© 2005 Jan Herca (licencia Creative Commons Attribution-ShareAlike 4.0)
Las semanas pasaban raudas y Jesús llevaba ya tres de ellas en la montaña. Tenía una barba abundante y la tez morena. Parecía un loco eremita, aunque conservaba su buena forma física, y procuraba alimentarse bien. Lavaba sus ropas con cierta frecuencia, y se mantenía agradablemente ocupado con las cosas pequeñas, como ir a por leña o lavarse junto al río. Procuraba que las grandes proezas que estaba viviendo no obtuvieran una atención desmedida. Sus hábitos no habían variado por el hecho de estar convirtiéndose en un extraño ser supermortal.
Durante todos estos días Jesús había evitado a propósito el hacerse preguntas sobre sus poderes supermateriales. «¿Qué voy a hacer con mi poder divino?», se preguntaba a menudo. «Seguramente», cavilaba, «la mente y el espíritu, cuando prevalecen sobre la materia, son capaces de hacer realidad cualquier cosa, siempre que sean conformes con la voluntad del Padre». Pero estas cosas no le preocupaban demasiado. Le disgustaba la idea de obtener una prueba física de sus poderes. Él sentía que los tenía, con un sentimiento más fuerte que cualquier demostración material, y no necesitaba realizar ningún portento para verificarlo. Aunque durante todos estos días sintió muchas veces la tentación de hacer algo fuera de lo común, sólo por comprobar sus conjeturas, en realidad nunca hizo nada anormal. Si alguien le hubiera visto se hubiera encontrado con un judío retirado en la montaña, llevando una vida común y sencilla, y dedicado a la meditación y a la oración. En una ocasión en que no había cenado nada, sintió que era capaz de eliminar de su cuerpo la sensación de hambre con sólo imaginarlo, pero se abstuvo de hacerlo, y prometiéndose a sí mismo que nunca utilizaría sus poderes en beneficio propio, tomó algo de alimento para saciar su apetito.[1]
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Miércoles, 5 de septiembre de 25 (24 de elul de 3785)
Este miércoles fue un día decisivo. Ese día transcurrió aparentemente como otro cualquiera, pero Jesús notó cada vez más a lo largo del día una progresión en su contacto interior. Durante ese día progresó más que en toda su vida. Eran tales sus sensaciones que sintió inmediato el momento de la gran verdad. Y entonces experimentó cierto desasosiego. Había esperado tanto tiempo ese momento… Pero en ese instante, abrió los ojos, inspiró profundamente, y dejó sus ejercicios. Sabía que estaba preparado. El momento había llegado. Ya no había prisa. Algo le decía que cuando ese momento llegara, ya nada iba a ser igual. Así que dedicó esa tarde a pasear relajado entre los árboles. Quería disfrutar un último instante de su vida tal y como la conocía. Era una especie de última despedida de sí mismo. Jesús decía adiós a su mente humana y se embarcaba en la nueva y desconcertante aventura de la sincronía espiritual.
Esa noche durmió plácidamente. Fue un sueño reparador. No tuvo ninguna ensoñación, nada acudió a su mente. Se levantó convencido de que algo estaba a punto de ocurrir. Dejó transcurrir el día. Convencido de que todo estaba por llegar, procedió a ir recogiendo las cosas, limpiar el terreno, e ir llevando los utensilios al depósito. Pero Jesús no podía imaginar aún la enormidad de lo que le esperaba.
Esa noche siguiente no conseguió conciliar el sueño. Mantenía los ojos abiertos, mirando la lona, escuchando el lejano chapoteo del salto de agua, y su mente bullía en un continuo ir y venir de pensamientos. Volvió de nuevo esa voz distante, «…actúa como maestro…», y esta vez sonó con un tono conocido para él. Sintió de un modo muy certero que conocía esa voz. Pero, ¿quién era…?
Pasó unos segundos rebuscando en su memoria. ¿Quién era…? Y algo perdido en el tiempo, oscuro y olvidado, empezó a surgir en su mente. Su corazón se quedó mudo y el tiempo pareció perder su velocidad. El silencio de la noche se elevó por encima de las copas de los árboles y cayó después a plomo inundándolo todo. Jesús cerró los ojos…
Hizo uso de su mente superior cuanto pudo y esa voz volvió a sonar como un golpe de tambor en sus oídos: «…¡actúa como maestro!». Entonces vio de nuevo aquella imagen, ese rostro parecido al suyo, pero de rasgos desconocidos. Y cuando esa imagen pronunció de nuevo las palabras «…como maestro…», entonces ya no le cupo duda.
