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LAS TERCERAS MANSIONES
TRATA DE LA INSEGURIDAD DE LA VIDA EN ESTE EXILIO, POR ALTO QUE SEAMOS ELEVADOS, Y DE CÓMO DEBEMOS CAMINAR SIEMPRE CON TEMOR. CONTIENE ALGUNOS PUNTOS BUENOS.
1. En cuanto a quienes, por la misericordia de Dios, han vencido en estos combates y perseverado hasta llegar a las terceras moradas, ¿qué podemos decirles sino «Bienaventurado el hombre que teme al Señor»? [1] No es poca gracia de Dios que pueda traducir este versículo al español para explicar su significado, considerando lo torpe que suelo ser en estos asuntos. Bien podemos llamar bienaventuradas a estas almas, pues, por lo que sabemos, a menos que desistan de su rumbo, están en el camino seguro de la salvación. Ahora bien, hermanas mías, vean cuán importante es que venzan en sus luchas anteriores, pues estoy convencida de que nuestro Señor de ahora en adelante nunca dejará de mantenerlas en seguridad de conciencia, lo cual es una gran bendición.
2. Me equivoco al decir «seguridad», pues no hay seguridad en esta vida; comprende que en tales casos siempre quiero decir: «Si no dejan de continuar como empezaron». ¡Qué miseria vivir en este mundo! Somos como hombres cuyos enemigos están a la puerta, que no deben deponer las armas ni siquiera para dormir o comer, y siempre temen que el enemigo entre en la fortaleza por alguna brecha en las murallas. ¡Oh, mi Señor y mi todo! ¿Cómo puedes querer que valoremos una existencia tan miserable? No podríamos dejar de anhelar y suplicarte que nos libre de ella si no fuera por la esperanza de perderla por Ti o dedicarla por completo a Tu servicio, y sobre todo, porque sabemos que es Tu voluntad que vivamos. Siendo así, «¡Déjanos morir Contigo!». [2] como dijo Santo Tomás, porque estar lejos de Ti no es sino morir una y otra vez, atormentados como estamos por el temor de perderte para siempre.
3. Por eso digo, hijas, que debemos pedirle a nuestro Señor como bendición que nos conceda un día vivir seguras con los santos, pues con tales temores, ¿qué placer puede disfrutar quien solo se complace en agradar a Dios? Recuerden, muchos santos han sentido esto como nosotras, y fueron incluso mucho más fervientes, pero cayeron en pecado grave, y no podemos estar seguras de que Dios nos extienda la mano para levantarnos del pecado y hacer la penitencia que ellos hicieron. Esto se aplica a la gracia extraordinaria. [3] En verdad, hijas mías, siento tal terror al contarles esto, que no sé cómo escribirlo, ni siquiera cómo seguir viviendo, cuando lo pienso como a menudo lo hago. Rueguen a Su Majestad, hijas mías, que permanezca en mí, pues de lo contrario, ¿qué seguridad podría sentir después de una vida tan malgastada como la mía?
4. No te aflijas al saber esto. A menudo te he visto preocupado cuando te hablé de ello, pues deseabas que mi pasado hubiera sido muy santo, y tienes razón; de hecho, yo también lo deseo. Pero ¿qué puedo hacer ahora que lo he desperdiciado por mi culpa? No tengo derecho a quejarme de que Dios me haya negado la ayuda que necesitaba para cumplir tus deseos. Me es imposible escribir esto sin lágrimas y una gran vergüenza, al ver que estoy explicando estos asuntos a quienes pueden enseñarme. ¡Qué difícil tarea me ha impuesto la obediencia! Quiera Dios que, al hacerlo por Él, te sea de algún servicio; por lo tanto, pídele que me perdone por mi miserable presunción.
5. Su Majestad sabe que no tengo en qué confiar más que en su misericordia; como no puedo borrar el pasado, no me queda otro remedio que acudir a Él y confiar en los méritos de su Hijo y de su Virgen Madre, cuyo hábito, aunque soy indigna, llevo como vosotras. Alabadle, pues, hijas mías, por haceros verdaderamente hijas de Nuestra Señora, para que no tengáis que avergonzaros de mi maldad, teniendo tan buena Madre. Imítenla; piensen en lo grande que debe ser y en la bendición que es para vosotras tenerla por patrona, ya que mis pecados y mi mal carácter no han empañado el brillo de nuestra santa Orden.
