© 2005 Jan Herca (licencia Creative Commons Attribution-ShareAlike 4.0)
Domingo, 16 de septiembre de 25 (6 de tishri de 3786)
Jesús había hablado con Zebedeo padre, pidiéndole que permitiera a Juan acompañarle. El armador, ya acostumbrado a estas solicitudes de su distinguido hijo, le dejó hacer de buena gana. Jesús le comentó en privado que iba a Jerusalén con la aparente intención de asistir a las festividades, pero que en realidad necesitaba salir de Cafarnaúm durante un tiempo, «para que se apacigüen las esperanzas y yo me entregue a las manos del Padre, que decidirá en todos estos asuntos». Zebedeo, comprendiendo la situación, tranquilizó al Rabí indicándole que no tuviera prisa en volver e hiciera las cosas del modo más procedente.[1]
Juan y Jesús salieron temprano el domingo por la mañana. Hacía un día espléndido, a pesar de que el verano estaba terminando. Caminaron alrededor del lago, pasando por el puerto de Betsaida Julias, y bajando cerca de Queresa y Kursi, hasta el nuevo nacimiento del Jordán. Por el camino Juan era quien más hablaba, y Jesús se mostraba más bien serio y parco en palabras. A pesar de ello, Jesús le refirió a Juan muchas más cosas acerca de sus últimas andanzas que lo que había revelado a ninguna de sus familias. Le comentó que había estado retirado en la montaña, en el Hermón, entrando en contacto con su Padre, donde había alcanzado a comprender que su misión estaba próxima. Por el momento no quiso explicar nada a Juan acerca de los acontecimientos trascendentales que habían ocurrido en lo alto de la cumbre, como la recuperación de su consciencia como creador o su reunión con los caudillos rebeldes. Sabía que el muchacho no estaba preparado para oír estos difíciles pronunciamientos.
Juan siempre se interesaba por esta expresión de su amado maestro: «hablar con el Padre». Lo decía como si se pudiera hablar, de tú a tú, con él, y eso mucho impresionaba a Juan. Jesús trató de aclararle todos estos conceptos, hasta donde era capaz. Todavía no podía decirle a Juan que él en realidad no era sólo un hombre, y que tenía esa capacidad por naturaleza. Pero mucho animaron al joven Zebedeo las palabras de Jesús sobre la oración «en forma de conversación». Él siempre alentaba a la gente a que practicara ese rato de comunicación con el Padre como si fuera una charla entre padre e hijo, una plática donde contar las incidencias de cada día, los agobios, las ilusiones y los más hondos sueños.
Juan no perdía ripio de todo lo que le decía su ídolo. Pero había algo en él que no era igual. Antes, Jesús no parecía tan preocupado por el futuro. No hablaba como si tuviera que organizarlo todo. Vivía relajado, era más distraído y menos pensativo, hacía más y no lo analizaba todo tanto. Ahora, hablaba con mucha más profundidad en sus palabras. Ofrecía opiniones, pero no vacilaba en sentenciar sus ideas con determinación. Ya no esperaba a ofrecer consejo cuando se lo pedían, sino que siempre que comentaba algo, regalaba a sus oyentes con alguna orientación práctica.
A Juan le estaba pareciendo que Jesús se estaba convirtiendo en un gran maestro al estilo de los rabinos, porque había cosas de su forma de hablar que imitaban el estilo de la enseñanza rabínica. «Quizá es cierto que la hora está llegando para Jesús», se decía. ¿Llegaría a convertirse en un destacado profeta, como lo era ahora su primo?
Al caer la tarde se adentraron en el valle del Jordán. Las interminables hileras de huertos y de plantaciones inundaron su vista. La carretera atravesaba por el espléndido vergel de los cultivos regados con el agua del río. Hicieron escala en Pella, y buscaron alojamiento en una de las casas que ya conocían ambos.
Juan se daba cuenta de que se estaban dirigiendo por el camino del valle, y que si continuaban río abajo llegarían hasta Adam, cerca de donde estaba Juan bautizando y predicando. El Zebedeo interrogó a Jesús esa noche, durante la cena.
—¿Vamos a ver a Juan?
Jesús movió negativamente la cabeza:
—No. Por ahora no debo desviarme de mi cometido. Juan está haciendo un gran trabajo con su instrucción de los creyentes, pero debemos dejarle hacer su obra. Es necesario que yo no me interponga en su labor, al menos por el momento. En esto, lo mismo que en cualquier otra cosa, deberemos atenernos a la voluntad del Padre.
Lunes, 17 de septiembre de 25 (7 de tishri de 3786)
Fue una situación un tanto extraña para Juan. Al día siguiente continuaron su viaje, recorriendo el valle del Jordán. Pasaron por Zafón, Amatus y Sucot. Según iban llegando a Adam, se encontraron con muchos viajeros por el camino. Eran peregrinos que marchaban hacia Jerusalén por la fiesta, pero muchos de ellos se dirigían unos días antes para conocer al nuevo profeta, el que bautizaba junto al río. Juan ardía en deseos de unirse a los curiosos, de llegar donde los bautismos y conocer al tan renombrado hombre del sur. Pero Jesús, bordeando Adam y evitando a las multitudes, le pidió paciencia a Juan: «Ten calma, amigo, dentro de muy poco podrás satisfacer esa curiosidad».
