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Martes, 5 de febrero de 26 (29 de shevat de 3786)
Hacia el final del mes de shevat, entrado ya el mes de febrero, los rumores sobre el «nuevo Mesías» se habían extendido por toda la región, desde Tiberias en Galilea hasta Jerusalén en Judea. Los peregrinos que visitaban el campamento de Juan diseminaban cuando volvían a sus hogares las habladurías sobre Jesús, de modo que se convirtió en el tema de conversación más recurrente de la región.
El asunto tendía a volverse exagerado en boca de los creyentes, más aún si cabe debido a la ausencia del Rabí, lo que generaba un halo de misterio mayor en torno a su persona.
El efecto de estas murmuraciones fue una masiva afluencia de curiosos venidos de todas partes. Todos querían ver a la nueva atracción del momento. Pero la expectación se tornaba en descrédito cuando los discípulos de Juan afirmaban que el extraño hombre de Dios había marchado a las colinas y aún no había vuelto. Muchos dudaban de la credibilidad de toda la historia, incluso de que hubiera acudido ciertamente a bautizarse.
Por esta época empezaron los discípulos de Juan a predicar en su nombre. Hasta ahora el aleccionamiento de las masas había corrido sólo a cargo de Juan, su rabí. Pero las ingentes multitudes que se agolpaban para escuchar la nueva palabra exigieron una mayor participación de los seguidores del bautista.
Fue este tiempo un período de gran tensión. Ni siquiera entre los seguidores de Juan había un consenso completo sobre el papel de Jesús en la futura misión mesiánica. Los discípulos más destacados seguían enzarzados en interminables disputas sin conseguir un acuerdo claro. Esdras, Ezequiel y Ariel mantenían una postura muy literal. Para ellos, el Mesías no podía provenir de Galilea, debería ser alguien destacado del mundo judío; no podía ser un desconocido cualquiera. Y por supuesto, debía de tener una clara vocación militar. Abner, el líder de los nazareos, no tenía las cosas claras. Había días en que se inclinaba más por la visión de Esdras, y días en que ponía todo en tela de juicio. Andrés, el más reflexivo de los discípulos de Juan, estaba empezando a creer que Jesús estaba destinado a una gran misión, aunque todavía no lograba encajarle en el esquema de las cosas. Los hermanos Zebedeo intentaban persuadir a todos de que Jesús era el «elegido» dando toda suerte de detalles sobre su vida entre ellos en Cafarnaúm. Por ahora, siguiendo el consejo del Bautista, escondieron el hecho de que Jesús en realidad era de Nazaret. Esta pequeña población era un lugar tradicionalmente despreciado por los judíos. Nunca ningún judío importante había provenido de allí. Y el anuncio de Juan quedaría bastante en entredicho si se conocía la verdadera procedencia del Maestro.
El martes de la última semana del mes llegó al revuelo del campamento una delegación del sanedrín. Hacía un día frío y ventoso, pero a la gente no parecía importarle. Miles y miles de peregrinos se daban cita en las orillas del río, en los recodos junto a Pella, deseosos de poder ser bautizados por Juan o por alguno de sus embajadores.
La comitiva, sumamente pomposa, estaba formada por diez levitas y dos sacerdotes y un pequeño grupo de sirvientes que arreaban a los burros con la carga. Vestían de blanco impoluto, y procuraban mantener las distancias con la gente, separándose de todas las aglomeraciones. Desde que entraron en la explanada causaron gran sensación, de modo que un nutrido grupo les siguió, atentos a todas sus evoluciones.
Formaban parte de la haburah[1] de Jerusalén encargada de los sepelios para los pobres. Los dos sacerdotes, Joaquín y Dothaín, eran dos respetados escribas, de no mucho más de cuarenta años, y eran los directores de la comunidad.
Cinco días atrás, el consejo del sanedrín había sido informado, en la sala de las piedras talladas, en Jerusalén, acerca de los rumores sobre el nuevo Mesías. Estas apariciones de Mesías no eran algo extraordinario en tierra judía. Cada poco tiempo alguien se proclamaba Mesías. Así había ocurrido con un hermano de Herodes, un tal Freoras, y con Ezequías el Galileo, que incluso fue reconocido como Mesías por el gran Hillel.
Tratando de averiguar de primera mano algo más sobre el asunto, el sanedrín aprobó el envío de una delegación. Cuando Juan les vio llegar, miró con gesto de hastío hacia otro lado y continuó con sus bautismos. Ninguno de los fariseos deseaba impurificarse en el contacto con el agua, (ellos consideraban que las abluciones de los bautismos debían realizarse en recintos purificados denominados miqvéhs, unas típicas bañeras que los judíos piadosos tenían en sus casas), así que permanecieron en pie junto a la orilla.[2]
Joaquín espetó a Juan en voz alta y audible:
—¿Tú, el que bautizas, eres Elías?
Juan no les miró mientras contestaba con su fuerte voz:
—No, no lo soy.
Joaquín miró a Dothaím contrariado de la actitud de Juan. Pero obviando la falta de respeto, volvió a la carga con otro interrogante:
—¿Entonces eres el profeta que Moisés había prometido?
Juan, finalmente, se volvió hacia ellos, mientras se despedía con un gesto de los peregrinos que esperaban su turno para bautizarse y se encaminaba hacia la orilla.
—No, tampoco lo soy.
—Entonces, ¿eres el Mesías?
Juan continuaba con sus negativas:
—Tampoco lo soy.
