© 2000 The Brotherhood of Man Library
Jesús gozaba de una fe sublime y sin reservas en Dios. Experimentó los altibajos normales y corrientes de la existencia mortal, pero nunca puso religiosamente en duda la certidumbre de la vigilancia y la guía de Dios. Su fe era el fruto de la perspicacia nacida de la actividad de la presencia divina, su Ajustador interior. Su fe no era ni tradicional ni simplemente intelectual; era enteramente personal y puramente espiritual.
El Jesús humano veía a Dios como santo, justo y grande, así como verdadero, bello y bueno. Todos estos atributos de la divinidad los enfocó en su mente como «la voluntad del Padre que está en los cielos». El Dios de Jesús era al mismo tiempo «el Santo de Israel» y «el Padre vivo y amoroso que está en los cielos». El concepto de Dios como Padre no era original de Jesús, pero exaltó y elevó la idea hasta el nivel de una experiencia sublime mediante la realización de una nueva revelación de Dios y la proclamación de que toda criatura mortal es hija de este Padre del amor, un hijo de Dios.
Jesús no se aferró a la fe en Dios como un alma que lucha en una guerra contra el universo y en una pelea a muerte con un mundo hostil y pecaminoso; no recurrió a la fe simplemente para consolarse en medio de las dificultades o para animarse cuando lo amenazaba la desesperación; la fe no era para él una simple compensación ilusoria ante las realidades desagradables y las tristezas de la vida. En presencia misma de todas las dificultades naturales y de todas las contradicciones temporales de la existencia mortal, experimentó la tranquilidad de una confianza suprema e incontestable en Dios y sintió la formidable emoción de vivir, por la fe, en la presencia misma del Padre celestial. Esta fe triunfante era la experiencia viviente de un logro espiritual real. La gran contribución de Jesús a los valores de la experiencia humana no fue la de revelar tantas ideas nuevas sobre el Padre que está en los cielos, sino más bien la de demostrar de manera tan magnífica y humana un tipo nuevo y superior de fe viviente en Dios. En ningún mundo de este universo, ni en la vida de ningún otro mortal, Dios no se ha vuelto nunca una realidad tan viviente como en la experiencia humana de Jesús de Nazaret.
Este mundo y todos los demás mundos de la creación local descubren, en la vida del Maestro en Urantia, un tipo de religión nuevo y superior, una religión basada en las relaciones espirituales personales con el Padre Universal, y totalmente validada por la autoridad suprema de una experiencia personal auténtica. Esta fe viviente de Jesús era más que una reflexión intelectual, y no era una meditación mística.
La teología puede fijar, formular, definir y dogmatizar la fe, pero en la vida humana de Jesús, la fe era personal, viviente, original, espontánea y puramente espiritual. Esta fe no era una veneración por la tradición ni una simple creencia intelectual que él mantenía como un credo sagrado, sino más bien una experiencia sublime y una convicción profunda que lo mantenían en la seguridad. Su fe era tan real e inclusiva que erradicó absolutamente todas las dudas espirituales y destruyó eficazmente todo deseo contradictorio. Nada era capaz de arrancar a Jesús del anclaje espiritual de esta fe ferviente, sublime e intrépida. Incluso en presencia de una derrota aparente o en medio de la decepción y de una desesperación amenazante, se mantenía sereno en la presencia divina, libre de temores y plenamente consciente de ser espiritualmente invencible. Jesús disfrutaba de la seguridad vigorizante de poseer una fe a toda prueba, y en cada una de las situaciones difíciles de la vida, mostró infaliblemente una lealtad incondicional a la voluntad del Padre. Esta fe magnífica no se dejó intimidar ni siquiera por la amenaza cruel y abrumadora de una muerte ignominiosa. (LU 196:0.1-5)