1 Y José se levantó al despuntar el día, tomó al niño y a su madre, y, saliendo de la villa, caminaron en silencio. Y María preguntó a Jesús: Hijo mío, ¿por qué te has escondido así de esas gentes? Respondió Jesús: Madre mía, guarda silencio, y prosigue tu camino en paz. Yo haré siempre lo que convenga. Y permanecieron allí seis meses. Y Jesús circulaba por el territorio de la villa. E iba a sentarse cerca de los niños, en el lugar en que se reunían los niños, con los cuales mantenía largas conversaciones. Pero ellos no podían comprender lo que les decía.
2 Después, Jesús conducía a los niños al borde de un pozo, adonde toda la villa iba a buscar agua. Y, tomando de manos de los niños sus cántaros, los entrechocaba, o los rompía contra la piedra, y los echaba al pozo. Y los niños no se atrevían a volver a su casa, por temor al castigo de sus padres. Y Jesús, al verlos llorar, los llamaba a sí, y les decía: No lloréis, porque os devolverá vuestros cántaros. E, inclinándose sobre el pozo, daba órdenes al agua, y ésta sacaba los cántaros intactos a su superficie. Y cada uno de los niños recogía el suyo, y retornaban a sus hogares, y contaban a todos los milagros de Jesús.
3 Un día, Jesús llevó consigo a los niños, y los detuvo cerca de un gran árbol. Y Jesús mandó al árbol que bajase su ramaje, al cual subió, y sobre el cual se senté. Y mandó al árbol levantarse, y el árbol se elevó, dominando todo aquel paraje, y Jesús permaneció en él una hora. Y, como los niños le gritasen, diciéndole que mandase al árbol bajarse, para subir ellos asimismo, Jesús ordenó al árbol que inclinase sus ramas, y dijo a sus compañeros: Venid junto a mí. Y los niños subieron alegremente, y se colocaron en torno a Jesús. Y éste, después de haber esperado un poco, mandó al árbol bajarse otra vez. Y los niños descendieron con Jesús, y el árbol recobré su posición.
4 Y sucedió también que otro día que los niños se encontraban reunidos en cierto lugar, y Jesús estaba con ellos. Y había allá un muchacho de doce años, atacado, en toda su persona, de dolencias penosísimas. Leproso, epiléptico, mutilado en las extremidades de sus manos y de sus pies, había perdido la forma humana, no podía andar, y yacía a un lado del camino. Cuando Jesús lo vio, se apiadó de él, y le dijo: Niño, muéstrate a mí. Y el muchacho, despojándose de sus vestidos, quedó desnudo. Y Jesús ordenó a los ninos que lo extendiesen por tierra, amasé polvo del suelo, lo esparció sobre el paciente, y dijo: Alarga tu mano, porque curado eres de todas tus enfermedades. Y, en el mismo instante, toda su piel dañada se separó de su cuerpo, sus tendones y las articulaciones de sus huesos se afirmaron, y su carne se volvió como la carne de un recién nacido, y fue limpio. Y se levantó, llorando, se precipité a los pies de lesus, y se prosterné ante él. Y Jesús le dijo: Ve en paz. Y marchó alegremente en dirección a su morada, Y, todos los que se hallaban con él, testigos del milagro que Jesús había hecho, quisieron verlo, mas no lo encontraron.