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En este mundo de grandes conquistas y conquistadores solo hubo un vencedor, y este vencedor es Aquel que supo vencer el mal con el bien. Esta es la más grande de todas las conquistas.
A lo largo de la historia de este mundo ha habido muchos conquistadores, que conquistaron naciones, países y tierras. Alejandro Magno, Julio Cesar, Gengis Kan, Napoleón y toda una galería de personajes que desfilaron a lo largo de la historia. Pero estos conquistadores llevaron a cabo sus hazañas por medio de la espada o el fusil, por medio de la fuerza y obligando a otras naciones a someterse bajo sus pies, o bien para dar pan y comida al pueblo, y en toda su gloria y conquistas nunca pudieron ofrecer a este mundo una esperanza de vida, de vida eterna, de paz y felicidad verdadera y libertad a largo plazo. Las conquistas por la espada o el fusil solo pueden dar la libertad temporal a algunos y esclavizar a otros.
Si un hombre ha de ser absolutamente libre, entonces otro tendrá que convertirse en un esclavo absoluto. (LU 134:6.1)
De toda la gloria y triunfos de estos grandes conquistadores ¿qué nos queda hoy de esos grandes personajes y conquistas? Solo unas cuantas ruinas y monumentos para el deleite de los turistas.
Pero hubo un personaje en Nazaret que, trabajando humildemente en su taller de carpintería, empezó a enseñar y a formular las más grandes enseñanzas que el mundo ha escuchado nunca y que cambiaron el curso de la historia. De Jesús se ha hablado muchísimo, se han escrito libros, tratados de filosofía, se han hecho películas, comentarios, documentales, dibujos, pinturas etc. De Jesucristo se ha hablado casi más que de ningún otro personaje en la historia.
Cuando miramos hacia la cruz de Jesús, deberíamos mirar la muerte de un héroe.
Demasiadas veces y durante demasiado tiempo nos han presentado a ese Cristo seco, triste y doliente en crucifijos en algún lúgubre rincón de iglesia, o bien todo ese morboso espectáculo de exhibicionismo en las calles presentando a ese Cristo triste sangrante y doliente. Ese espectáculo solo puede producir en la pobre mente de los niños y algunas personas una sensación de juicio, miedo y terror.
De una vez por todas dejémonos ya de todo ese exhibicionismo de crucifijos y procesiones…porque las tinieblas van pasando y la Luz verdadera ya alumbra. (I Juan 2:8) La iglesia Católica, Apostólica y Romana, la que se supone debería ser la punta de lanza y no permitir esas cosas, es altamente responsable de permitirlo, algo que Jesús jamás predicó ni enseñó.
Todo ese morboso espectáculo de tristeza, dolor, penitencias, azotes y flagelaciones, tanto en el cristianismo como en otras religiones, por muy buena fe que pongan sus fieles en ello, no ayuda en absoluto a adquirir un verdadero carácter y crecimiento espiritual. Al contrario, solo infla mas el ego espiritual de esas personas, y su orgullo de mostrar a los demás cuan religiosos son.
Todo ese sopor, oscuridad y exhibicionismo solo conduce a las personas a una irrealidad muy alejada de las enseñanzas del Maestro; con razón se ha dicho algunas veces que la religión es el opio del pueblo. Todo ese espectáculo de penitencias, flagelaciones y derramamiento de sangre - no importa la religión que practique eso- solo produce asco y repugnancia al propio Jesús y a los seres celestiales que lo contemplan.
La idea bárbara de apaciguar a un Dios enojado, de hacerse propicio a un Señor ofendido, de obtener los favores de la Deidad mediante sacrificios y penitencias e incluso por medio del derramamiento de sangre, representa una religión totalmente pueril y primitiva, una filosofía indigna de una época iluminada por la ciencia y la verdad. Estas creencias son completamente repulsivas para los seres celestiales y los gobernantes divinos que sirven y reinan en los universos. Es una afrenta a Dios creer, sostener o enseñar que hace falta derramar sangre inocente para ganar su favor o desviar una cólera divina ficticia. (LU 4:5.4)
Hoy en día los jóvenes y muchas personas están acostumbrados a ver en sus juegos, en los libros, novelas y películas y en personajes históricos a su héroe favorito que, aunque pasa toda clase de problemas y dificultades, al final siempre sale victorioso como un héroe. Pues bien, aunque esta puede ser una comparación bastante práctica, cuando miramos hacia la cruz de Jesús deberíamos ver a ese héroe valiente y valeroso muriendo por una causa noble. La causa más noble de todos los tiempos. Pero ese Jesús triste y frío con cara de vagabundo o de místico dulce afeminado de bonitos ojos azules tipo estampita dominical no atrae a los jóvenes y a la mayoría de personas. No es de extrañar que muchas personas y jóvenes no se interesen en absoluto por la causa de Jesús y sus maravillosas enseñanzas.
