© 2005 Jan Herca (licencia Creative Commons Attribution-ShareAlike 4.0)
Viernes, 14 de septiembre de 25 (4 de tishri de 3786)
El camino de vuelta fue bastante rápido. Jesús apretó el paso intentando hacer el trayecto en un solo día. Tenía ganas de ver de nuevo a los suyos. Hacía medio año que se había marchado de casa, yendo de aquí para allá, y durante todo ese tiempo no habían tenido noticias de él.
Atravesó los fértiles campos cercanos al Hule, la gran zona pantanosa desde la que partía el Jordán hacia el sur. La carretera, bien confeccionada por los romanos, se mantenía paralela al río Hermón. Jesús se cruzó con los habituales felah, los campesinos que solían venir del campo o de las lagunas cargados de hortalizas y pescado. De la tierra manaba la abundancia y había un intenso ajetreo en la calzada. Lo único molesto del camino era que la espesa selva estaba infestada de mosquitos incómodos que había que espantar frecuentemente.
Dejando atrás miliario tras miliario llegó hasta el lago Hule, el Semaconitis. Los riachuelos llegaban uno tras otro hasta el río Hermón convirtiendo la carretera en un encharcado camino que de vez en cuando había que salvar por medio de pontones. Cuando la carretera se aproximó al Jordán Jesús hizo un alto en el camino para almorzar.
Las millas siguientes fueron agotadoras. El calor hacía estragos a esa hora y Jesús tuvo que anudarse un pañuelo a la cabeza. Apretando el paso, se decidió a llegar antes del anochecer. El día tenía suficiente tiempo diurno y las dudosas posadas de la zona no hacían aconsejable detenerse a pasar la noche en ellas.
El paisaje cambió y las fértiles vegas empezaron a dejar paso a los campos y los olivares. Cuando la carretera perdió de vista al Jordán y se aproximó a la aldea de Jaraba, Jesús supo que el final del camino estaba próximo. Después de varias colinas el mar de Galilea apareció en todo su esplendor, con un sol lánguido cayendo por el oeste. A la izquierda, a escasos kilómetros, se adivinaban los muros de Betsaida Julias[1], la nueva capital de Filipo. Muchas torretas y andamios dejaban ver que la ciudad aún continuaba en obras. Jesús aceleró el paso.
En el cruce de carreteras con la desviación hacia Julias estaban los habituales tenderos vendiendo todo tipo de mercancías. Jesús procuró esquivar el mercadillo y continuó rumbo hacia el lago. Las grises casas de Cafarnaúm ya se veían en la distancia, junto a la orilla.
Atravesó el puente sobre el Jordán y unos pocos centenares de metros más allá, en la frontera, le pararon los funcionarios del rey en la aduana. La casa era de la familia Leví, y los hijos, Mateo y Jaime, conocían a Jesús desde hacía tiempo. Jesús saludó a los dos hermanos y abonó la cantidad estipulada.
—¿Vienes del norte? —preguntó Jaime—. Hace mucho que no te vemos por la ciudad.
Jesús, sin embargo, trató de no dar muchas pistas:
—Vengo de Paneas. He estado descansando por un tiempo.
—Eso está bien. Da recuerdos a tu familia —le dijo el pequeño de los Leví.
☙ ❧
Era inevitable. Las caras conocidas empezaron a aparecer por el camino. Jesús saludaba a todo el mundo, pero procuraba no dar muchas explicaciones de dónde había estado todo ese tiempo.
—¡Por fin regresa el hijo perdido a su casa!
La exclamación vino de entre un grupo de hombres de mediana edad que discutían en una de las plazoletas. Quien se destacó del corrillo era un hombre canoso, con barba abundante, de fuertes brazos y mirada sonriente.
—¡Querido amigo! —palmeó Jesús, sonriendo. Y se acercó al hombre, besándole en ambas mejillas.