6. Aun así, debo advertirles: no se confíen demasiado por ser monjas e hijas de semejante Madre. David fue muy santo, pero ya saben en qué se convirtió Salomón. [4] Por lo tanto, no confíen en su clausura, en su vida penitencial, ni en su continuo ejercicio de oración y constante comunión con Dios, ni confíen en haber abandonado el mundo ni en la idea de que se aferran a sus caminos con horror. Todo esto es bueno, pero no basta, como ya he dicho, para eliminar todo temor; por lo tanto, mediten en este texto y recuérdenlo con frecuencia: «Bienaventurado el hombre que teme al Señor». [5]
7. No recuerdo lo que decía y me he desviado mucho del tema; pues cuando pienso en mí mismo, mi mente no puede elevarse a cosas más elevadas, sino que es como un pájaro con las alas rotas; así que dejaré este tema por ahora.
8. Volviendo a lo que empecé a explicar sobre las almas que han entrado en las terceras moradas, Dios les ha concedido un favor no pequeño, sino muy grande, al permitirles superar las primeras dificultades. Gracias a su misericordia, creo que hay muchas personas así en el mundo: desean mucho no ofender a Su Majestad ni siquiera con pecados veniales, aman la penitencia y dedican horas a la meditación, emplean bien su tiempo, se ejercitan en obras de caridad con el prójimo, son ordenados en su conversación y vestimenta, y quienes poseen una casa la gobiernan bien. Esto es ciertamente deseable, y no parece que haya razón para prohibirles la entrada a las últimas moradas; ni nuestro Señor se la negará si lo desean, pues esta es la disposición correcta para recibir todos sus favores.
9. ¡Oh Jesús! ¿Puede alguien declarar que no desea esta gran bendición, especialmente después de haber pasado por las mayores dificultades? ¡No! ¡Nadie puede! Todos decimos que la deseamos, pero se necesita más que eso para que el Señor tenga pleno dominio sobre el alma. No basta con decirlo, como tampoco le bastó al joven cuando nuestro Señor le dijo lo que debía hacer si deseaba ser perfecto. [6] Desde que empecé a hablar de estas moradas, lo tengo constantemente presente en mi mente, pues somos exactamente como él; esto produce con mucha frecuencia la gran sequedad que sentimos en la oración, aunque a veces también proviene de otras causas. No me refiero a ciertos sufrimientos interiores que causan un dolor intolerable a muchas almas devotas sin culpa propia; sin embargo, nuestro Señor siempre las libra de estas pruebas con gran provecho para ellas mismas. También excluyo a las personas que sufren de melancolía y otras enfermedades. Pero en estos casos, como en todos los demás, debemos dejar de lado los juicios de Dios.
10. Sostengo que estos efectos suelen ser resultado de la primera causa que mencioné; estas almas saben que nada las induciría a pecar (muchas ni siquiera cometerían un pecado venial [ p. 75 ] conscientemente), y que emplean bien su vida y sus riquezas. Por lo tanto, no pueden soportar con paciencia ser excluidas de la presencia de nuestro Rey, de quien se consideran vasallos, como en efecto lo son. Un rey terrenal puede tener muchos súbditos, pero no todos entran en su corte. Entrad, pues, entrad, hijas mías, en vuestro interior; dejad de pensar en vuestras pequeñas obras, que no son más, ni siquiera tanto, que las que los cristianos están obligados a realizar: basta con ser siervas de Dios; no os afanéis tanto que no encontréis nada. [7] Pensad en los santos, que han entrado en la Divina Presencia, y veréis la diferencia entre ellos y nosotras.
11. No pidas lo que no mereces, ni jamás debemos pensar, por mucho que hayamos hecho por Dios, que merecemos la recompensa de los santos por haberlo ofendido. ¡Oh, humildad, humildad! No sé por qué, pero siempre me tienta pensar que quienes se quejan tanto de su aridez deben de tener alguna deficiencia en esta virtud. Sin embargo, no me refiero a los graves sufrimientos interiores, que son mucho peores que la falta de devoción.
