© 2005 Jan Herca (licencia Creative Commons Attribution-ShareAlike 4.0)
Jesús pasó la noche del domingo recogido en la frondosidad del monte Hermón, en estado de comunión con su Padre. No cenó nada. Cuando salió de su trance, parecía cambiado y preocupado, sumido en multitud de pensamientos. Esa noche no durmió nada, ni siquiera se echó un rato a descansar. Sabía que ya no necesitaba dormir. Su mente y su cuerpo eran capaces de soportar la vigilia. Pero también comprendía que iba a tener que hacer algo para tratar con este asunto, o si no, le iba a parecer harto extraño a sus allegados.
Los tres días siguientes permaneció pensativo, recluido en la espesura, comunicándose intensamente con su Padre. Había muchos asuntos serios y preocupantes que requerían del contacto directo entre ambos. Finalmente, el miércoles, que era el segundo día de un nuevo año judío, Jesús dio por finalizado su período de retiro.
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Jueves, 13 de septiembre de 25 (3 de tishri de 3786)
Al día siguiente recogió todas las cosas. Deshizo la tienda, limpió el lugar, retiró las ramas y tapó el agujero que hacía las veces de letrina. Trató de dejar todo tal y como se lo había encontrado. Posando su mano en el cedro bajo el que se había cobijado todos esos días, se despidió del lugar, y sin dilación, emprendió la marcha, rumbo hacia la ladera.
En el depósito había alimentos en abundancia. Aquellos últimos días Tiglat había subido puntualmente la comida, y con sorpresa, se había dado cuenta de que Jesús no había hecho mucho consumo. Así que dejó sólo lo suficiente para que no se estropeara. Jesús llenó una gran bolsa con todo lo sobrante, y cargó con ello a la espalda. También enrolló las pieles que había utilizado de lona, y atándolas, se las puso en el cuello. Convertido en un porteador, y con muchas precauciones, inició el descenso por el senderillo.
Las primeras rampas de tierra no ofrecían mucha seguridad, y como Jesús iba cargado, bajó lentamente, tratando de no resbalar. Al cabo de un rato, el camino se ensanchó ligeramente y fue perdiendo pendiente. Los cedros fueron quedando atrás, y el suelo cambió por un lecho rocoso, erosionado, pero más seguro. Llegó hasta el calvero donde se destacaba la sabina que servía de ara de ofrendas. Descansó un poco a la sombra, y con renovadas fuerzas, siguió descendiendo. Un poco a la derecha sonaba el frescor de los rápidos, en vertiginosa caída de agua hacia Beit Jenn.
Por fin Jesús alcanzó el asherat. Allí tomó un poco de agua y relajó unos minutos los hombros. Continuó después el descenso. Atravesó el nahal Hermón por el desvencijado puente de troncos, y más allá empezó a oír ruidos. Unos cuantos metros hacia la izquierda asomaba Quinea. Había gente trabajando con la madera, serrucho en mano. Jesús los vio en la distancia, y procurando evitar suspicacias, continuó por el sendero. El camino fue haciéndose menos rampante, y Jesús fue tomando velocidad. Era casi más difícil bajar que subir; las sandalias no eran el mejor calzado y los pies se iban clavando en las cintas. Por fin la senda dejó de ir en pendiente. A la hora o así, distinguió una silueta conocida. Tiglat subía con un onagro cargado de cosas.
El muchacho se alegró sobremanera de volver a verle. No paró de hacer preguntas a Jesús, pero él sonreía con aire de misterio y no soltaba prenda. Jesús apremió al chiquillo a que regresaran.
—El tiempo de descanso ha terminado. Ahora debo regresar a los asuntos de mi Padre —le dijo Jesús.
Tiglat no entendió bien a qué se refería el Rabí, pero sin rechistar, le ayudó a cargar los enseres sobre el burro, y ambos enfilaron la ladera camino de Beit Jenn.
Por la calzada, Tiglat trató de saciar su curiosidad. Esperaba que su extraño amigo le contase por fin qué es lo que había estado haciendo en la montaña, y el porqué de tanto secreto. Sin embargo, Jesús estaba muy cambiado, mucho menos hablador y jocoso que cuando subieron el mes antes. Tiglat le notaba más serio y distante. No sólo por su aspecto, con la barba descuidada y con una tez más bronceada, sino también por su forma de mirar y de hablar. Ahora tenía más aplomo y hablaba con mayor decisión en su voz. Pero el chiquillo no consiguió sonsacarle nada, así que viendo que Jesús no deseaba desvelar el misterio, prefirió no molestarle, e hicieron gran parte del camino en silencio.