Jonás acarició el profuso cabello de Jesús y se interesó por sus andanzas. Este hombre era el antiguo amigo de Jesús que siempre había sido un habitual de las reuniones que él y otros hombres cultos de la aldea habían celebrado en la beth keneset, la sinagoga del pueblo, tiempo atrás.
—¡Jesús, sé bienvenido!
La voz esta vez vino de su espalda. En una vivienda alguien había reconocido el sonido de las palabras del Rabí. Era José, otro de los íntimos de Jesús. Junto a él otros tres hombres se destacaron de entre un cobertizo. Le habían oído desde el patio, donde estaban todos conversando. Luego apareció por allí Joaquín, uno de los encargados de la sinagoga, y otros conocidos más. Todos se interesaron por Jesús y sus ausencias. Habían empezado a circular varias historias, difundidas por la familia de los Zebedeo, según las cuales Jesús se había retirado por algún tiempo para vivir como un asceta en el desierto.
Pero Jesús no parecía muy dispuesto a dar muchas explicaciones. No dijo nada de su estancia en la montaña, y prefirió hacerles creer que había permanecido de visita para conocer la región del reino de Filipo.
Como no deseaba demorarse más, pidió excusas a todos, haciéndoles ver que aún no había visitado a Zebedeo ni a su familia. Finalmente, no sin antes saludar a varios vecinos más, llegó a la casa donde vivían desde no hacía mucho tiempo su madre, la hermana pequeña, Ruth, y la familia de su hermano Santiago.[2]
☙ ❧
Cuando Jesús se presentó por la cancela, un grito de alegría resonó en las paredes. Su madre, Ruth, y Esta, su cuñada, estaban afanándose en una esquina cocinando algo que olía muy bien. Jesús tomó bajo sus brazos a su madre y su hermana, besando sus cabellos.
A María le volvió la luz a los ojos. La mujer llevaba meses sin hacer otra cosa que contar los días desde que Jesús se había marchado, y no dejaba de mencionarle en todas sus conversaciones. «Por fin, por fin has vuelto…», repetía sin cesar, agarrándose a él como si se fuera a escapar.
Jesús echó mano de su bolsa.
—Esto es para vosotras.
Sacó los pañolones que había adquirido en Paneas, y le dio uno a cada una. Eran muy hermosos, hechos artesanalmente con mucha finura. Las tres agradecieron el regalo alborozadas, entre risas y lágrimas de alegría, y se pusieron inmediatamente los pañuelos sobre la cabeza. Le preguntaban «¿qué tal nos ves?» y Jesús le dijo a María:
—Uh, no sé si hice bien comprándolos. Esta viuda está demasiado guapa, no podrás salir así de casa.
María le sacudió, agradeciendo la broma, sin dejar de reír.
Entonces Jesús cayó en la cuenta de los pequeños. Su hermano Santiago y Esta, su mujer, tenían ya un amplia familia, con tres pequeños, dos niños y una niña, el menor de apenas un año. Jesús le había visto sólo como un bebé, y ahora era un torbellino lleno de vitalidad que gateaba sin cesar por el patio de la casa.
Al preguntarle por sus planes les explicó que iba a alojarse como siempre en casa de Zebedeo, pero que deseaba mucho ver a toda la familia para hablar del futuro. Y las emplazó a que se reunieran todos al día siguiente, en la casa, para comer.
Cuando María oyó aquello «de hacer planes para el futuro» casi le dio un vuelco al corazón. Sus deseos y esperanzas de siempre volvieron a henchirse. Llevaba tanto tiempo anhelando que Jesús se decidiera a aceptar la misión para la que creía que estaba destinado… Pero prefirió no agobiar a Jesús con sus viejas historias, y decidió esperar acontecimientos para sonsacar algo más a su reservado hijo.
☙ ❧
Jesús salió de Cafarnaúm y alcanzó la casona de los Zebedeo. Por la gran puerta no asomaba nadie. El patio estaba desierto. Pero en seguida comprendió. Las redes no estaban colgadas de la pared, así que supuso que estaban todos terminando aún de faenar en el muelle. Al fondo, del otro lado de otra tapia, se oían las voces conocidas de varias mujeres.
