[p. vii]
A Mahoma se le ha reprochado con frecuencia haber alterado y añadido de forma muy arbitraria la historia religiosa de los judíos y los cristianos, sin que se hayan tenido suficientemente en cuenta dos consideraciones importantes. En primer lugar, es probable que Mahoma aprendiera a escribir o incluso a leer el árabe en una etapa tardía de su vida, y que fuera incuestionablemente ignorante de cualquier otra lengua hablada o escrita, como es suficientemente evidente por el testimonio histórico: por lo tanto, no pudo extraer información del Antiguo y el Nuevo Testamento por sí mismo, y se limitó por completo a la instrucción oral de judíos y cristianos.
En segundo lugar, Mahoma mismo declaró que tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento, tal como los poseían los judíos y los cristianos de su tiempo, habían sido falsificados; y, en consecuencia, se podía esperar que su propia misión divina concordara con esos escritos sólo en parte. Pero el punto de inflexión en el que se basa la mayor parte del Corán -la doctrina de la unidad de Dios, una doctrina que él abrazó con la mayor coherencia, y con la que se armó como profeta ante los árabes paganos, [viii] que eran adictos al politeísmo más diversificado- le pareció muy oscurecido en los Evangelios, y por lo tanto se vio obligado a protestar contra su autenticidad.
Pero en lo que se refiere a los escritos de los judíos del Antiguo Testamento, que había recibido de boca de sus contemporáneos judíos, se vio inducido a creer, o al menos pretendió creer, que también ellos habían sufrido muchos cambios, puesto que Ismael, de quien descendió, era tratado evidentemente como un hijastro o como el hijo de un esclavo abandonado, mientras que el amor y la solicitud paternales de Abraham, así como el favor especial del Señor, eran el privilegio exclusivo de Isaac y sus descendientes. También las predicciones sobre el Mesías, tal como se declaran en los escritos de los profetas, le parecieron incompatibles con la fe en sí mismo como el sello de los profetas. Además, es probable que Mahoma debiera su educación religiosa a un hombre que, abandonando la religión de Arabia, su país natal, había buscado refugio primero en el judaísmo y luego en el cristianismo, aunque ni siquiera en este último parece haber encontrado satisfacción perfecta. Este hombre, primo de su esposa Kadidja, impulsado por un deseo irresistible de conocer la verdad, pero, como sus repetidas apostasías servirían para demostrar, siendo de naturaleza escéptica, pudo haber descubierto [ix] los errores que se habían infiltrado en todo el sistema religioso de su tiempo; y habiendo extraído de ellos lo que era puramente Divino, y liberado de las invenciones de los hombres, puede haberlo propuesto a su discípulo, quien, profundamente afectado por su inculcación repetida, finalmente sintió dentro de sí un llamado a convertirse en el restaurador de la religión antigua y pura. Un judaísmo sin las muchas leyes rituales y ceremoniales, que, según la declaración de Mahoma, incluso Cristo había sido llamado a abolir, o un cristianismo sin la Trinidad, la crucifixión y la salvación conectada con ella: este fue el credo que, en el período temprano de su misión, Mahoma predicó con entusiasmo sincero.
Sería fuera de lugar exponer aquí en detalle el carácter rápidamente cambiante tanto de Mahoma como de sus doctrinas; pero lo que se ha dicho parece indispensable como introducción a las leyendas de esta obra. Con excepción de unas pocas adiciones posteriores, estas leyendas se derivan del propio Mahoma. Sus rasgos esenciales se encuentran incluso en el Corán, y lo que allí sólo se alude se lleva a cabo y se completa mediante tradiciones orales. Por lo tanto, estas leyendas ocupan un doble lugar en la literatura árabe. Todo el círculo de las tradiciones, desde Adán hasta Cristo, contiene, como lo hacen en la visión musulmana, hechos [x] reales e indiscutibles relacionados con el destino de todas las naciones, por lo que éste es el fundamento de la historia universal de la humanidad; mientras que, por otro lado, se utilizan especialmente como biografía de los profetas que vivieron antes de Mahoma. Por lo tanto, es de suma importancia determinar el terreno del que surgió la fuente de estas leyendas y mostrar la transformación que sufrieron para servir como punto de apoyo para la propagación de la fe en Mahoma.
