© 2005 Jan Herca (licencia Creative Commons Attribution-ShareAlike 4.0)
Cuando Jesús hubo finalizado sus conferencias y enseñanzas para los grupos de visitantes celestiales, las grandes huestes de ángeles se retiraron silenciosamente en espera de ser reclamadas para la acción. Ya Jesús había decidido sobre la línea de conducta que seguiría en relación a todas las clases de inteligencias creadas por él. Hasta donde fuera posible, se limitaría a actuar sólo con sus capacidades humanas, siempre y cuando sus nuevas prerrogativas divinas sobre la aceleración del tiempo no supusieran lo contrario.
Gabriel y Mangurotia desearon buena suerte a su maestro, al igual que el resto de grandes representantes universales, y dejaron a solas a Jesús en las colinas. Permanecerían en la Tierra durante toda la encarnación de Jesús, hasta el final, listos para cualquier necesidad durante su misión.
El Rabí quedó completamente a solas, con la única compañía de su Monitor de Misterio. Como había decidido no utilizar sus capacidades divinas, tan sólo podía oírle, pero no verle. Lenolatia, su ángel custodio, había pasado a formar parte de las huestes de apoyo del planeta, y ya no tendría su ayuda de allí en adelante.
Jesús quería encontrarse en esta situación de soledad por su propia iniciativa para afrontar de una forma completamente humana su misión en la Tierra. Ya se había decidido firmemente a realizar una labor de enseñanza en Palestina, su tierra humana, y abrigaba un intenso deseo de querer ganarse a su pueblo natal, pero también al mundo entero, para que creyeran en sus nuevas verdades y aceptaran las nuevas revelaciones. Y conocía de sobra las grandes dificultades que esto iba a suponer, teniendo en cuenta las abigarradas ideas de sus paisanos sobre un Mesías venidero.
Sin embargo, Jesús era más que lo que parecía a los ojos humanos. ¡Él era Salvin, todo un ser creador de una parte del universo habitado! Un ser que estaba realizando una revelación no sólo para un pequeño planeta, sino para infinidad de otros muchos mundos necesitados, esparcidos distantemente por un brazo de la galaxia. Por eso, se comprometió a sí mismo a realizar una obra que fuera también de inspiración para todos aquellos mundos alejados, pero que escuchaban atentos a través de los sistemas de comunicación universales.
Durante este período a solas con su Don Divino, Jesús reflexionó profundamente sobre las líneas a seguir en su futura predicación.[1] Ya tenía bien claro que no iba a utilizar en ningún momento sus poderes divinos para beneficio propio o para ganar la atención del pueblo. A los pocos días de estar con Gabriel en las colinas, esta situación ya se le había planteado cuando se quedó sin comida. Estaba tan concentrado en deliverar con sus representantes sobre los asuntos de su creación, que se olvidó por completo de comer. Pero aunque sabía que podía aplacar la sensación de hambre usando sus capacidades divinas, se negó a ello, y como cualquier otra persona, acudió a Beit Adis, el pueblecito cercano, para hacerse con una pequeña carga de víveres. Se dijo para sí, haciendo suyo el viejo proverbio: «No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios».
Pensó mucho en lo que sabía sobre la «aceleración del tiempo». Hasta ese momento Salvin nunca había desplegado semejantes capacidades. El tiempo era parte de la estructura del universo creada por su Padre. Jamás había tenido la facultad de poder alterarlo. Le intrigaban los sucesos que podían desencadenarse en la Tierra si se ponía en funcionamiento este poder. Y decidió que procuraría evitar a toda costa su ocurrencia. «En todos estos asuntos», se decía, «utilizaré la supeditación a la Voluntad del Padre».
Conocía la tendencia de sus compatriotas a buscar prodigios y a creer en situaciones milagrosas para fenómenos sin explicación. Recordaba las historias sobre Moisés, que contaban cómo hizo manar agua de una roca en el desierto, y las leyendas sobre los portentos realizados por profetas y por reyes. Sus hermanos judíos esperaban la llegada de un Mesías espectacular y prodigioso, capaz de realizar las mayores proezas. Creían que inauguraría una época de bienestar inigualable, en la que «la tierra produciría mil veces más frutos, y una viña tendría mil pámpanos, y cada pámpano produciría mil racimos, y cada racimo contendría mil uvas, y cada uva se prensaría hasta llenar una cántara de vino». Pero Jesús se propuso terminantemente lo contrario. Estaba dispuesto a no realizar ni una sola acción que pudiera considerarse milagrosa o sobrenatural. Tan sólo se centraría en predicar la verdad sobre su Padre e iluminar el corazón de las gentes. No se plegaría a las demandas de «signos y milagros» que muchos pedirían como prueba de su credibilidad.