Jesús entró en el corral y dejando la bolsa a un lado, dijo con voz grave:
—¿Es que no hay nadie para recibir a un cansado peregrino?
Jesús sonrió. Al otro lado, las voces habían enmudecido, pero al instante, cuatro grititos de alegría y el sonido de palmas corrieron por la tapia. Después de varios portazos asomaron las caras radiantes de las mujeres de la casa.
—¡Jesús!
—¡Sabíamos que eras tú!
—¡Has vuelto!
De pronto, tres chiquillas se echaron al unísono al cuello de Jesús, propinándole toda suerte de besos y abrazos, de modo que casi no se tenía en pie.
—¡Bueno! No he estado fuera tanto tiempo esta vez… —se excusó entre risas, correspondiendo como pudo a las muestras de afecto.
Eran Lián, Raquel y Salomé, las hijas de Zebedeo. Desde ese momento ya no se separaron ni medio metro de Jesús. Deseaban tanto volver a verle… Precisamente esa misma mañana habían estado hablando sobre él, preguntándose dónde estaría y qué sería de su vida.
—Pero, me falta una rosa del jardín ¿Dónde está Mirta?
Mirta era la hermana mayor.
—La casamos, por fin…
En la puerta, con una enorme sonrisa de felicidad, estaba Salomé, la madre. Jesús, tratando de liberar sus brazos de las chiquillas, se acercó a ella, y cogiéndola de la cabeza, la estampó un sonoro beso en la frente:
—¿Cómo está mi segunda madre?
Salomé quedó traicionada por una fina lágrima de emoción, que corrió a secarse con la mano.
—¡Bien, gracias al Altísimo! Estamos todos con salud y mucho trabajo. Podrás ver a Mirta, está también en Nahum. Supongo que tendrás muchas cosas que contarnos. Pero, ¡qué tonta! No te hemos ofrecido nada. Ven, deja que te lavemos los pies y entra a comer algo.
Jesús negó con la cabeza. Aún no había hecho más que llegar, y tenía muchas personas queridas por ver. Así que salió a toda prisa, no sin antes prometerlas a todas, para su alegría, que se alojaría con ellas en la casa.
Se dirigió entonces a la costa. En la playa se veía a mucha gente junto a las barcas, recogiendo las redes o varando los botes con troncos. Era la hora del final de la jornada, cerca ya de la puesta de sol. Caminó un poco junto a los muelles, y no tardó mucho en divisar a quien andaba buscando. Muchos de los pescadores y jornaleros, reconociendo a Jesús, se paraban a mirar y se decían entre sí: «Mira, ha vuelto el tekton[3] de barcas»; «Sí, es cierto, es el instructor». Otros, que eran viejos conocidos de Jesús, no dudaban en saludarle.
Para cuando llegó al final de un espigón, había varios hombres, que después de oír los saludos, dejaron inmediatamente las redes que estaban enrollando.
Un chico joven salió como un resorte de entre ellos. Era Juan, el pequeño de los Zebedeo. Cuando llegó a la altura de Jesús se quedó extasiado, sin saber qué hacer. Jesús le agitó el cabello y le apretó fuertemente, con un cálido abrazo.
Con Juan estaban Santiago y su padre. Faltaba el hermano mediano, David, que estaba en el taller. También estaban varios de los jornaleros de Zebedeo, Joah, Lot y Nadab, íntimos amigos de Jesús.
Dejaron todo lo que estaban haciendo y se volcaron en su idolatrado hijo y hermano. No pararon de preguntar por sus aventuras. El único que sabía algo era Zebedeo, pero nunca se lo había contado a nadie. Jesús, según habían ido pasando esos últimos años, había considerado más y más a Zebedeo como a un padre, y ellos, a su vez, habían considerado a Jesús como de la familia, hasta el punto de que Jesús nunca llegó a vivir en una casa propia en Cafarnaúm. La casa de ellos se había convertido también en la suya.