Se incorporó sobresaltado, abrió los ojos, y en medio del silencio de la noche, la voz de Jesús sonó, clara y rotunda: «¡Es mi Emmanuel!»[2]
Como si eso fuera una señal que desatara una fuerza encadenada, la mente de Jesús sintió de pronto llenarse con una infinidad de recuerdos enorme. Sus pensamientos se desbordaron como una presa en su límite. Entonces la noche cayó sobre él como un manto de terciopelo negro, y en medio de la oscuridad, su recuerdo voló por encima de los cedros y de la montaña, más allá del espejo de la nieve de las cumbres, más alto que el ábside del orbe terrestre, camino de las estrellas infinitas. Y en su celeste carrera Jesús abrió los ojos de su corazón y pudo contemplar el firmamento, inmenso en su distancia, envuelto en las suaves caricias de las nebulosas estelares.
Cuando se acercó al centro de todas estas cosas, una esfera oscura que irradiaba una tenue luz violácea surgió a sus ojos. A su alrededor, una multitud de lunas enormes gravitaban como lunas pastoras de otros cuerpos menores. Y en ese momento Jesús tuvo la plena conciencia de su misión en la Tierra y del significado de su encarnación.[3] Su voz llenó todas las estancias y mansiones del cúmulo estelar, y en ellas resonó el mensaje por tanto tiempo esperado:
—«Ha llegado la hora del cumplimiento pleno de la voluntad de mi Padre. Que se cumplan las disposiciones de los Hijos del Paraíso».
Y esa voz viajó a cientos de miles de veces la velocidad límite física y recorrió todos los sistemas, todas las constelaciones, todos los recónditos lugares del espacio estelar hasta llegar a los más distantes planetas. Y las inteligencias de un vasto sector de la galaxia escucharon, por primera vez desde hacía tiempo, el sonido de la voz más amada y más querida de toda esta extensión del universo.
Jesús no se extrañó de sí mismo cuando se oyó decir, en una voz que inundó todo el cielo:
—Mi nombre es Salvin, y soy el Miguel del cúmulo estelar de Salvington, en Nebadon, elegido como el seiscientos once mil ciento veintiún[4] representante del Verbo Eterno en la galaxia de Orvonton[5]. Y regreso a la comunicación con los mundos del espíritu para anunciar mi encarnación final en la forma humana en un recóndito planeta llamado Urantia.
Aunque en la soledad del paraje de la montaña Jesús aparentemente seguía recostado en su sencilla tienda, y el silencio lo inundaba todo, en realidad en el firmamento, en una explosión de júbilo sin precedentes, incontables billones de seres de otras realidades distantes festejaban con infinita alegría esas palabras, que recorrían de un lado al otro el espacio sideral.
Jesús regresó a su ser y se encontró de nuevo en la tienda, en medio de la eterna noche. Se dio cuenta de que la hora de su manifestación había llegado. La larga espera para sus hijos había finalizado. Todo había quedado atrás. Recorrió con el pensamiento toda su existencia terrena y se dio cuenta de que había merecido la pena, que todo había sido trazado convenientemente. Y entonces no vaciló en usar su plena conciencia divina y recorrer con ella los recuerdos de sus otras encarnaciones en las seis formas de criaturas celestiales creadas por él. Comprendió finalmente el propósito divino de los otorgamientos, y volvieron a su mente los recuerdos de Emmavin[6], su Emmanuel, el consejero del Paraíso que gobernaba junto a él en Nebadon, como si fuera un hermano. Ahora le llegaban todas sus palabras de sabiduría sobre el modo en que debía encarar sus entregas divinas en forma de criatura. Y todo volvía a encajar. Sus mensajes exhortándole a que se comportara como un maestro mucho tenían que ver con su actitud de hacer plenamente la voluntad del Padre. Este deseo fortísimo de la juventud de Jesús tenía su origen, en realidad, en un distante plan urdido edades incontables atrás, cuando Salvin, que ése era el auténtico nombre de Jesús, en calidad de ser creador, se embarcó en la impresionante aventura de revelar la verdad sobre el Padre a sus criaturas a través de un larguísimo proceso de encarnaciones.
