© 2005 Jan Herca (licencia Creative Commons Attribution-ShareAlike 4.0)
Los días siguientes Jesús entró en un período de mayor recogimiento. Solía sentarse desde la mañana junto al megalito del claro, y permanecía en silenciosa oración y comunión con su Padre hasta la tarde. Durante ese tiempo utilizaba su mente poderosa y abstraía por completo su ser del entorno.
Durante estos períodos Jesús estaba alcanzando un nuevo grado de entendimiento con su Padre. Cada vez sentía su presencia de un modo más cercano que nunca. Una seguridad en aumento se iba ampliando en su corazón. Empezaba a tener muy claro que él estaba allí para algún cometido relacionado con la humanidad, y que en realidad su misión como maestro era la consecuencia de un plan anterior ya ideado por «alguien». ¿Quizá el ser que le hablaba en sus recuerdos?
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Los días pasaron raudos. Cada día Jesús bajaba al depósito y se hacía con parte de las provisiones que el bueno de Tiglat dejaba todos los lunes y viernes, y algunos miércoles. Ahora Jesús casi no se acordaba de comer a medio día, y sólo hacía dos comidas, pues estaba demasiado concentrado en su comunión permanente. A pesar de ello, no se le notaba más cansado o débil. Al contrario, el sol de la montaña estaba bronceando su piel y el aire puro y el contacto con la naturaleza le llenaban de fuerza. Se sentía pletórico y comprendía que se aproximaba el gran momento de su vida, el final de todos los misterios.
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Poco a poco, en sus oraciones de comunicación, empezó a experimentar de un modo más y más fuerte la presencia de su «Monitor de Misterio». Esa extraña fuerza, aunque silenciosa y escurridiza, parecía estar ahí y dejarse notar cada vez más. Era como si un hilo conductor estuviera tirando de él. Sus pensamientos parecían originarse antes de que surgieran de su mente, como si alguien se los transmitiera. Día a día, esta sensación de estar literalmente «poseído» empezaba a crecer más y más. Pero era una experiencia encantadora. Le producía un hormigueo especial notar que «alguien» parecía tirar de su mente, antes incluso de que él mismo tomara su propia decisión. Y ese tirón no dejó de crecer durante las semanas siguientes.
Su oración fue mejorando notablemente, de modo que en muchas ocasiones sentía que verdaderamente hablaba con su Padre y que recibía una respuesta inmediata. Muchas de sus preocupaciones y dudas desaparecían al poco de finalizar su rato de comunión. No pasaba un solo día sin que nuevos descubrimientos tranquilizaran sus inquietudes. A pasos agigantados Jesús percibía con claridad que cada vez quedaba menos para descubrir el velo.
Sabedor de que el tiempo de la verdad estaba llegando, se relajó un poco durante unos días y procuró distraerse. Subió de nuevo por la ladera y pasó un día incursionándose en el bosque. En un penacho pudo llegar a divisar, a lo lejos, a una cuadrilla de leñadores. Pero estaban demasiado lejos para verle. Aún no se había cruzado con nadie en toda su estancia en la montaña, ni siquiera con el más inofensivo de los animales, y empezaba a sospechar que alguna mano invisible estaba manteniendo el lugar solitario.
Por el día las cumbres del Hermón eran calurosas. Las escasas zonas de neveros que aún quedaban reflejaban con fuerza los rayos del sol, y las débiles nubes apenas ofrecían sombras. La temperatura era buena, aunque por la noche se dejaba notar el frío. Jesús disponía entre su reducido equipaje de un manto hecho con pieles de zorro, y eso le permitía pasar la noche de forma más confortable. Procuraba mantener el fuego vivo, pero dedicaba poco tiempo a buscar leña y nunca tenía suficiente. Arropado bajo el abrigo, Jesús pasaba las últimas horas del día contemplando el firmamento. Desde su posición, la vista era magnífica. La noche clara y despejada ofrecía una visión única y majestuosa de la cúpula celeste. Utilizaba su conocimiento superior y era capaz de reconocer cada estrella mejor que cualquier astrónomo de la época. Jesús no se sorprendía cuando identificaba a las estrellas por nombres no humanos. Sabía cuáles tenían planetas y cuáles estaban habitadas por otras civilizaciones parecidas a la de la Tierra. Aquellas eran unas ideas muy superiores a las que se tenía en aquel tiempo, que hacían pensar que las estrellas se encontraban fijas en una cúpula y eran algún tipo de rastro dejado por los dioses. Jesús pasaba horas antes de dormirse recordando estos mundos distantes que formaban parte de su inmenso dominio, y a los que llevaba edades inmensas gobernando. Suponía que en muchos de estos mundos, los grupos de ángeles allí estacionados sabrían de la verdad de su aparición en Urantia, que así es como llamaban a la Tierra. Y se imaginaba que todos estarían expectantes por volver a comunicarse con él, con Salvin, su creador y su padre celestial.[1]
Las encarnaciones de Jesús, de las cuales la realizada en nuestro planeta fue la séptima, no implicaban casi nunca una seguridad en cuanto a dónde se encontraba Jesús durante ellas, o a quién era. Los ángeles, durante esos períodos de encarnaciones, tenían sus sospechas de que Jesús se hubiera podido encarnar en un tipo de ser concreto y en un lugar concreto, pero casi siempre eran especulaciones (LU 119:4.4). Sin embargo, la encarnación de Jesús en nuestro mundo fue algo público para todos los habitantes de su universo (LU 119:7.2). Los ángeles ya sabían que Jesús el humano era su Miguel o Hijo Creador y desde los mundos sede del universo se estaban siguiendo las evoluciones de Jesús por nuestro planeta con suma atención e interés. ↩︎