Autor: Albert C. Knudson
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ESTE es el primero de dos volúmenes independientes que juntos cubrirán el campo de la teología cristiana. El segundo tomo se titulará La Doctrina de la Redención, y versará sobre el mundo, el hombre, el pecado y la salvación por Cristo. El presente volumen, como dice el título, tiene que ver con la doctrina de Dios, pero también trata de manera introductoria y con considerable extensión la naturaleza de la teología en general y su lugar en el pensamiento moderno.
El prejuicio actual contra la teología, en la medida en que tiene una base racional, se debe a la rebelión moderna contra el autoritarismo y la metafísica. Se supone que estos males gemelos se atribuyen a la teología, y en lo que respecta al segundo, no veo forma de escapar de la acusación. El autoritarismo pertenece al pasado. La teología protestante progresista lo ha dejado de lado. Pero la metafísica tiene que ver con la realidad última; tiene que ver con lo que «Dios» representa en la religión. La teología, por tanto, no podía renunciar a ella sin dejar de ser teología. Uno podría, es cierto, exponer la doctrina bíblica de Dios sin relacionarla con la cosmovisión total de uno y sin tratar de fundamentarla filosóficamente. Pero esto sería un modo superficial de proceder. Tal teología sería metafísica en contenido sin ser metafísica en método. Metafísica, como dijo William James, es solo un esfuerzo inusualmente obstinado para pensar con claridad y [p. 16] constantemente, «y este tipo de obstinación difícilmente puede evitarse en una teología digna de ese nombre. La mayoría de las tosquedades y extravagancias de la actual teología popular y de la así llamada “científica» se deben a la falta de perspicacia metafísica. Evitar la metafísica en el campo de la teología es volver a caer en un superficial dogmatismo eclesiástico o de los sentidos. En las páginas siguientes, en consecuencia, no se ha hecho ningún esfuerzo por evitar los problemas más amplios y profundos relacionados con la doctrina cristiana de Dios. Una comprensión clara de estos problemas contribuirá mucho a salvar al pensamiento religioso de la confusión en que se encuentra actualmente.
Mis amigos y colegas, el Dr. Edgar S. Brightman y el Dr. Earl Marlatt, quienes amablemente leyeron los manuscritos de mis dos últimos libros, también me prestaron un servicio similar en este caso, por lo que nuevamente les estoy profundamente agradecido. También deseo expresar mi gratitud al presidente Daniel L. Marsh por el generoso aliento que me ha brindado en mi trabajo académico y literario.