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Las llaves del reino de los cielos son la sinceridad, más sinceridad y aún más sinceridad. Todos los hombres poseen estas llaves. Los hombres las utilizan —elevan su estado espiritual— mediante sus decisiones, más decisiones y aún más decisiones. La elección moral más elevada consiste en elegir el valor más elevado posible, y ésta siempre consiste —en cualquier esfera, y en todas ellas— en elegir hacer la voluntad de Dios. Si el hombre elige hacerla, es grande, aunque sea el ciudadano más humilde de Jerusem o incluso el mortal más insignificante de Urantia. (LU 39:4.14)
Este Dios-Espíritu-Interior sí triunfó realmente en la mente humana de Jesús —en aquella mente que, en cada una de las situaciones recurrentes de la vida, mantuvo una dedicación consagrada a la voluntad del Padre, diciendo: «Que no se haga mi voluntad, sino la tuya». Esta consagración decisiva constituye el verdadero pasaporte que conduce desde las limitaciones de la naturaleza humana hasta la finalidad donde se alcanza la divinidad. (LU 109:6.5)
La voluntad de Dios es el camino de Dios, el asociarse con la elección de Dios frente a cualquier alternativa potencial. En consecuencia, hacer la voluntad de Dios es la experiencia progresiva de parecerse cada vez más a Dios, y Dios es la fuente y el destino de todo lo que es bueno, bello y verdadero. (LU 130:2.7)
El Maestro eligió así un programa de vida que equivalía a la decisión de estar en contra de los milagros y de los prodigios. Una vez más se pronunció a favor de «la voluntad del Padre»; una vez más puso todas las cosas entre las manos de su Padre Paradisiaco. (LU 136:6.2)
Jesús coincidía en que era correcto querer ver mejorado el orden social, económico y político, pero siempre añadía: «Eso no es asunto del reino de los cielos. Debemos dedicarnos a hacer la voluntad del Padre. Nuestro trabajo consiste en ser los embajadores de un gobierno espiritual de arriba, y no debemos ocuparnos inmediatamente de otra cosa que no sea representar la voluntad y el carácter del Padre divino que dirige ese gobierno, cuyas cartas credenciales aportamos». ( LU 139:11.9)
El Maestro vino para crear un nuevo espíritu en el hombre, una nueva voluntad —para conferirle una capacidad nueva para conocer la verdad, experimentar la compasión y escoger la bondad— la voluntad de estar en armonía con la voluntad de Dios, unida al impulso eterno de volverse perfecto como el Padre que está en los cielos es perfecto. (LU 140:8.32)
Cuando la voluntad del Padre es vuestra ley, difícilmente estáis en el reino. Pero cuando la voluntad del Padre se convierte realmente en vuestra voluntad, entonces estáis de verdad en el reino, porque el reino se ha vuelto así una experiencia establecida en vosotros. Cuando la voluntad de Dios es vuestra ley, sois unos nobles súbditos esclavos; pero cuando creéis en este nuevo evangelio de filiación divina, la voluntad de mi Padre se convierte en vuestra voluntad, y sois elevados a la alta posición de los hijos libres de Dios, los hijos liberados del reino. (LU 141:2.2)
Aquella tarde, el Maestro enseñó claramente un nuevo concepto de la doble naturaleza del reino, en el sentido de que describió las dos fases siguientes:
«Primera, el reino de Dios en este mundo, el deseo supremo de hacer la voluntad de Dios, el amor desinteresado por los hombres, que produce los buenos frutos de una mejor conducta ética y moral».
«Segunda, el reino de Dios en el cielo, la meta de los creyentes mortales, el estado en el que el amor a Dios se ha perfeccionado y en el que se hace la voluntad de Dios de manera más divina». (LU 170:2.17-19)
Una vez más, el Hijo del Hombre estaba preparado para enfrentarse a sus enemigos con serenidad y con la plena seguridad de que era invencible como hombre mortal dedicado sin reservas a hacer la voluntad de su Padre. (LU 182:3.11)
Estas experiencias inhumanas e impactantes que Jesús tuvo que soportar durante las últimas horas de su vida mortal no formaban parte en ningún sentido de la voluntad divina del Padre, una voluntad que la naturaleza humana del Maestro se había comprometido tan triunfalmente a realizar en el momento de la rendición final del hombre a Dios. (LU 183:1.1)
Jesús estaba convencido de que era la voluntad del Padre que él se sometiera al curso natural y ordinario de los acontecimientos humanos como debe hacerlo toda criatura mortal. (LU 186:2.3)
Jesús había decidido vivir sin recurrir a sus poderes sobrenaturales, y del mismo modo escogió morir en la cruz como un mortal común y corriente. Había vivido como un hombre y quería morir como un hombre —haciendo la voluntad del Padre. (LU 187:3.6)
Una cosa es mostrar a un hombre que está en el error, y otra ponerlo en posesión de la verdad.
John Locke
El Maestro deseaba que sus seguidores no tuvieran ningún objeto material que pudiera asociarse con su vida en la Tierra. Quería dejar a la humanidad únicamente el recuerdo de una vida humana dedicada al alto ideal espiritual de estar consagrado a hacer la voluntad del Padre. (LU 187:2.9)
El Jesús humano veía a Dios como santo, justo y grande, así como verdadero, bello y bueno. Todos estos atributos de la divinidad los enfocó en su mente como «la voluntad del Padre que está en los cielos». (LU 196:0.2)
La fe de Jesús visualizaba que todos los valores espirituales se encontraban en el reino de Dios; por eso decía: «Buscad primero el reino de los cielos». Jesús veía en la hermandad avanzada e ideal del reino la realización y el cumplimiento de la «voluntad de Dios». La esencia misma de la oración que enseñó a sus discípulos fue: «Que venga tu reino; que se haga tu voluntad». Una vez que concibió así que el reino incluía la voluntad de Dios, se consagró a la causa de hacerlo realidad con un asombroso olvido de sí mismo y un entusiasmo ilimitado. (LU 196:0.8)
Que las discusiones sobre la humanidad o la divinidad de Cristo no oscurezcan la verdad salvadora de que Jesús de Nazaret fue un hombre religioso que consiguió, por la fe, conocer y hacer la voluntad de Dios; fue realmente el hombre más religioso que haya vivido jamás en Urantia. (LU 196:1.1)
Jesús fue el hombre religioso más entusiasta y apasionado del mundo. Fue un mortal totalmente consagrado, dedicado sin reserva a hacer la voluntad de su Padre. (LU 196:2.7)