Tan sólo fueron unos segundos de la Tierra, pero el tiempo pasó como si fueran edades completas para Jesús, y todo lo que una vez estuvo olvidado y retenido en el mundo secreto de Sonarington[7], ahora se desplegó ante el pensamiento de Salvin, el Miguel de Nebadon, el auténtico Jesús, como un instante fugaz. Y después se sintió pleno como un mar inmenso, y su sonrisa llenaba con su brillo el claro del megalito.
Salió de la tienda y parecía que había crecido más alto que los árboles, por encima del milenario cedro, más allá de las dormidas cumbres del Hermón. Se aproximó al centro del claro y esbozando un amplio abanico con los brazos, feliz y sonriente, habló en su propia lengua, nebadoniano, diciendo:
—Yo, Padre, te agradezco tu amparo y cuidado durante mi frágil otorgamiento. Que se haga eternamente tu voluntad en toda mi extensión estelar, aquí en los pequeños planetas habitados igual que en las esferas altísimas. Yo seré tu heraldo en esta noche de los tiempos, mensajero de excepción para los pueblos de los mundos de tus hijos, y juntos seremos su guía cierta y sempiterna hacia los destinos excelsos de la ascensión al Paraíso. Te entrego toda mi posesión de autoridad aquí y en cualquier otro acto de mi voluntad, y me someto a la dirección absoluta de mi Ajustador Personal, el Monitor de Misterio, tu fiel garante de la personalidad. Que se hagan todas las cosas como tú deseas, mi pensamiento se una al tuyo, y mis decisiones sigan tu camino como uno solo. Que se dé comienzo a la nueva edad del otorgamiento final, la era del Miguel Mayor de Nebadon, y que esta era discurra bajo los auspicios del emblema de la unidad del Padre y del Hijo en su fusión eterna de decisión y voluntad.
Esa noche Jesús no durmió nada. Fue la gran noche de la declaración ante los ejércitos espirituales de que había vuelto a la realidad universal. El nombre de Salvin, el Miguel de Nebadon, inundó los cauces de comunicación del universo. Una voz inaudible para el ser humano se extendió por todos los rincones del brazo de la galaxia.[8] Y por primera vez en mucho tiempo volvió a hacer uso de su poder absonito[9], llenando con su palabra los distantes espacios del cosmos, sin perder por ello sus limitaciones humanas y sin cambiar de aspecto físico. Aunque aparentemente allí estaba un judío cualquiera, de pie en lo alto de la montaña, bajo el manto estrellado de la noche, en realidad la mente más poderosa de toda una vasta extensión del firmamento llenaba con su presencia el dominio estelar.
Pronto se dio cuenta de que ya jamás iba a perder la consciencia, por lo que dormir no iba a resultar necesario, pero se prometió a sí mismo que idearía algún tipo de plan para tratar con este tema.[10]
Aquella noche fue la más larga de todos los tiempos en esta zona de la galaxia. Miles de invisibles mensajes circulaban por el espacio exterior, a cientos de veces las velocidades admisibles por la materia, en un mundo espiritual sin límites, y billones de seres despertaron sobresaltados y dichosos con este nuevo anuncio, largamente esperado: «Salvin, el ser creador del cúmulo galáctico de Nebadon, ha regresado por fin a la conciencia de sí mismo en ese lejano planeta llamado Urantia que se haya perdido en una remota constelación.»
Aquello no pilló desprevenidos a ninguno de los cuerpos celestiales estacionados en la Tierra, pues ya eran conocedores desde hacía tiempo del tremendo suceso que durante esos años se venía produciendo en Jesús. Cientos de miles de seres del mundo del espíritu se llenaron de excitación y frenesí con el anuncio: «¡Nuestro padre creador ya está de nuevo entre nosotros!». Quien había escuchado alguna vez que este día iba a llegar no paraba de preguntar a los más sabios, en busca de la confirmación.
Y no tuvieron que esperar, porque esa misma noche de forma absolutamente excepcional, Jesús mismo convocó, ya en calidad de Salvin, el Miguel de Nebadon, una reunión con la división principal de arcángeles, invitando a todas sus huestes.