Los retratos de Jesús han sido muy desacertados. Esas pinturas de Cristo han ejercido una influencia perjudicial sobre la juventud; los mercaderes del templo difícilmente hubieran huido delante de Jesús si éste hubiera sido el tipo de hombre que vuestros artistas han representado generalmente. Su masculinidad estaba llena de dignidad; era bueno, pero natural. Jesús no tenía la actitud de un místico apacible, dulce, suave y amable. Su enseñanza era conmovedoramente dinámica. No solamente tenía buenas intenciones, sino que iba de un sitio para otro haciendo realmente el bien. (LU 141:3.6)
Cuando Jesús murió en aquella cruz murió como un verdadero héroe, con una serenidad y valentía que incluso asombró a sus enemigos. En los intensos dolores de la crucifixión, Jesús no murió maldiciendo y quejándose; conservó su dignidad y valentía hasta el final. Uno de los ladrones que habían crucificado junto a él y el propio centurión y capitán romano encargado de los soldados, no pudieron resistir la gran valentía y convicción con que moría Jesús, y sus corazones abrazaron enseguida la causa del Maestro.
Cuando el centurión romano vio cómo Jesús había muerto, se golpeó el pecho y dijo: «Éste era en verdad un hombre justo; debe haber sido realmente un Hijo de Dios». Y a partir de ese momento empezó a creer en Jesús. (LU 187:5.5)
Uno de los ladrones que había sido un bandido y un admirador de Barrabás en esos momentos se dio cuenta al mirar el bondadoso rostro del Maestro que había vivido una vida y una causa equivocada.
Cuando vio la manera en que Jesús afrontaba la muerte en la cruz, este ladrón ya no pudo resistir la convicción de que el Hijo del Hombre era en verdad el Hijo de Dios. Este joven había considerado a Barrabás como un héroe. Ahora veía que se había equivocado. Aquí en la cruz, a su lado, veía a un hombre realmente grande, a un verdadero héroe. Éste era un héroe que inflamaba su fervor e inspiraba sus ideas más elevadas de dignidad moral y vivificaba todos sus ideales de coraje, de virilidad y de valentía. Al contemplar a Jesús, brotó en su corazón un sentimiento irresistible de amor, de lealtad y de auténtica grandeza. (LU 187:4.5)
Junto a las grandes conquistas y conquistadores que hemos tenido en este mundo, tanto ahora como en épocas pasadas, también ha habido grandes hombres de paz, desde los antiguos profetas y Hombres de Dios, hasta los tiempos más recientes. Buda, Gandhi, etc., toda una galería de hombres de paz, que son muchos para nombrarlos aquí. Todos ellos, al igual que Jesús, fueros hombres y mujeres que practicaron la no violencia, y demostraron que la palabra, el amor, la paz y la tolerancia eran más poderosos que la espada y el fusil, e influyeron y cambiaron el curso de la historia.
De todas las horribles guerras que hemos tenido, y detrás del orgullo de estos conquistadores, solo hubo un vencedor, y este fue Aquel que supo vencer el mal con el bien.
Sólo hubo un vencedor; sólo hubo uno que salió de estas amargas luchas con un prestigio realzado —y éste fue Jesús de Nazaret y su evangelio de vencer el mal con el bien. El secreto de una civilización mejor está encerrado en las enseñanzas del Maestro sobre la fraternidad de los hombres, la buena voluntad del amor y de la confianza mutua. (LU 194:3.12)
La muerte de Jesús en aquella horrible cruz podía parecer la más grande de las derrotas a los ojos de muchas personas, pero en verdad fue la más grande de todas las victorias.
Disfrutar de los privilegios sin abusar, emplear la libertad sin libertinaje, poseer el poder y negarse firmemente a utilizarlo para el engrandecimiento propio - éstos son los signos de una civilización elevada. (LU 48:7.8)