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Martes, 18 de junio de 26 (14 de tammuz de 3786)
Había pasado Pentecostés y el verano había entrado con todo su esplendor. Las primeras siegas ya ocupaban el tiempo de los segadores, y la vida en Nahum continuaba su apacible transcurrir.
Mediaba el mes de junio, y todo parecía tranquilo y normal como todos los días. Los discípulos continuaban con su jornada habitual de trabajo por el día y estudio y aprendizaje por la noche, cuando de pronto llegó el detonante que iba a precipitar importantes cambios.
Pedro irrumpió en el taller de Zebedeo con la respiración entrecortada y cierto halo de preocupación en su rostro.
—Han arrestado a Juan —espetó.
Todos los operarios del taller se quedaron de piedra, solicitando más información. Pero poco más pudo contarles. Al parecer, un mensajero, un corredor, había llegado esa mañana con el mensaje. Simplemente había dicho que Juan había sido capturado en Betábara por las tropas de Antipas y que todos sus discípulos habían huido ante el peligro de ser apresados también.
Jesús dejó sus cosas e inmediatamente se llevó a Pedro afuera, lejos de los inquietos comentarios que había suscitado la noticia.
Cuando estuvieron solos, Jesús pronunció las frases que más había estado esperando Pedro todos aquellos meses:
—La hora del Padre ha llegado, Pedro. Preparémonos para proclamar el evangelio del reino. Ve y reúne a tus hermanos. He de hablaros.
Y el discípulo, con la emoción contenida, salió a toda prisa a la carrera, con una extraña mezcla de dispares sentimientos. ¿Había llegado el momento? ¿Por fin Jesús se iba a revelar ante el mundo?