Las transmisiones del espíritu llenaron el cielo, imperceptibles para los seres humanos, y los pensamientos y alabanzas circulaban de grupo en grupo extendiéndose por toda la faz de la Tierra. Todos cuantos orbitaban el sistema solar acudieron prestos al inaudito mensaje, y el monte Hermón fue esta noche, aunque nadie lo supo nunca, el lugar más espectacular de la galaxia.
Miles y miles de espíritus de todas las especies celestiales se congregaron en las proximidades de las cumbres, llenando con su alegría y con su gozo los canales divinos de comunicación. Y energías ignotas e invisibles llenaban las cimas y rodeaban las más altas cotas, subiendo y bajando del cielo.
Bajo este revuelo, en su claro del bosque, para asombro de todos, un «ser humano» de apariencia sencilla y bondadosa les esperaba, mirando y reconociendo su proximidad. Todos se preguntaban cómo era posible que les viera, y ya no les quedaba duda de que aquel ser tan aparentemente insignificante era en realidad el ser más importante de una creación entera.
Cuando el revuelo fue máximo, Jesús se aproximó al centro del claro y miró a los cielos. Todo permaneció en silencio. Los seres angélicos se acercaron y muchos se posaron junto a los árboles, en los alrededores del campamento de Jesús.
—No existe ningún amor más grande que dedicar la vida a instruir a los demás —comenzó diciéndoles Jesús. A medida que hablaba más y más seres fueron descendiendo desde lo alto o llegaron por el horizonte, posándose en silencio en los alrededores—. El propósito universal es éste: que todos seamos felices, y que el mismo amor creador que nos originó allá en el distante pasado de los tiempos, sea devuelto ahora a través nuestro a nuestros hijos y hermanos. No existe un privilegio mayor que el de ofrecer la vida entera, eones incontables de tiempo, en ayudar y colaborar con las energías espirituales para el progreso de las almas de los peregrinos del universo.
Jesús se giró y, señalando hacia el vasto horizonte, continuó:
—Ved allí a mis hijos, que duermen en la quietud de su civilización. Les queda un largo camino por recorrer, muchos esfuerzos aún que emplear. Pero sabed que no están solos, nunca lo estarán por mucho que las aparentes condiciones indiquen dificultades y barreras. Mi Padre está conmigo y con todos nosotros ahora y siempre. Nada puede separarnos de su infinita presencia. Por eso, si él hace todas estas cosas por sus criaturas tan distantes, ¿qué no hará por vosotros, queridos hijos, que habéis contemplado glorias mucho mayores, y que conocéis un mundo espiritual de perfección tan excelsa? Haced, pues, vosotros, lo mismo a ellos. Sed sus hermanos y hermanas. Aprended a cuidarles y a ofrecer vuestro auxilio. No desfallezcáis. No caigáis en el desánimo ni en la costumbre. Ahora que me veis y sabéis quién soy, ahora que muchos de entre vosotros habéis estado junto a mí y me habéis ayudado, sabéis que cualquiera de estos, mis hijos, son como yo. La forma material de la creación constituirá a partir de ahora y para siempre parte de mi personalidad, por lo que yo podré manifestarme como mortal del reino siempre que lo desee. Recordad, pues: dad todo vuestro amor a estos semejantes vuestros, porque podría ocurrir, sin saberlo, que al hacerlo, estéis ofreciéndoos a todo un ser creador.
Jesús continuó su alocución por espacio de más de una hora. Hablaba en una lengua ininteligible para el hombre, el nebadoniano[11], la lengua universal de su creación. Y los ángeles y las huestes congregadas, que formaban un círculo de miles y miles de seres, eran invisibles para los ojos comunes. Toda esta escena se desarrolló en otro plano material, invisible pero real.
Jesús dirigió palabras especiales de aliento a cada uno de los grupos reunidos en la Tierra, especialmente a los serafines y querubines, dos especies de ángeles extraordinarios, seres desconocidos para los hombres, reducidos a mitos y leyendas, pero auténticos y reales. Había también otros seres que no tenían la facultad de desplazarse volando. Muchos de ellos venían transportados por otros seres, mucho mayores y con la facultad de llevar a otros de aquí para allá. Había seres de múltiples especies y tipos, pero todos tenían formas humanas, y parecían llevar consigo objetos extraños. Aunque sus cabellos blanquecinos les podía confundir con ancianos en realidad tenían una piel tersa y brillante. Eran las huestes celestiales de la Tierra, y durante mucho tiempo sabían que su creador se había embarcado en aquella encarnación en forma humana en la persona de aquel joven llamado Jesús.