Comprendiendo que Jesús tendría muchas cosas que hacer, le dejaron ir, continuando a toda prisa con la recogida de los aparejos. Juan suplicó a su padre que le dejara marchar con él, y viendo que no iba a poder retenerle, el pequeño salió a todo correr tras Jesús.
☙ ❧
Jesús se despidió y se dirigió con Juan al taller de Zebedeo. Juan le puso al corriente de todas las novedades, informándole de las evoluciones del taller de su padre. Cuando Jesús vió el taller se quedó impresionado. El edificio había sido ampliado, y ahora trabajaban el doble de empleados que cuando se fue.
—Parece que os ha ido estupendamente sin mí —le comentó a Juan.
Juan se deshizo en aclaraciones:
—Ahora todos quieren las nuevas barcas, y los ricachones de Tiberias no paran de encargarnos nuevas piezas todas las semanas. Casi no damos abasto. ¡Qué suerte que hayas venido! Ahora podrás seguir con algunas de las piezas. Porque vas a quedarte, ¿no, maestro?
—Aún debo ocuparme de algunos asuntos relacionados con mi Padre —le dijo Jesús—. ¿Te gustaría venir conmigo a Jerusalén, para el Kippur y la Januyot?[4]
Juan saltó de alegría.
—Pero mi padre nos necesita a todos aquí, ahora.
—No te preocupes, yo hablaré con él.
Juan no cabía en sí de gozo.
☙ ❧
—Una buena ayuda nunca llega tarde…
Jesús reconoció la voz al instante. Sonaba desde detrás de un paño en el que había cuatro personas lijando madera. Era David.
—Sé bienvenido, maestro. Te echábamos de menos. Como ves no nos falta trabajo.
David besó a Jesús. En un extremo del taller apareció Santiago.
—¡Padre!
Santiago se echó a los brazos de su hermano. Las cosas, al parecer, iban viento en popa en el taller. Gracias al magnífico trabajo de Jesús cuando era armador, las mejoras introducidas por él en las barcas habían hecho ganar fama a Zebedeo, y ahora éste no dejaba de recibir pedidos de todos los puertos del lago para fletar nuevas embarcaciones.
El taller era una espaciosa estancia de gran altura, donde se podía albergar a dos botes al tiempo, para reparar o para construir. En la parte posterior, un amplio patio contenía otras barcas en espera, y mucha madera de la zona.
Los cuatro amigos abandonaron el astillero mientras continuaban contando a Jesús todas las novedades que habían tenido lugar esos meses en el lago.
☙ ❧
Esa noche Jesús cenó en casa de los Zebedeo. A la cena acudió Mirta, la hija mayor de Zebedeo, con su marido. Mirta tenía una buena noticia para Jesús: estaba encinta y tendría un bebé para el invierno. Jesús se deshizo en atenciones con la hermana mayor, disculpándose por no haber asistido a la boda. Todos le relataron para su envidia el fastuoso convite y la sensación que había causado en la región el acontecimiento.
Finalmente se decidieron a preguntar a Jesús por sus intenciones, pero él les llenó de desilusión cuando confesó que se iba a quedar muy poco en Cafarnaúm. Tan sólo lo necesario para ver a los suyos.
Nadie quiso presionarle, viendo lo cambiado que estaba, y comprendiendo que asuntos importantes debían rondar por su cabeza. Zebedeo, el padre, había confesado a sus hijos, con gran discreción, su creencia de que Jesús estaba destinado a convertirse en un gran maestro; como Hillel, alguien que conseguiría gran renombre como enseñante. Y todos en la casa contemplaban más o menos esta visión.
