© 2005 Jan Herca (licencia Creative Commons Attribution-ShareAlike 4.0)
Los días pasaron lentamente y Jesús empezó a calmar sus impaciencias. Iba a llegar el gran momento, pero sabía que por muchos esfuerzos que hiciera, no estaba completamente en su mano el alcanzar esa gracia. Así que procuró concentrarse cada día en sus ejercicios, en silencio y recogimiento, disfrutando de la montaña y de su paraje inhóspito.
Sus ejercicios consistían siempre en un rato de reflexión y luego en un período de honda profundización con su extraordinaria mente. Cada vez obtenía un mejor control de sus capacidades. Era fantástico. Nunca se había sentido así. Era como tener una nueva cabeza, con un poder de concentración cien veces mayor de lo normal, mucho más rápida y capaz. Jesús estaba empezando a usar sus pensamientos como si fueran piezas de madera, igual que hiciera cuando era ebanista. Los moldeaba y operaba con ellos a su voluntad. Estaba alcanzando un nuevo nivel de la realidad y se sentía extasiado de sus capacidades. Él sabía que la mente era real, no era sólo el sonido de nuestra voz interior. Tenía materia al igual que los objetos, más tangible incluso cuando se la sabe modelar. Su conocimiento superior provenía de esta utilización de la mente. Cuando escapaba de las limitaciones de su ser humano, Jesús llevaba su mente hasta estados muy superiores de entendimiento, y nunca se agotaba su capacidad de conocer. Siempre podía saber más y más cosas.
Pero ahora los esfuerzos de Jesús se concentraban en intentar conciliar su mente con su «Monitor de Misterio», dejar que su guía espiritual se apoderase de sus decisiones y someterse a su dirección. Cada vez sentía con más claridad la «posesión» del espíritu, cómo su «maestro interior» se iba apoderando de él, controlando sus pensamientos y organizando sus inquietudes.[1]
De este modo despertaba y se encontraba a sí mismo otra vez junto al arroyo, sentado contra su árbol, tapado con una manta, casi anocheciendo. Al volver en sí dejaba pasear su vista por el sepulcral lugar. No acudía ningún miedo a su cuerpo. Sabía que estaba viviendo bajo una tutela especial. Se sentía especial. Nada podía quitarle la sensación de que todo estaba ocurriendo según los planes maravillosos de «alguien» que le aguardaba.
El agua corría inquieta por los primeros rápidos de la ladera; los árboles, frondosos, se agitaban a merced de los fuertes vientos de la cumbre. Las ramas entrechocaban con el sonido de múltiples pasos, pero todo era de una inmensa soledad en aquel lugar.
La luz de la luna dejaba al descubierto los matojos que se escondían en la umbría. El negror de la noche no representaba un problema para la vista, y el camino parecía trazado en el suelo frío como un brillante sendero que quisiera evitar que nadie se perdiese.
Jesús sonreía contemplando aquella quietud, y se sentía lleno de emoción y de dicha. El final del camino se acercaba, la senda ya palpitaba con intensidad. Todo había sido trazado con sabiduría, y la puerta de su destino relucía al fondo, visible y clara, invitándole a llegar.
Aquí se está describiendo, aunque de forma somera y superficial, el mayor fenómeno de la vida de Jesús: la unión de su mente y de su espíritu. Este suceso universal, que de forma inigualable ocurrió a una edad temprana en Jesús, está explicado con más detenimiento en El Libro de Urantia (LU 112:7). ↩︎