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Los días pasaron raudos para Jesús, tanto como el viento impetuoso que gobernaba aquellos parajes de vez en cuando. La lluvia no dejó de hacer acto de presencia, de modo que el Rabí se tenía que cobijar a menudo en el interior de su pequeño refugio rocoso. Durante todo este tiempo meditó sin descanso sobre la historia de su pueblo, sobre las costumbres establecidas de la época, y sobre su destino.
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Cuando la lluvia amainó un poco, recorrió la zona dando largas caminatas. Entonces se le planteó otra cuestión: ¿qué haría si se tenía que enfrentar a situaciones de peligro? ¿Cómo se defendería de las agresiones? Cuando pensaba en esto Jesús estaba encaramado en lo alto de una barranca, bajo la sombra de un sicomoro. Cincuenta metros más abajo corría un cauce seco sólo frecuentado por las alimañas. Pensó: «Podría tirarme por el barranco y no golpearme al caer, si hago uso de mi fuerza espiritual o si avisara a alguno de los serafines». Recordaba las escrituras donde se leía: «No te sobrevendrá ningún mal, ni plaga alguna tocará tu morada. Pues él mandará a sus ángeles para que te protejan en todos los caminos. Y en sus manos te llevarán, para que tus pies no tropiecen con las piedras».
Durante unos instantes, imaginó divertido lo que significaría que sus paisanos le vieran volar por los aires, superando las fuerzas naturales, surcando los cielos como un pájaro. Pero al instante se puso serio y se dijo: «Las leyes naturales forman parte de mi creación. Jamás las infringiré para llamar la atención de mis hijos. La verdadera ley que quiero mostrar al mundo es la del amor inconmensurable de mi Padre».
Tenía claro que se posicionaría en contra de toda reacción de legítima defensa. Evitaría los enfrentamientos, pero a su debido tiempo, cuando la situación se volviera tan insostenible que ya no pudiera seguir predicando en paz, no se batiría en retirada. Afrontaría con valentía las consecuencias de encarar a sus enemigos y de no repleglarse, aunque eso ya sabía que le acarrearía la muerte.
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Jesús había viajado mucho. Había visitado Alejandría, Roma, Damasco y otras muchas ciudades. Conocía de primera mano las maneras del mundo, sabía cómo conseguían los hombres sus propósitos en el comercio y en la política, haciendo compromisos y utilizando la diplomacia. Pero él tenía un conocimiento superior y más avanzado que podría venirle muy bien para influir en la gente y causar más sensación en su público. ¿Utilizaría este conocimiento para la realización de su misión en la Tierra? ¡No! Se negó a cualquier compromiso con la sabiduría del mundo o la influencia de las riquezas. «Tan sólo utilizaré mi mente humana, y sólo cuando la verdad religiosa actual sea insuficiente, entonces desplegaré la revelación. Pero nunca ofreceré descubrimientos sobre temas de política, economía, sociedad o ciencia».
Jesús era plenamente consciente de los muchos atajos que se abrían ante él, una personalidad con semejantes poderes. Conocía muchas maneras de atraer inmediatamente la atención de su nación y del mundo entero sobre su persona. Pronto se celebraría la pascua, y Jerusalén estaría rebosante de peregrinos. Podría ascender al pináculo del templo, y ante las multitudes asombradas, hacer una manifestación de su poder caminando por el aire. Y luego descender ante su asombro, y desvelar profundas verdades avanzadas para la época. Este era el tipo de Mesías que la gente esperaba.
Pero después, pensaba, todos quedarían desilusionados, porque en realidad él no había venido para restablecer el trono de David. No iba a comandar a los ejércitos en batalla contra el invasor.
Ahora recordaba el drama de Lucifer y sus seguidores. Sabía que precisamente éste había sido el error de Caligastia, miles de años atrás, cuando quiso acelerar el progreso de la humanidad usando los poderes divinos. Y sabía el desastre y la confusión que habían venido detrás, confusión que todavía estaba patente en esa época.
«No», se dijo, «me someteré obedientemente a los procedimientos del Padre y a su voluntad, sean éstos cuales sean. Estableceré el reino del cielo, no como el reino humano ideado por los judíos, sino como el triunfo en el corazón humano de la voluntad de Dios. Y lo haré usando sólo métodos naturales, los mismos medios comunes, difíciles y esforzados que tendrán que seguir en el futuro los continuadores de mi obra. Bien sé que sólo a través de muchas tribulaciones será que los hijos de todas las épocas entrarán en el reino».