Hicieron noche en Jericó. Jesús ya conocía de sobra la ruta y era un asiduo de varios alojamientos muy cómodos. Todas las noches disimulaba un sueño inexistente. En realidad pasaba toda la noche en duermevela, aunque procuraba que su cuerpo descansara. Por la mañana nunca mostraba ojeras ni síntomas de cansancio, y sabía que podía mantenerse sano y despejado sin dormir, pero procuraba supeditar estos poderes y seguir haciendo una vida normal.
Llegaron a Betania el martes por la mañana. Se dirigieron de inmediato a la casa de Lázaro. En el exterior, aparentemente, daba la sensación de no haber nadie. La puerta del patio estaba cerrada y tenía la cancela echada. Jesús palmeó con fuerza en la puerta. Los golpes surtieron su efecto porque al rato unos rápidos pasos se oyeron llegar. Quien abrió era uno de los criados de la casa. El siervo reconoció al instante a Jesús, poniendo gesto de asombro, pero Jesús se llevó un dedo a los labios, indicándole silencio. Sigilosamente, Juan y Jesús atravesaron el patio y el peristilo de la casa. En una de las habitaciones que daban al estanque se oían dos voces conocidas. Jesús entró y se quedó parado en la puerta, haciendo sombra con su cuerpo. Dos mujeres se dieron la vuelta alarmadas y soltaron un grito de emoción:
—¡¡Jesús!!
Marta y María, las hermanas, casi no podían creerlo. Había pasado tanto tiempo, que les pareció que Jesús estaba muy cambiado. Más de tres años… Una eternidad. Se echaron al cuello de Jesús y le besaron una y otra vez. Algunos parientes que vivían con los hermanos, que eran huérfanos desde hacía unos cuantos años, al oír los gritos de las chicas se lanzaron hacia los recién llegados.
—¿Dónde has estado? —preguntó María—. El padre de Juan sólo nos decía que estabas de viaje por Egipto. ¡Cuéntanos, cuéntanos!
—Cuánto tiempo sin vernos, estás mucho más mayor —decía Marta.
☙ ❧
Jesús tuvo que contar, como pudo, una historia peregrina sobre varios trabajos que le habían surgido y que le habían obligado a viajar, pero procuró no dar muchos detalles. Las dos mujeres no cabían en sí de gozo. Lázaro llegó más tarde, a la hora de la comida, y se encontró con la grata sorpresa. El hermano se encargaba bastante bien de los asuntos familiares y había ganado una creciente reputación en Betania, de modo que todos lo consideraban el jefe de la aldea. Lázaro también había cambiado mucho y estaba más mayor y adulto, más serio y metido en el mundo de los negocios y de la herencia de sus padres.
La última vez que se habían visto, Jesús estuvo con ellos una temporada, interesándose por las escuelas rabínicas en Jerusalén. Sabían que finalmente no había ingresado en ninguna, pero por algunas cosas que habían oído a su familia y a los Zebedeo, le suponían en Alejandría, estudiando en la prestigiosa universidad con los grandes maestros.
Jesús no les dio muchos detalles sobre sus viajes. Prefirió seguir con su intención de no desvelar con exactitud lo que había hecho aquellos años durante sus estancias en otros países. Les contó cosas de Alejandría, en especial de la biblioteca, donde Jesús había pasado tantas horas, y de los magníficos edificios.
Pero aunque los hermanos estaban ávidos de noticias y ansiaban conocer todos estos detalles sobre los últimos años de la vida de su amigo, lo que deseaban de verdad es que les contase cosas acerca de sus planes. Lázaro y sus hermanas llevaban mucho tiempo oyendo a los Zebedeo y a la familia de Jesús que él estaba destinado a una misión importante, y que algunos esperaban, incluso, que se convirtiera en el ansiado Mesías. Como muchos judíos, no habían dejado de escuchar noticias sobre Juan, el nuevo maestro del desierto que bautizaba en el Jordán. Además, conocían la historia sobre las apariciones a María y a su prima Isabel antes de que nacieran Juan y Jesús. Esperaban que Jesús les dijera que se acercaba el momento en que empezaría por fin su misión. Pero ahí no lograron sacarle ni una sola palabra. Jesús no dejaba de repetir que «todo estaba en las manos del Padre».
Hay que destacar aquí la idea, que viene indicada en El Libro de Urantia (LU 129:2.10), de que Jesús nunca relató a nadie excepto a Zebedeo la historia de sus viajes por el Mediterráneo y por Oriente Medio. Este es el motivo del enorme silencio de los evangelistas sobre el período de la juventud de Jesús. Ellos no tuvieron la culpa. Simplemente, fue un misterio para todos saber dónde estuvo Jesús porque nadie lo supo nunca. ↩︎