En cuanto al origen de estas leyendas, se desprende de lo que se ha dicho que, con excepción de la de Cristo, se encuentra en las tradiciones judías, donde, como se desprende de las numerosas citas del Midrash, todavía no se han encontrado. Muchas tradiciones sobre los profetas del Antiguo Testamento se encuentran en el Talmud, que entonces ya estaba cerrado, de modo que no puede haber duda de que Mahoma las oyó de los judíos, a quienes eran conocidas, ya por las Escrituras o por la tradición. En efecto, no puede presumirse que estas leyendas fueran propiedad común tanto de los judíos como de los árabes, puesto que Mahoma las comunicó a los árabes como algo nuevo y especialmente revelado a él mismo, y puesto que estos últimos lo acusaron de haber recibido instrucción de extranjeros. Además de Warraka, que [xi] murió poco después de la primera aparición de Mahoma como profeta, conocemos a otros dos personajes que conocían muy bien los escritos judíos y con los que convivió íntimamente: Abd Allah Ibn Salam, un judío erudito, y Salman el persa, que había vivido durante mucho tiempo entre judíos y cristianos y que, antes de convertirse al islam, fue sucesivamente mago, judío y cristiano. También el monje Bahira, a quien, sin embargo, según fuentes árabes, sólo conoció una vez, en su viaje a Bozra, era un judío bautizado. Todas estas leyendas debieron causar una profunda impresión en una disposición religiosa como la de Mahoma y despertaron en él la convicción de que en diversas ocasiones, cuando la depravación de la raza humana lo requería, Dios seleccionó a algunos individuos piadosos para restaurarlos una vez más al camino de la verdad y la bondad. Y así podría suceder que, no teniendo otro objetivo que instruir a sus contemporáneos en la naturaleza de la Deidad, y promover su mejoramiento moral y espiritual, podría desear cerrar la línea de los Profetas con él mismo.
Pero estas leyendas favorecían especialmente su objetivo, puesto que en todas ellas los profetas son más o menos incomprendidos y perseguidos por los infieles, pero, con la ayuda de Dios, triunfan al final. Por tanto, él pretendía [xii] que sirvieran de advertencia a sus oponentes y de edificación y consuelo a sus partidarios. Pero la leyenda de Abraham debió de haberse apropiado de ella con particular avidez, debido a su uso especial como arma tanto contra los judíos como contra los cristianos, mientras que, al mismo tiempo, impartía un cierto brillo a todas las naciones de Arabia que descendían de Abraham a través de Ismael.
Es difícil determinar con precisión cuánto de esta última leyenda era conocida en Arabia antes de Mahoma; pero es probable que, tan pronto como los árabes conocieron las Escrituras y las tradiciones de los judíos, las emplearon para rastrear hasta Mahoma el origen tanto de su raza como de su templo. Pero que no poseían información histórica al respecto se desprende del hecho de que, a pesar de su habilidad genealógica, confiesan ser incapaces de rastrear la ascendencia de Mahoma más allá de la vigésima generación. Sin embargo, es bastante evidente que no sólo las leyendas de Abraham e Ismael, que relataban mucho de lo que era favorable a este último, acerca de lo cual la Biblia no dice nada, sino que todas las demás de la misma manera fueron más o menos cambiadas y ampliadas por Mahoma y adaptadas a sus propios fines. Sin embargo, nos inclinamos a atribuir estas modificaciones a los hombres que lo rodeaban [xiii] más que a él mismo; porque lo consideramos, al menos durante el período de su misión, como un mero instrumento de ciertos reformadores árabes más que un profeta independiente, o, en todo caso, más como un tonto que un engañador. Sin embargo, a él pertenece sin duda el manto altamente poético en el que encontramos estas leyendas, y que estaba calculado para atraer y cautivar las mentes imaginativas de los árabes mucho más que las aburridas fábulas persas narradas por sus oponentes.