Esa noche Jesús se retiró a dormir en su celda habitual, en la que también dormía Juan. Sin embargo, sabía que no necesitaba del descanso. A pesar de ello, procuró no crear extrañeza y se echó en su estera, pasando la noche con los ojos cerrados. Sabía que tendría que hacer algo con esta situación, y se prometió que por el momento trataría de disimular aparentando dormir.
☙ ❧
Sábado, 15 de septiembre de 25 (5 de tishri de 3786)
El sábado no se desvelaron muchas incógnitas. Después de asistir a la sinagoga y permanecer casi dos horas saludando a los viejos amigos y conversando con ellos, Jesús comió con su familia en la casa que él había comprado años antes y que ahora ocupaban su madre, Ruth y la familia de Santiago.
Jesús disfrutó mucho de esta comida y de los pequeños sobrinos, los hijos de Santiago. Se pasó gran parte de la tarde acunando en sus brazos al pequeño José, que se quedó plácidamente dormido.
Le pusieron al día de toda la familia. Miriam y Jacobo seguían viviendo en Nazaret, en la casa al lado de la que fue su casa, y donde vivían ahora José y Rebeca. También continuaban en Nazaret el resto de hermanos. Marta y su marido, Jesús, estaban esperando un nuevo retoño. Simón pronto tendría su primer hijo. Y en cuanto a Judá, seguía viviendo en Magdala con su mujer. A todos parecía irles bien en su trabajo y en su vida familiar. Las expectativas eran buenas en la zona del lago. Cada vez había más caravanas circulando por las inmediaciones de Galilea, siguiendo la ruta de Damasco y del mar, y eso aumentaba las necesidades de empleo.
Jesús estaba verdaderamente feliz de ver que toda la familia había salido adelante sin su inmediata presencia, pero todos notaban un gran cambio en él. Ahora se mostraba mucho más reservado y serio con respecto al futuro. Durante toda la comida, el misterio sobre el hermano mayor planeó en los corazones de los comensales. María no quiso preguntarle, buscando, con una nueva estrategia, que una menor presión le condujera a Jesús a sincerarse. Pero no consiguieron sacarle ni una palabra sobre sus intenciones inmediatas.
¿Qué se proponía su hermano? ¿Iba a desvelar por fin su futuro? ¿Iba a cumplir con las esperanzas puestas en él de convertirse en un gran maestro, o quizá incluso en el libertador, el Mesías? Todos recordaban las numerosas declaraciones de su madre acerca del secreto que había oculto en Jesús.
Mientras comían juntos Jesús les explicó que, puesto que parecía que todas las cosas les iban bien, se estaba acercando el momento de empezar su misión. «Sin embargo», les explicó, «aún tengo que ocuparme de los asuntos de mi Padre». Todos se miraron extrañados sin comprender y con la desilusión reflejada en sus rostros.
Jesús les rogó que fueran pacientes, y que trataran de no comentar nada a nadie acerca de él, para evitar indiscreciones. Aunque Jesús sabía que sus recomendaciones llegaban en vano, porque la familia no había dejado de murmurar sobre él y muchos vecinos conocían ahora las historias familiares, no dejó de insistirles en la importancia de mantenerse discretos.
María, sin poder contener más su curiosidad, trató de averiguar qué era lo que se proponía su hijo, y se atrevió al fin a preguntarle de forma directa. Pero Jesús la pidió paciencia y tacto.
—Aunque el momento pueda parecer propicio, debemos abandonarnos en las manos del Padre y esperar su señal. Pero tened certeza de que, en muy breve, todo lo que he estado ansiando desde hace tanto tiempo por fin se cumplirá.
Jesús les animó a que, a partir de ese momento, se ayudaran las familias entre sí mutuamente. Él ya no iba a estar disponible como lo estuviera en el pasado. Jesús les hacía ver que se estaba preparando para su gran momento, que presentía próximo.
Les anunció que al día siguiente abandonaría Cafarnaúm y junto a Juan, el pequeño de los Zebedeo, marcharía unos días a Jerusalén, por la fiesta. Se acercaba la fiesta más animada del calendario, las «tiendas», momento de especial celebración en toda Palestina, y Jesús deseaba estar en la gran ciudad para la ocasión.
