© 2005 Jan Herca (licencia Creative Commons Attribution-ShareAlike 4.0)
Cuando Santiago y Juan Zebedeo regresaron al campamento sin noticias de Jesús, cundió la extrañeza entre el grupo de privilegiados que conocían el secreto acerca de Jesús.
En el campamento, las murmuraciones no habían tardado en hacer su aparición. Algunos empezaron a hilvanar los sucesos del día del bautismo de Jesús con las insistentes declaraciones del Bautista de los últimos meses sobre «uno mayor que yo» que «bautizaría con un fuego inextinguible». La interpretación estaba clara: aquel de quien había estado hablando Juan era un primo segundo suyo, que vivía en Cafarnaúm y que era conocido desde hacía tiempo por varios de los discípulos.
Pero para algunos, esto representó un tropiezo. ¿Acaso Juan pretendía establecer como Mesías, el «elegido», a un pariente suyo? La duda empezó a sembrarse en los corazones de varios seguidores importantes de Juan, entre ellos Esdras, uno de los cabecillas más destacados; Ezequiel, antiguo compañero nazareo de Juan; y Ariel, uno de los esenios de En Geddí que había abandonado la orden en pos de Juan. Ellos tres admiraban profundamente a su maestro, pero muchas veces no coincidían con Juan en su visión, y solían ser quienes defendían con más encono sus propuestas e ideas en las discusiones. Tenían pensamientos muy rotundos sobre el Mesías, su identidad y su revelación. Debatían con gran firmeza sobre las escrituras y las interpretaciones acerca del Libertador, y la idea predominante era que el Ungido sería un gran caudillo militar, con una destreza en la estrategia inigualable, y con un dominio del genio militar como nunca antes se había visto.
Durante esta época Juan reanudó con mayor fuerza las predicaciones. Sus discípulos se quedaron anonadados de la energía de su voz. Miles y miles de curiosos empezaron a atestar los recodos del Jordán frente a Pella, de modo que el campamento ya no podía albergar a más gente, y las tiendas se montaban junto al camino o a lo largo y ancho del valle. En sus arengas aumentó con más fuerza la idea de que el tiempo del juicio final estaba próximo, y que el reino de Dios iba a establecerse en breve. Ahora no dejaba de proclamar abiertamente que «alguien importante» había estado con ellos, pero procuraba no desvelar de quién se trataba:
—…Porque sabed que estuvo entre nosotros Aquel de quien se ha escrito por los antiguos profetas, el que lleva en la mano su bieldo y está dispuesto para aventar su era. Nosotros bautizamos con agua, pero él traerá un bautismo de fuego, y limpiará los pecados de una vez para siempre, porque el mal no volverá jamás a prevalecer sobre la Tierra.
› De él hablaban los enviados de tiempos pasados, anhelantes, y nunca pudieron escucharle ni verle, porque su tiempo no fue el tiempo de aquella generación. Pero las trompetas de los ángeles de los cuatro vientos ya están preparadas para el gran anuncio, y el campo de batalla ya está siendo chamuscado, listo para las tropas del Señor. Y dentro de poco le veréis con gloria y poder traer la libertad a los cautivos de la fe, la felicidad a los creyentes en Dios, y la paz y la justicia a los que son injustamente oprimidos por los poderosos y los altivos.
› En este día, él se manifestará a los hombres con su propio nombre, de sílabas impronunciables, y todos quedaréis admirados de su poderío y fortaleza, porque él es el Hijo de Hombre prometido que bajará a la Tierra para hacer cumplir las promesas.
Con estas y otras muchas palabras insufló Juan en los corazones de sus oyentes una inquietud creciente y una expectación inusitada. ¿De quién hablaba?, se preguntaban todos los peregrinos. Pero el Bautista no soltaba prenda, así que empezaron a circular por el campamento los inevitables chismorreos sobre Jesús.
Mucha gente, al conocer el secreto, se marchaba indignada del Jordán por lo que consideraba un burdo engaño. ¿Un hombre de Cafarnaúm, un ebanista, el Mesías? Pero sobre todo, ¿quién le conocía, quién podía testimoniar sobre él? Cuando surgía el hecho de que Juan y Jesús eran parientes, en seguida muchos se decepcionaban con la idea de un fraude.
Pero para otra mucha gente, ya fuera por auténtica fe o por mera curiosidad, el anuncio representó un nuevo aliciente para permanecer junto al Jordán. Día tras día un enorme gentío esperaba con gran entusiasmo la súbita aparición del «nuevo Mesías galileo». Pero empezaron a pasar las semanas, y el Rabí no daba señales de vida. Muchos empezaron a interrogar a Juan sobre la veracidad de la existencia de «su primo».
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Los discípulos más allegados interrogaban a Juan noche tras noche, durante las reuniones nocturnas privadas. ¿Era Jesús el Mesías, o debían esperar a otro? Si era él, ¿cómo se iba a relacionar con el grupo de seguidores de Juan? ¿Iba a tomar él la jefatura del grupo? ¿De veras él iba a organizar y enlistar a tropas para la batalla? Pero, ¿quiénes serían sus lugartenientes, y de dónde sacaría a los batallones de voluntarios?
En vista de que Jesús no regresaba, Juan procuró olvidarse del asunto y regresar a su labor rutinaria junto al Jordán y recibir a todos los peregrinos que venían a escucharle y a bautizarse. Redobló sus esfuerzos por convencer a las gentes de que «una nueva era» estaba a las puertas. Su visión profética de los tiempos se había reforzado y reavivado. Sabía o intuía que algo próximo y asombroso estaba por ocurrir. Aunque en su interior, profundos mares de dudas se removían nerviosos de un lado para otro.