Uno de aquellos ángeles afortunados era Lenolatia[12], el ángel custodio de Jesús, a quien él pidió, semanas antes, que le dejara a solas en la montaña. En esta ocasión había regresado para ver a su padre y maestro, por fin manifestado como Miguel, su ser creador. Durante su discurso Jesús se refirió a él, agradeciendo sus atenciones y cuidados, y provocando su sonrojo ante la mirada de todos los presentes.
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Aquella noche se prolongó sin fin. A medida que los transportes seráficos iban llegando con nuevos pasajeros venidos de otros mundos cercanos y que otros seres de velocidades mayores se iban estacionando en la zona del monte Hermón, se fue formando un conglomerado inmenso de seres expectantes. Y Jesús no decepcionó a ninguno de ellos. Durante muchas horas pudieron disfrutar y beber de los sabios consejos de su ser más querido. Nuestro planeta, debido a una rebelión pecaminosa ocurrida en el pasado, vivía, junto a muchos planetas vecinos de otras estrellas, en una situación precaria e incierta, que había vuelto más difícil y desconcertante la labor de los ángeles y de las agencias celestiales.
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Nadie quería que aquella noche terminase nunca, pero cuando el sol empezó a clarear en el valle, uno a uno se fueron despidiendo de Jesús con una reverencia. No era aconsejable que durante el día, cuando la actividad humana en la montaña creciera, hubiera tal actividad seráfica en la zona. Sin embargo, Jesús no se quedó sólo. Un pequeño grupo se acercó a él en último lugar. Eran como unos veinte. Había uno que era fuerte y parecía más mayor que el resto. Vestía un traje curioso, hecho de una sola pieza y muy brillante, como un espejo pero que no reflejaba nada. Tenía un pelo canoso y largo que le llegaba casi a los pies. Su rostro era muy hermoso, parecido a una mujer, alargado y fino bajo sus cabellos. Sonreía sin cesar a Jesús, y cuando éste le vió, reconociéndole, le sonrió a su vez. Ambos se acercaron y la fuerte y alta criatura se arrodilló ante Jesús. Él le tomó por los cabellos, y poniéndose en cuclillas junto a él, le pidió que se incorporara, abrazándole.
Era Negurafe[13], el observador Altísimo de los Padres de la Constelación, el representante más excelso de Jesús en la Tierra, y un fiel hijo. Era una estampa extraña, invisible a los ojos humanos, ver a un ser tan grande al lado de Jesús, con un cuerpo espiritual invisible a los ojos materiales, pero visible para el Maestro. El padre, pequeño y con forma humana, y el hijo, enorme y con forma espiritual.
—Padre mío, es un privilegio infinito que estés aquí. Hablo en nombre de todos mis hermanos si te digo que aprobamos por completo tu propósito y que nos ofrecemos para servir en el cometido de la transformación de la gestión universal y de la curación de este sistema.
Jesús le dijo:
—Hijo mío. Agradezco todos vuestros cuidados y buen hacer. Ahora debemos ser pacientes y esperar el reconocimiento de nuestros mayores. Está pronto el momento de los grandes cambios. Pero antes desearía ponerme al corriente de todos los asuntos de mi Padre que dejé antes de mi encarnación. Deseo retirarme para conferenciar con mi Padre y decidir el rumbo de la última etapa de mi encarnación.
La comitiva asintió y volviendo a saludar efusivamente a Jesús, utilizaron su movimiento instantáneo y se volatilizaron con una breve estela de brillo espiritual.
Jesús se quedó solo. Comenzaba la nueva etapa de Salvin.