María se extrañó de esta actitud. No sabía qué pensar. ¿No acababa de decirles que en breve iba a comenzar su misión? Dudaba de si se refería a que iba a empezar por Jerusalén, o que todavía pasaría algún tiempo hasta que se decidiera. Le habló de su primo segundo Juan, cuya fama recorría el país de norte a sur. Juan estaba remontando el Jordán poco a poco, y ya estaba cerca de Adam, en la confluencia con el nahal Yaboq. Muchas personas acudían a escuchar su predicación.
En el ambiente volvían a flotar las viejas historias de Isabel, la madre de Juan, y de María. Ambas habían relatado muchas veces a sus familias que un ángel del Señor les había anunciado el futuro, vaticinándolas que Juan se convertiría en un maestro de renombre que precedería a Jesús, quien con el tiempo se convertiría en el Mesías, el Salvador prometido. Pero Jesús nunca había dado muestras de aceptar plenamente este relato. Así que procuró no iniciar una discusión sobre este tema, rogando de nuevo a su madre que fuera paciente.
Aunque no quedó conforme, María comprendía que no debía presionar a su hijo. Era sólo un asunto suyo, y al parecer, ya tenía decidido desvelar su postura, dentro de poco. De nada servía insistir.
Así que el resto del día procuraron relajarse, comentando los asuntos familiares, e interesándose unos por otros. Notaban claramente que Jesús ya no era el de siempre, con sus bromas y sus ganas de hablar. Su forma de decir las cosas, además, era mucho más grave y definitiva. Había más aplomo en su mirada y en su porte. Lo achacaban a su permanencia en el extranjero, donde suponían que había adquirido algún tipo de influencia. Pero su mutismo les consternaba. Deseaban profundamente que les contase sus peripecias. Adivinaban que muchas cosas interesantes debían haberle ocurrido en esos viajes suyos tan largos. Pero Jesús no soltaba prenda, así que tuvieron que conformarse con su compañía.
La localización de algunos lugares clave en la vida de Jesús (como Cafarnaúm, Betsaida y Betsaida-Julias) ha sido siempre motivo de dudas y de considerable investigación, lo que hace difícil decantarse por una solución. El Libro de Urantia puede parecer equivocado en un primer momento al situar Betsaida junto a Cafarnaúm, algo hacia el sur, probablemente en un lugar llamado hoy Tabja. Pero a medida que se profundiza más sobre este asunto, como ha hecho Mendel Nun, un estudioso oriundo del mar de Galilea, más resulta evidente que es posible que El Libro de Urantia esté en lo correcto.
Existe una solución a la localización de estos lugares llamada «la solución de las dos Betsaidas», que es la que aparece reflejada en El Libro de Urantia, según la cual Betsaida-Julias era una ciudad importante situada en el extremo nororiental del lago (junto a la costa, y no en el lugar que los arqueólogos suelen aceptar para esa ciudad), y Betsaida o Saidan era sólo una aldea, un pequeño suburbio situado a escasos kilómetros al suroeste de Cafarnaúm, que es la única población que la arqueología no tiene problema en identificar. Estas localizaciones, sin embargo, no suelen ser aceptadas por la comunidad académica. Más información en el artículo La ciudad perdida de Betsaida. ↩︎
Sobre la familia de Jesús, ver los artículos relativos a su familia y sus hermanos. ↩︎
El tekton era el artesano que trabaja con sus manos, como los carpinteros o herreros. Palabras modernas como «arquitecto» derivan de ella. ↩︎
El Kippur era la fiesta hebrea de la expiación y la Sucot o Januyot era la fiesta hebrea de las tiendas, dos importantes festividades judías. El Kippur y la Sucot se celebraban entre el 10 y el 22 de tishri, es decir, entre los meses de septiembre y octubre. ↩︎