12. Probémonos, hermanas mías, o dejemos que nuestro Señor nos pruebe; Él sabe bien cómo hacerlo (aunque a menudo finjamos no entenderlo). Ahora hablaremos de estas almas bien ordenadas. Consideremos lo que hacen por Dios y veremos enseguida qué poco derecho tenemos a murmurar contra Su Majestad. Si le damos la espalda y nos marchamos tristes como el joven del Evangelio [8] [ p. 76 ] cuando nos dice qué hacer para ser perfectos, ¿qué puede hacer Dios? Pues debe proporcionar la recompensa a nuestro amor por Él. Este amor, hijas mías, no debe ser producto de nuestra imaginación; debemos demostrarlo con nuestras obras. Sin embargo, no supongan que nuestro Señor necesita nuestras obras; solo nos expulsa para manifestar nuestra buena voluntad. [9]
13. Nos parece que lo hemos logrado todo al tomar el hábito religioso por voluntad propia y renunciar a las cosas mundanas y a todas nuestras posesiones por Dios (aunque quizás no fueran más que las redes de San Pedro, [10] sin embargo nos parecían mucho, pues eran nuestro todo). Esta es una excelente disposición: si persistimos en ella y no volvemos, ni siquiera con el deseo, a la compañía de los reptiles de las primeras habitaciones, sin duda, perseverando en esta pobreza y desapego de alma, lograremos todo lo que anhelamos. Pero, tengan en cuenta esto —debe ser con una condición—: que nos consideremos siervos inútiles, [11] como nos dice San Pablo o Cristo, y que no consideremos que nuestro Señor esté obligado a concedernos ningún favor, sino que, cuanto más hemos recibido de Él, más estamos en deuda con Él.
14. ¡Qué poco podemos hacer por un Dios tan generoso, que murió por nosotros, que nos creó, que nos dio el ser, que no nos consideremos felices de poder saldar parte de la deuda que le debemos por habernos servido, sin pedirle nuevas misericordias y favores! Me resisto a usar esta expresión, pero así es, pues durante toda su vida en este mundo no hizo otra cosa que servirnos.
15. Reflexionen bien, hijas mías, sobre algunos de los puntos que he tratado, aunque de forma confusa, pues no sé cómo explicarlos mejor. Nuestro Señor les hará comprenderlos, para que puedan cosechar humildad de su sequedad, en lugar de la inquietud que el diablo se esfuerza por causar con ella. Creo que donde existe verdadera humildad, aunque Dios nunca concedería consuelos, sin embargo da una paz y una resignación que hacen al alma más feliz que a otras con una devoción sensible. Estos consuelos, como han leído, son a menudo dados por la Divina Majestad a las almas más débiles que, supongo, no los cambiarían por la fortaleza de los cristianos que sirven a Dios en las arideces: ¡amamos los consuelos más que la cruz! Haznos, oh Señor, que conoces toda la verdad, una prueba para que podamos conocernos a nosotros mismos.
70:1 Sal. 111: 1. Bienaventurado el hombre que teme al Señor. ↩︎
71:2 Calle. Juan 11. 16 Vamos también nosotros, para que muramos con él. ↩︎
71:3 Estas últimas palabras, al margen, pero de puño y letra del Santo, fueron tachadas por uno de los censores, pero el P. Luis de León escribió debajo, p. 72, (como hacía en otros casos) ‘Nada que tachar’. ↩︎
73:4 Santa Teresa escribió ‘Salomón’; el padre Gracián corrigió ‘Absalón’ y el padre Luis de León restauró el texto original. ↩︎
73:5 Sal. este. 1. ↩︎
74:6 Mateo. xix. 21. ↩︎
75:7 Proverbialmente, como ‘tener demasiados hierros en el fuego’. ↩︎
75:8 San Marcos. x. 22. Camino de Perf. cap. xvii. 5. ↩︎
76:9 Rel. ix. 15. ↩︎
76:10 Calle. Mate. iv. 20: «Y dejando sus redes, le siguieron.» ↩︎
76:11 Calle. Lucas xvii. 10: ‘Somos siervos inútiles: hemos hecho lo que debíamos haber hecho.’ ↩︎