En esta escena hay un ligero parecido con los hechos tergiversados que se nos cuentan en los evangelios (Mt 4:1-11; Mc 1:12-13; Lc 4:1-13). Pero aquí no hay un diablo tentando a Jesús. Y la tentación de Jesús tiene cierta lógica. Básicamente, la tentación de Jesús fue una: el poder para realizar las cosas sin utilizar los cauces limitados, es decir, utilizando sus prerrogativas divinas para obtener una supuesta ventaja. O dicho de otra manera: la tentación de la impaciencia. El gran error que cometió Lucifer. ↩︎
El suceso que tiene aquí lugar, es decir, la adquisición por parte de Jesús del recuerdo de las palabras de Emmanuel, en realidad es mencionado en El Libro de Urantia como ocurriendo durante su momento del bautismo, meses después de lo que se sitúa aquí (LU 129:3.9). ¿Cómo recobra un dios su memoria perdida? Es sumamente difícil de relatar. Aquí se ha supuesto que el último recuerdo que le quedaba por obtener a Jesús era el de ese ser extraño del que llevaba tiempo teniendo visiones y escuchando voces. Era su Emmanuel, es decir, el ser que a modo de hermano mayor le asiste y le ayuda en la organización de su creación. Un ser de una transcendencia especial, pues fue la persona que le dio las intrucciones a seguir durante su encarnación en forma humana (LU 120:0.6). ↩︎
La visión que tiene Jesús, ese mundo rodeado de muchas lunas, es Salvington, la capital de su creación, el mundo lleno de perfección que cuando lleguemos nos parecerá el cielo más sublime, y que es sólo una muestra de las glorias más avanzadas que aún nos esperarán. Para Jesús, representa su hogar real (LU 15:7.7; LU 34:4.12). ↩︎
«Seiscientos once mil ciento veintiún». La cifra es impresionante, y está sacada de El Libro de Urantia (LU 33:1.1; LU 119:0.7). Significa que en el universo existen al menos otros 611.120 seres como Jesús. ↩︎
La Vía Láctea, nuestra galaxia, en el El Libro de Urantia recibe el nombre de Orvonton, y es una de las siete galaxias en el universo que está actualmente habitadas (LU 0:0.5; LU 12:2.2-4; LU 15:3.1-4). ↩︎
El nombre «Emmavin» es un nombre inventado pues El Libro de Urantia tan sólo le menciona como «Emmanuel de Salvington», y surge de la idea de que Migueles y Emmanueles son nombres de órdenes de seres, por lo que Jesús y su hermano mayor del Paraíso deben de tener otros nombres propios, algo como Salvin y Emmavin. ↩︎
Sonarington es la segunda esfera sagrada del Paraíso, el auténtico lugar del nacimiento divino de Jesús. Allí es donde vivió incontables edades antes de lanzarse a la aventura de crear un cúmulo estelar. Y contiene un secreto, el del poder que hace posible las encarnaciones, el sistema por el que estos seres entran en un contacto único con sus criaturas (LU 13:1.7-8). ↩︎
La voz de Jesús puede extenderse instantáneamente a todos los rincones de su universo gracias a la existencia de unos seres especiales que equivalen a la propia voz de Jesús como si fuera él mismo quien habla (LU 28:4.6). Esta capacidad es la que consigue vencer las limitaciones que supone vivir en un universo de unas dimensiones espaciales inconmensurables. ↩︎
Absonito es un término que emplea El Libro de Urantia para designar a seres divinos que a pesar de sus capacidades elevadas no alcanzan el nivel de lo absoluto, tal como ocurre con el Padre Universal y sus asociados de la Trinidad (LU 0:1.12). ↩︎
Esta capacidad notable del nuevo Jesús, la de nunca perder la consciencia, está indicada en El Libro de Urantia (LU 136:5.5). Resulta llamativo que es algo que pocos estudiosos sobre Jesús se han planteado. ¿Dormía Jesús, siendo como era Dios? ¿Cómo va Dios a perder la consciencia? La respuesta en El Libro de Urantia es que mientras que Jesús fue el humano que iba creciendo, durmió como todo el mundo. Pero al alcanzar este grado de enlace con su yo real, con su yo divino, finalmente pudo sobreponerse a la necesidad de dormir gracias a su poder celestial. ↩︎
Cuando algún día vivamos en esos lugares de ensueño tales como Salvington, la capital de Nebadon, hablaremos sin duda el nebadoniano, el idioma de Nebadon, y el uversano, el idioma de Orvonton. (LU 44:4.3) ↩︎
El nombre del serafín custodio de Jesús, Lenolatia, no aparece en El Libro de Urantia (LU 134:8.2) y es una invención que imita el nombre de un ángel que sí aparece, Loyalatia (LU 38:2.5). ↩︎
El nombre de Negurafe es igualmente inventado. El observador Altísimo se explica quién es en El Libro de Urantia (LU 114:4). ↩︎