús en que lo primero es ser transformados por el espíritu. En este reino deberíamos de convertirnos en unas «criaturas nuevas» (LU 143:2.3).
El secreto del autocontrol es el espíritu interno que nos habita, el Espíritu del Padre y el nuestro, que siempre actúa por amor y nos libera (LU 143:2.7). Este espíritu no posee ningún mecanismo especial para expresarse sino a través de nuestra mente; y lo hará a través de los pensamientos más elevados, no de las emociones. «Sentir un impulso fuerte y extraño por hacer algo o ir a cierto lugar no significa necesariamente que esos impulsos sean directrices del espíritu que mora en el interior» (LU 159:3.6). Esta cita nos viene a insinuar que el autocontrol trabaja en el córtex para hacer ese «duplicado espiritual», no en el cerebro emocional.
Y hoy, Jesús (su Espíritu) sigue transformándonos. «Él unifica la vida, ennoblece el carácter…» porque «entra en la mente humana para elevarla, transformarla y transfigurarla» (LU 100:7.18, negrita añadida).
En la adoración, la mente se pone en contacto con el espíritu (LU 160:3.1) y la energía espiritual fluye realizando esas transformaciones en nosotros. El adjutor de adoración es posible que «active» nuestras glándulas endocrinas cerebrales (hipófisis y pineal) para que liberen esos neurotransmisores y hormonas que van a influir en nuestra receptividad espiritual y nos produzcan esa paz y bienestar (LU 49:5.19).
Ni la psicología ni el idealismo es comparable al efecto que ocasiona en nosotros esta energía espiritual. Y repetir esta práctica con atención es esencial para que nuestras reacciones se conviertan en hábitos y desarrollemos una especie de reflejo condicionado espiritual (LU 100:1.8) que hace que nuestro carácter crezca «como un grano de mostaza» (LU 140:8.27). Esto nos facilita también alcanzar progresivamente los círculos psíquicos de nuestra personalidad (LU 110:6.6) y que cada día que vivimos encontremos más fácil hacer lo que es justo (LU 156:5.13).
Cada vez será más fácil tener autocontrol, porque se van «labrando» caminos (redes neuronales) que transforman nuestro cerebro plástico. Eso lo muestra hoy la neurociencia: la meditación puede cambiar determinadas áreas de nuestro cerebro e incluso la expresión de genes inflamatorios y epigenéticos-moduladores, favoreciendo nuestra resiliencia, salud y longevidad.
Estas maravillosas transformaciones de nuestro carácter humano que «las leyes de la fisiología, la psicología y la sociología no pueden explicar» (LU 102:2.3), pronto se van a manifestar en nosotros en los frutos del espíritu, que son: «el amor, la alegría, la paz, la paciencia, la amabilidad, la bondad, la fe, la mansedumbre y la templanza». Estos frutos son lo máximo que podemos alcanzar en este vida, «el verdadero dominio de nosotros mismos» (LU 143:2.8). De ahí que Jesús no se cansara de proclamar: «Buscad primero el reino…» (LU 140:1.5). Y cuando lo encontramos, los problemas no desaparecen, pero se «disuelven» (LU 196:3.1). Empezamos a sentir lo que es la verdadera libertad, «el fruto del autocontrol» (LU 54:1.6).
Unificando nuestro sistema físico, mental y espiritual es como nuestra personalidad consigue niveles elevados de vida, bienestar, felicidad verdadera y salud (LU 100:4.3).
Esta es también la finalidad de la evolución cósmica, la unificación de la personalidad mediante el dominio creciente del espíritu, pues esta personalidad (humana o superhumana) se caracteriza por una cualidad cósmica inherente que es la evolución del dominio, «la expansión del control tanto de sí misma como de su entorno» (LU 112:2.15) para conseguir esa unidad que es Dios.
Y en todos los seres vivos existe un «ansia insaciable de lograr una perfección cada vez mayor en el ajuste al entorno, en la adaptación del organismo y en una realización más amplia de la vida» (LU 65:6.2) de responder al mandato de nuestro Padre de ser «perfectos como yo soy perfecto» (LU 1:0.3). Y este objetivo es «perfectamente compatible con la alegría de vivir y con el éxito de una carrera honorable en la tierra» (LU 110:3.4) porque «este nuevo evangelio del reino presta un gran servicio al arte de vivir porque proporciona un nuevo incentivo más rico para una forma de vida más alta» (LU 160:3.5).
¡Podemos cambiar! Aunque tengamos que intentarlo muchas veces. Y ciertas serafines algún día nos preguntarán: «si falláis, ¿os levantaréis indomablemente para volver a intentarlo?». De ellas aprenderemos «a aceptar los desafíos sin quejas y hacer frente sin miedo a las dificultades y las incertidumbres» (LU 48:6.35). «Solo el hombre puede alcanzar el arte de vivir» (LU 160:1.5, negrita añadida). Y quién sabe si este arte podría producir cambios evolutivos y de adaptación en nuestro genes que nos lleven a las ansiadas eras de luz y vida.
Convirtamos a Jesús en el «Daniel Goleman» del futuro. En su mensaje está la verdadera semilla de la inteligencia emocional. Su religión, en esta «nueva edad de mentes científicas y tendencias materialistas, en este gigantesco conflicto entre lo secular y lo espiritual acabará triunfando» (LU 195:4.5).
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Daniel Goleman. «Rasgos Alterados. La ciencia revela cómo la meditación transforma la mente, el cerebro y el cuerpo».
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