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Miércoles, 6 de febrero de 26 (30 de shevat de 3786)
La luna nueva marcó puntual el final del mes de shevat, y Jesús intuyó que se acercaba el momento de emprender la labor. La última semana a solas en las colinas de Perea lo dedicó a establecer un plan de acción con respecto a su primo Juan. ¿Cómo sería la relación con él? ¿Trabajarían juntos en la predicación de la nueva revelación?
Jesús sabía que Juan tenía una visión excesivamente judía de la cuestión mesiánica, y que no se había despegado aún de todo ese lastre de ideas confusas acerca del libertador. Sabía que Juan sufría profundas dudas sobre él porque no se ajustaba a sus ideas preestablecidas sobre el ungido.
Pero Jesús tenía muy claro que no se iba a convertir en el tipo de Mesías esperado por los judíos. Así que poco a poco empezó a comprender que sus trabajos debían ir separados. No quería suplantar a Juan y aprovecharse de forma ingrata de su fama para ganar a sus discípulos. Si el Rabí empezaba a predicar a la vez que Juan, muchos se sentirían confusos, porque las profecías de Juan no se cumplirían en él. Ante este estado de cosas, decidió que esperaría un mejor momento, más adelante, para empezar su trabajo, cuando Juan dejara de predicar.
Aquí Jesús utilizó su poder de previsión del futuro cuanto pudo, y entonces contempló que la forma de predicar de Juan, tan vehemente, le llevaría a una pronta muerte, al igual que a él. Imaginaba que en unos pocos meses, la oposición a Juan incluiría no sólo a los líderes religiosos, sino también al poder político. Y eso significaría el triste final del Bautista.
Meditó largamente Jesús sobre esta cuestión. ¿Qué haría si Juan era apresado? Todos le pedirían que intercediera por él, haciendo manifestación de su poder al estilo del Mesías judío. Pero el Maestro, aunque lamentaba la dura situación que le esperaba a Juan, decidió que no intervendría. Sólo mediante la realización de un portento podría liberar a su primo de la cárcel y liberarlo. Pero, ¿qué iba a ganar? Tan sólo algo más de tiempo y llamar la atención de Roma.
Jesús conocía más que nadie los gobiernos humanos porque él es el origen excelso de toda forma de gobierno. Roma era el amo del mundo occidental. Pero poderes más importantes que el mayor de los imperios están ocultos de los hombres, gobiernos excelsos que desde las sombras hacen progresar la civilización humana. Y todo esto podía ser desplegado por Jesús ante los atónitos ojos de sus paisanos. Sin embargo, él no quería que esto fuera así.
Su propósito era sólo uno: revelar a Dios al hombre, y establecer como único reino válido el de la soberanía del Padre Celestial en el corazón de la humanidad. Antes o después, cualquier intervención a favor de Juan significaría enfrentarse a sus captores, y Jesús detestaba cualquier idea de contienda. «Apareceré como un Príncipe de la Paz para revelar al Dios del amor».
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Sábado, 23 de febrero de 26 (17 de adar de 3786)
Con la luna llena del mes de adar[2], habiendo pasado un mes y medio en retiro, Jesús se sintió plenamente satisfecho de sus deliberaciones y dio por concluido el aislamiento. La noche del comienzo del sabbath[3] 17 de adar se le hizo visible su Don Divino, a quien comunicó largamente durante horas todas las decisiones que había tomado. El Guía le ofreció a su vez sus últimos consejos.
Finalmente, después de su larga conversación, Jesús concluyó:
—En todos los demás asuntos, así como en estas decisiones ya registradas, te prometo que me someteré a la voluntad de mi Padre.
El Monitor de Misterio esbozó una cálida sonrisa de aprobación, y desapareció de su vista espiritual. A partir de ese momento, y excepto en contadas ocasiones, Jesús no volvió a utilizar su visión celestial, y se sometió únicamente a sus capacidades humanas.
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A primeras horas del alba, cuando los primeros rayos de un tímido sol asomaron en la distancia, Jesús emprendió el regreso. Cuando descendía de las colinas, un brillo especial en los ojos delataba su emoción. Había pasado por la dura prueba de las decisiones humanas, y había vencido. Y con el rostro luminoso y radiante de la victoria, emprendió camino hacia Pella.
Lo narrado en este capítulo está basado en LU 136. ↩︎
Adar, en el calendario hebreo de tiempos de Jesús, era el duodécimo y último mes del año, que se corresponde aproximadamente con nuestros febrero a marzo. El 13 de adar se celebraba la fiesta de Ester y el 14 la Purim o Suertes. ↩︎
El sabbath o sábado era la festividad judía cada siete días en que estaba prohibido terminantemente cualquier trabajo. ↩︎