En Beit Jenn se presentaron en la casa del sirofenicio amigo de la familia de Tiglat. En el taller de la serrería quedaban algunas provisiones extra que había dejado el muchacho a su paso por la aldea. En el patio estaba el otro burrito que habían abandonado en previsión de que lo necesitase Jesús. Tomaron cada uno un burro, y agradeciendo al amigo su buen hacer, salieron a lomos de los jumentos rumbo a Cesarea[1]. Cinco horas después llegaban a Paneas.
Jesús volvía a sentir el bullicio de una urbe después de tantos días en soledad. Se fueron directamente a casa del muchacho. Mientras el chiquillo llevaba a los animales a la cuadra y recogía los enseres, Jesús saludó a la familia y solicitó alojamiento para otro día más al padre de Tiglat, Jalil.
—Siéntete como en tu casa —le dijo Jalil—. Quédate el tiempo que haga falta.
A Jalil también le pareció que Jesús estaba muy cambiado, mucho más serio y reservado, como si nuevos problemas y pensamientos ocupasen su cabeza. Jesús se adecentó y rasuró su barba un poco. Tenía un aspecto imponente, presentaba un físico envidiable, y parecía que la estancia en la montaña le hubiera fortalecido.
Aunque la familia de Tiglat deseaba oír alguna noticia de su extraño huésped, Jesús no se prestó a mucha conversación y anduvo el resto del día deambulando por Cesarea. Visitó de nuevo el palacete de Filipo, y se dejó caer por la zona central, cerca del foro. Había bastante actividad allí. Decidió comprar unos velos artesanales hechos por una costurera de la ciudad. Eran un regalo para su regreso.
Dio una vuelta por el santuario de Pan y los templos paganos en honor de Augusto. Como siempre, una aglomeración de gente se agolpaba junto a la cueva sagrada, esperando para ver la efigie del dios. Junto a las cascadas del río había cientos de peregrinos venidos de todas partes del Imperio, tomando el alimento ritual. El lugar estaba tan atestado de gente, que Jesús, necesitado de quietud, prefirió salir de la ciudad y andar por los alrededores.
Cerca de Cesarea había una gran cantidad de lugares recogidos y tranquilos, con riachuelos y mucha espesura. Era un lugar que solía ser utilizado como centro de esparcimiento, y que había hecho ganar una población creciente a la ciudad en los últimos años.
A Jesús le gustaba aquella urbe, nueva y llena de vida, y no le parecía un mal sitio para vivir. Además, prefería mucho más el estilo de gobierno de Filipo, el tetrarca, que el de Antipas, su hermano. En Cesarea se dejaba sentir una mayor prosperidad en la gente, y eso a pesar de que no era un lugar especialmente agraciado por sus recursos. Jesús se prometió volver alguna vez por allí.
Tiglat le buscó toda la tarde pero no consiguió dar con su misterioso judío, así que regresó a casa decepcionado. Cuando empezaba a ponerse el sol, Jesús apareció por el hogar de Jalil. La mujer tenía preparada la cena. Había otros huéspedes pero parecían hombres de negocios que cenaron poco y se retiraron a sus celdas temprano. Jalil, como prometió, procuró evitar las indiscreciones y no preguntó nada en público a Jesús acerca de su estancia en la montaña.
Antes de retirarse, el Maestro se despidió de la familia y, agradeciendo su buen hacer, entregó a Jalil el resto del dinero convenido, junto a un extra para el pequeño Tiglat. El muchacho ya no volvería a ver a Jesús en el resto de su vida. La familia de Tiglat se mudaría de la ciudad al año siguiente para reunirse con unos parientes cerca de Damasco. Pero tiempo después, cuando la fama de un maestro galileo llegó hasta ellos, no tuvieron dudas en reconocer en aquel renombrado profeta a su antiguo amigo y huésped.
Al día siguiente, Jesús se levantó a primera hora y emprendió la marcha de regreso a casa.
Cesarea de Filipo, también llamada Paneas (actual Banias), era la capital de la tetrarquía de Herodes Filipo, uno de los hijos de Herodes. En la ciudad destacó un complejo religioso donde se situaba el Paneion o santuario-gruta dedicado al dios Pan, y el Augusteon, o templo dedicado a César por Herodes, que se encontraba enfrente de la gruta. Filipo, el tetrarca, amplió aún más este complejo religioso. En la gruta los creyentes del dios Pan se congregaban alrededor, cocinaban y comían un alimento en honor al dios. ↩︎