En la leyenda de Cristo no es difícil descubrir las opiniones de un judío bautizado. Reconoce en Cristo la Palabra viva y el Espíritu de Dios, en contraposición a la letra muerta y al ceremonial vacío en que había caído entonces el judaísmo. En el nacimiento milagroso de Cristo no hay nada increíble para él, pues ¿acaso Adán no fue creado también por la palabra del Señor? Admite todos los milagros del Evangelio, pues ¿acaso los profetas anteriores no habían obrado milagros también? Ni siquiera en la Ascensión encuentra nada extraño, pues Enoc y Elías también fueron trasladados al cielo. Pero que un verdadero profeta se coloque a sí mismo y a su madre al mismo nivel que el Dios Altísimo es repugnante para sus opiniones, y por eso rechaza esta doctrina como una invención blasfema de los sacerdotes. También se niega, de la misma manera, a creer en la Crucifixión, [p. xiv] porque le parece que reflexiona sobre la justicia de DIOS y que está en conflicto con la historia de los profetas anteriores, a quienes Él había librado de todo peligro.[1] «Ningún hombre sufrirá por los pecados de su prójimo», dice el Corán: por lo tanto, aunque Cristo podría haber seguido sus designios sin el temor de la muerte, le parecía imposible que el Señor hubiera permitido que Cristo, el inocente, muriera de una manera tan vergonzosa por los pecados de otros hombres. Pero él considera como un Salvador a todo profeta que por revelación divina y una vida ejemplar y piadosa, restaura al hombre al camino de la salvación que Adán había abandonado en su caída; y él creía ser un salvador así.
Ahora bien, así como la leyenda de Abraham era valiosa para Mahoma por la lección pura y sencilla que inculcaba, así como por su conexión con las cosas sagradas de La Meca, también valoraba la leyenda de Cristo especialmente por su promesa del Paráclito, en el que creía, o al menos se proclamaba a sí mismo, y a cuyo apelativo el significado de su propio nombre al menos le proporcionaba un derecho mejor que a algunos otros que se lo habían arrogado %%%% antes [p. xv] que él. Aquí, nuevamente, percibimos que Mahoma probablemente fue mal informado tanto por judíos como por cristianos, aunque tal vez no por motivos sórdidos. Alguien, por ejemplo, como ya observó Maccavia, puede haberle dicho que Cristo había hablado de un peryclete, una palabra que es sinónima de Ahmed (el muy alabado). En todo caso, en todas las leyendas de los musulmanes, Mahoma es declarado incluso por los profetas más antiguos como el más grande de todos los que estaban por venir (aunque se encuentran menos rastros de esto en el Corán); y dondequiera que, en las leyendas judías, Moisés, Israel y la Thora aparecen de forma destacada, los musulmanes colocan a Mahoma, los árabes y el Corán. El nombre al que apelan con más frecuencia como su comprobante es Kaab Alahbar, un judío que abrazó el islamismo durante el califato de Omar. Como abundan las traducciones del Corán en lengua alemana, no puede resultar difícil para el lector separar aquellas partes de estas leyendas compuestas por Mahoma de aquellas que fueron interpoladas posteriormente, pero que se le atribuyeron y pasaron a la posteridad como tradiciones sagradas.
Las tradiciones orales que se ponen en boca de Mahoma sobre los antiguos profetas son tan numerosas y algunas de ellas tan contradictorias que ningún historiador o biógrafo [p. xvi] ha podido admitirlas todas. Por lo tanto, fue necesario seleccionarlas y, para hacerlas en algún grado completas, nos vimos obligados a recurrir a diversas fuentes, ya que sólo de esta manera se podía obtener la unidad y la redondez con que se presentan aquí al lector.
Además del Corán y los comentarios sobre él, los siguientes manuscritos han sido utilizados para este pequeño trabajo:
El libro Chamis, de Husein Ibn Mohammed, Ibn Ahasur Addiarbekri (n.° 279 de los manuscritos árabes en la biblioteca del duque de Gotha), que, como introducción a la biografía de Mahoma, contiene muchas leyendas sobre los antiguos profetas, especialmente Adán, Abraham y Salomón.
El libro Dsachirat Alulum wanatidjal Alfuhum (depósito de sabiduría y frutos del conocimiento), de Ahmed Ibn Zein Alabidin Al-bekri (n.° 285 de los manuscritos antes mencionados) en el que también las antiguas leyendas desde Adán hasta Cristo se anteponen a la Historia del Islam y, más especialmente, las vidas de Moisés y Aarón narradas minuciosamente.
Una colección de leyendas de autores anónimos. (Nº 909 de la misma colección.)
Las Leyendas de los Profetas (Kissat Alan-bija), de Muhammed Ibn Ahmed Alkissai. (Nº 764 de los manuscritos árabes de la Biblioteca Real de París.)
[p. xiv]
El lector recuerda lo que nuestro Salvador dice de toda la sangre justa derramada sobre la tierra, desde la sangre del justo Abel hasta la sangre de Zacarías, hijo de Berequías, quien pereció entre el templo y el altar.—E. T. ↩︎