Sus seguidores habían empezado a notar el cambio. Juan contaba con cerca de una veintena de discípulos comprometidos, hombres que lo habían abandonado todo por ser fieles a quien consideraban el «nuevo gran profeta». Aunque Juan no hacía señales ni ocurrían portentos, muchos creyentes se sentían aliviados y animados con las palabras de este locuaz y enérgico predicador.
Una buena parte de los discípulos eran judeos, viejos amigos de Juan, de la orden nazarea, a la que pertenecía el Bautista, y de la orden esenia. Todos ellos habían abandonado las ideas mesiánicas propias de su secta y se habían enlistado en las nuevas proclamaciones de Juan. A pesar de ello, la mayor parte de los miembros de las órdenes nazareas y esenias se habían mostrado contrarios al llamado del Bautista, y veían su bautismo como espurio e inválido.
Otros venían de Jerusalén, de la franja del mar, de la Perea trasjordana y de Galilea. Entre todos existía una cierta rivalidad por ser reconocidos como discípulos principales, y seguían los pasos de Juan con viveza e ímpetu.
Abner había sido nazareo, y era el más fiel seguidor de Juan. Estaba considerado por muchos como el brazo derecho de Juan, y en quien el Bautista solía poner su mayor confianza. Tenía un grupo de discípulos a su cargo, todos de Judea, con cierta tendencia a fomentar el ritualismo y la pureza, como hacían los judíos sureños. Cuando Abner escuchó los rumores sobre el asunto de Jesús, se entrevistó a solas con Juan.
—Maestro, ¿qué hay de cierto en eso que se rumorea por el campamento?
Juan se mantenía ocupado rellenando unos odres con agua fresca del río. Sabía que no podía evitar hablar del tema con su mejor hombre.
—¿Qué has oído?
—Bueno, dicen que este hombre pariente tuyo se ha de convertir en el Libertador. ¿Es él de quien hablas en tus profecías?
Juan siguió absorto durante unos segundos tratando de evitar derramar el agua, pero era inevitable que una parte rebosara fuera del pellejo. Cuando estuvo lleno el que tenía entre las manos, tomó ligeramente aparte al discípulo:
—Sobre este hombre hay un misterio que ni yo alcanzo muy bien a comprender. Debes evitar que la gente murmure sobre él. A su debido tiempo, él vendrá a nosotros y todos nos pondremos a servirle, porque está por encima de la carne y la sangre.
—¿Pero quién es?
—Él se manifestará y os revelerá su procedencia. Por ahora, debemos ser pacientes y esperar. A su debido momento, todas las cosas que deban conocerse serán proclamadas desde las azoteas y en las plazas.
Abner sintió crecer enormemente su curiosidad, pero se contuvo y siguió el consejo de su líder. Trató de acallar a los fogosos discípulos que empezaban a crear especulaciones sobre los últimos acontecimientos, y buscó mantener ocupados a los seguidores de Juan para que no tuvieran tiempo de pensar.
Sin embargo, llevaban ya varios meses estacionados en Pella, y se hacía evidente que había llegado la hora de continuar camino hacia el norte. El hecho de que el Bautista renunciase a mover el campamento era un indicativo de que estaba esperando a «algo» o más bien a «alguien».
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A las dos semanas, Santiago y Juan, preocupados, reanudaron su tarea autoimpuesta de buscar a Jesús. Varios discípulos del Bautista habían solicitado formar cuadrillas de rastreo para localizar al Maestro. Pero Juan les había prohibido firmemente que hicieran tales cosas.
Los hermanos Zebedeo, sin embargo, al no considerarse del grupo principal de discípulos, obraron por cuenta propia. Miraron concienzudamente en Pella, pero sin éxito. Luego descendieron el valle del Jordán hacia el sur, preguntando en algunas de las posadas y paradas de postas que había en el camino oeste del río. Ninguna de sus pesquisas dio resultado.
En vista de que su extraordinario amigo no había dejado rastro, Juan trató de convencer a su hermano de que quizá fuera así mejor, y le relató cómo se había sentido incómodo cuando forzó al Maestro a su compañía en las colinas al sur de Betania. Santiago tuvo que ceder finalmente, y los dos se prometieron esperar a que su ídolo regresara. Suponían que en breves días Jesús estaría de regreso. Pero los días empezaron a transcurrir, lentos y desesperantes, y su preocupación volvió a reavivarse con el pasar de las semanas. ¿Le habría ocurrido algo?
Una noche, cuando Juan y los treinta discípulos más íntimos se reunieron para tratar sobre los asuntos relacionados con el campamento, surgió inevitablemente el tema de Jesús. El Bautista, en esta ocasión, les relató su último encuentro, cuando contaban con dieciocho años, evitando revelar que Jesús había vivido en Nazaret. Les explicó su mutuo acuerdo de trabajar de forma independiente mientras no tuvieran claro su destino. Juan pronunció la famosa frase de Jesús: «mientras nuestro Padre no nos revele su Voluntad».
Todos se quedaron profundamente pensativos sobre el extraño comportamiento de «este inusual Mesías». No podían comprender qué inextricables eventos estaban ocurriendo en la cabeza del Rabí galileo. El Bautista respondía a duras penas a sus preguntas, y no tenía explicación para muchas de las cosas que veía en Jesús. ¿Era Jesús el Mesías esperado, el christus que se solía decir en griego, el ungido por Dios para acaudillar el nuevo gobierno celestial, o no lo era? ¿Cómo poder conciliar la idea de un gobernante mundial, un líder político sin igual en toda la humanidad, con la apariencia mansa e indiferente de Jesús? ¿Era él el esperado, o había que esperar a otro? Y en ese caso, ¿a quién?