Ante el laconismo de Juan, Dothaím se impacientó y robó la palabra a su colega:
—Entonces, si no eres Elías, ni el profeta esperado, ni el Mesías, ¿por qué bautizas a la gente de este modo creando tanto alboroto?
Juan ya estaba a su altura, y había tomado un lienzo que le había extendido un discípulo para secarse, pero no se detuvo, y mientras salía del agua, sin vacilación, le replicó:
—Son quienes me han escuchado y han recibido mi bautismo quienes deberían deciros quién soy yo. Pero os digo que aunque yo bautizo con agua, estuvo entre nosotros aquel que volverá para bautizaros con el Espíritu Santo.
Y les dejó allí plantados mientras se alejaba hacia el campamento, pero Dothaím le cortó en seco:
—¿Y quién es ése que puede tener semejante poder en la Tierra?
Juan se volvió y sentenció:
—El mismo a quien se otorgará todo el poder de los cielos.
La respuesta dejó mudos a los hombres del sanedrín. Estaba claro que lo que querían oír no lo iban a obtener de labios de Juan, así que pasaron el resto del día interrogando a algunos discípulos sobre el «extraño hombre de Galilea». Pero como quienes más podían decir callaban lo que sabían, y como el resto apenas conocían a Jesús, los sanedritas regresaron al día siguiente más confusos de lo que habían viajado en el camino de ida.
☙ ❧
Esa noche Juan se sintió profundamente sólo. Buscó un lugar apartado, lejos de las tiendas del campamento, y rezó fervientemente para que regresara Jesús. No conseguía conciliar sus viejas creencias sobre el reino de los cielos y la aparición del Mesías con la imagen que tenía del Rabí. ¿Cómo podría un hombre tan manso y dulce convertirse en un líder militar y en rey davídico, para aniquilar a los ejércitos romanos, como había hecho en el pasado Josué con los cananeos? ¿O quizá no sería necesario un ejército? Juan pasaba largas horas imaginando cómo sería la gran guerra final. Muchos profetas y apocalípticos habían especulado durante años sobre este suceso crucial de la historia de la humanidad. Lo imaginaban como una cruenta guerra donde las grandes habilidades estratégicas del Mesías serían decisivas para la derrota del enemigo. Pero Juan empezaba a albergar serias dudas de estas premoniciones. «Quizá Jesús no necesite ningún ejército, y baste una palabra de sus labios para desarmar a las fuerzas del mal», se decía a sí mismo, tratando de buscar alguna alternativa convincente.
☙ ❧
Pocos días después, y como ya había pasado más de un mes desde que Jesús se marchara, algunos de los discípulos de Juan, por iniciativa propia, y al margen de los Zebedeo, organizaron un grupo de exploración para ir en busca del Rabí. Pero cuando fueron a pedir la aprobación de Juan, éste se lo prohibió:
—Nuestro tiempo está en las manos del Dios de los cielos; él es quien guiará a su Hijo predilecto.
Fueron días muy arduos para Juan. Esdras y Ariel se estaban volviendo muy agrios en sus discusiones, y frecuentemente discrepaban con Juan en temas importantes. Andrés y Abner, sus más fieles seguidores, no acertaban a decidirse. La mitad de sus seguidores empezaba a mostrar visibles dudas sobre el futuro de la misión de Juan, si es que insistía en proclamar como Mesías a su primo segundo. El resto, aunque albergaba serias dudas, se mantenía fiel a su maestro.
Todas las noches Juan oraba para que Jesús regresara, pero las semanas empezaban a pasar eternas, y las multitudes empezaban a impacientarse. Y la pregunta que todo el mundo se hacía era: ¿qué estaba haciendo tanto tiempo sólo el maestro galileo?
Las haburah eran comunidades de fariseos que vivían en común y de forma separada al pueblo, para evitar contaminarse y vivir en un mayor estado de pureza ritual. Tenían muchos fines de interés social y hacían obras de caridad. ↩︎
Conviene enfatizar aquí las diferentes entre los miqvéhs o piscinas rituales de los judíos de aquella época y el rito bautismal actual. Se suele pensar que Juan fue quien estableció del rito de bautismo, y por ello se le llama «el Bautista». Esto es falso. Juan simplemente modificó el rito de purificación por medio del agua que ya imperaba en todo el mundo piadoso judío, y le dio un nuevo sentido. El bautismo del cristianismo actual no tiene nada que ver con el ritual original de Juan, y ni siquiera tiene su sentido. Actualmente se bautiza a los niños cuando son bebés, mientras que esto es un impensable en la época de Jesús. Se entendía que el bautismo simbolizaba un arrepentimiento de los pecados y una limpieza de los mismos. Se requería un adulto, puesto que un bebé no tenía voluntad para arrepentirse. Otros elementos rituales también fueron pervertidos, como el que el bautismo no se realizara por inmersión y en una corriente de agua, sino en un pilón y mediante un chorro de agua. Esto era preceptivo en el mundo judío, pues se consideraba que un lugar donde el agua se estancaba hacía contraer impureza. El bautismo actual es básicamente una copia del bautismo que practicaban los iniciados al mitraísmo, como muchos otros rituales y símbolos cristianos.
Sin embargo, estas cuestiones sobre el modo de celebrar estos rituales de purificación son poco relevantes, y esto quedará claro cuando se vea más adelante cuál fue la verdadera actitud de Jesús acerca del tema del bautismo. ↩︎