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Miércoles, 19 de septiembre de 25 (9 de tishri de 3786)
El miércoles, el 9 del mes, era el día de la preparación para el Kippur, la fiesta del perdón, día sagrado y especial de los judíos, que se celebraba con gran solemnidad. Juan estaba deseoso de ver los rituales de este día, que congregaba a una enorme cantidad de peregrinos venidos de todo el mundo, a veces incluso más que en la época de la Pascua.
Jesús accedió, aunque no tenía muchas ganas de someterse al suplicio de ver aquellos rituales, que le parecían ridículos.
Se levantaron temprano y marcharon a Jerusalén pasando por el monte de los Olivos. Entraron por la puerta de la Fuente y subiendo por la calle Ancha en el Tyropeón, se acercaron al recinto del templo. Hacía mucho desde la última vez que Juan o Jesús habían paseado entre la alegre algarabía de los peregrinos que se congregaban en este edificio sagrado.
Ambos volvieron a admirar las enormes construcciones y los sólidos muros de esta joya de la arquitectura judía. No existía otro edificio de semejantes dimensiones en todo el imperio romano. Era de una altura desproporcionada. Subieron por las escaleras grandes, las del extremo sur, y mediante el grandioso arco que se alzaba allí, salvaron los casi treinta metros de altura a los que se encontraban las puertas que daban acceso al pórtico Regio. Desde lo alto, sobre el arco, podía verse una asombrosa vista de toda la parte baja de Jerusalén. Los sillares del templo brillaban con una extraña majestad, con las hileras formando inusuales sombras que proporcionaban un tenue matiz rosado al color amarillento de la piedra.
Una vez dentro, la magnificencia del lugar dejaba boquiabierto a cualquier viajero. Aunque Juan y Jesús ya habían visto muchas veces el edificio, les parecía que cada vez era una nueva experiencia embriagadora. Las columnatas de los pórticos eran enormes, altas y hermosas, coronadas por graciosos capiteles. La explanada era inmensa: casi trescientos metros en su dirección menor y casi quinientos en la mayor. En medio se erigía, blanco pulcrísimo, el Santuario, el edificio más alto de todo Jerusalén. Visto desde cerca parecía elevarse hasta el mismísimo cielo, la morada de Dios. Desde luego, aquella construcción representaba el mayor orgullo de cualquier judío.
Jesús y Juan pasaron gran parte del día deambulando entre los pórticos y los atrios, especialmente el llamado de Salomón. Aquí se congregaba mucha gente para escuchar a predicadores ambulantes, rabinos y oradores, que formaban corros donde la gente atendía gustosa a sus disertaciones. Juan sabía que Jesús se sentía atraído por este foro de una forma especial y le habría encantado verle alzarse allí en medio de todo ese público. Pero aquellas expectativas hacia su admirado amigo, incitadas por aquel ambiente, se sumieron para Juan en una decepción. Jesús escuchaba con atención a los ponentes, pero no mostró gran interés por hacer nada similar. Muchos de los temas que allí se trataban versaban sobre religión, sobre las leyes de Moisés y sobre su interpretación; algunos, los menos, pero donde Jesús se detuvo más, sobre filosofía; y unos pocos, y de forma escondida, sobre política y sobre la «cuarta filosofía», como se llamaba entonces a los postulados de la resistencia judía.
Juan comentó con Jesús lo que iban oyendo, pero no consiguió sacar de él casi ninguna palabra. En cualquier caso, Jesús sí le dijo a Juan algo de una forma muy clara: «Desgraciadamente no he conseguido oír nada que tenga relación con la auténtica naturaleza de mi Padre del cielo». Con aquello quiso dar a entender que en realidad no le habían gustado casi ninguno de los disertadores.
Juan desveló abiertamente sus anhelos a Jesús:
—¿Sobre qué hablarías tú?
Jesús sonrió a Juan, y reflexionando, le dijo:
—Lo que más necesita la humanidad, Juan, es, ante todo, conocer la verdad sobre su filiación con Dios. El Padre es el concepto más elevado sobre la bondad y el amor que tienen los hombres. Sólo un concepto ampliado y clarificado de su realidad puede llevar a mayores ideales y logros al mundo. Podrán no existir las leyes, podrán desaparecer las escuelas y los maestros, olvidarse las religiones y los rituales, pero nunca podrá desaparecer el amor. El amor es la única moneda viva que compra la felicidad del hombre y que colma de verdad el espíritu. Y el mayor amor del universo, Juan, es mi Padre. Por desgracia, hay muy poco de este amor inconmensurable del Padre en nuestra Torah, o en los Profetas, o en en toda la halakah y la aggadah[1].
Pero añadió:
—Sin embargo, no nos corresponde todavía presentarnos ante el mundo. Ni tampoco es mi propósito competir con estos oradores para demostrar la superioridad de mis ideas. Aunque estos hombres están demasiado anclados a las tradiciones, su intención de enseñar al pueblo es buena. Debemos dejar que hagan su obra y evitar las provocaciones.
Juan encajó de buen grado el reproche. Sabía que en fondo abrigaba la esperanza de que Jesús hablara en público, no por sus enseñanzas, sino para ganar notoriedad. A partir de ese día evitó presionar más a Jesús sobre este tema.
☙ ❧
Jueves, 20 de septiembre de 25 (10 de tishri de 3786)
El jueves era el día de la fiesta. Temprano por la mañana, Jesús, Juan y Lázaro se sumergieron en la riada de caminantes que se dirigían a Jerusalén. El templo era un hervidero de gente. Casi no se podía elegir hacia dónde dirigirse, porque la muchedumbre sólo permitía dejarse llevar hasta los recintos del templo. Entraron por la puerta Doble de Hulda, bajo las grandes arcadas de la explanada del templo. Había muchas antorchas encendidas ese día, y los hermosos frescos de motivos geométricos y florales del techo se agitaban y palpitaban con las llamas, en un espectáculo bellísimo. Cuando ingresaron en el patio de los Gentiles, la visión fue impresionante. Miles y miles de judíos se agolpaban en los alrededores del Santuario. Jesús y sus amigos tuvieron que luchar por hacerse un hueco entre las multitudes. Las escalinatas de entrada al patio de los sacerdotes estaban atestadas. Al menos consiguieron situarse en frente de una de las puertas, desde la que se divisaban todas las operaciones del altar.
Después de una larga espera apareció el sumo sacerdote, Caifás, escoltado por toda la curia y por un nutrido grupo de la guardia judía. La expectación fue máxima. Con su entrada en el recinto de los sacerdotes comenzaban los rituales de este día santo. Las precauciones del kôhen gadôl (así se llamaba al sumo sacerdote), no eran pocas. Unos años antes, el sumo sacerdote en curso, Simeón ben Kamith, tuvo que ser sustituido por un hermano por contraer impureza ritual a causa de un malintencionado que le lanzó un salivazo.
Para prevenir que estas cosas volvieran a suceder, Caifás se había provisto de una tropa abundante que creaba una zona neutral entre el pueblo y él. Y comenzaron los ritos, con la primera inmolación. El sumo sacerdote subió al altar, y asistido de otros sacerdotes, colocaron en posición al primer becerro. El animal empezó a mugir, presa del miedo. Caifás puso las manos sobre su cabeza y pronunció con voz poderosa y solemne:
—¡Oh, Nombre!, me endeudé, falté, pequé ante ti, yo y mi casa. Ay, ¡oh Nombre!, dame expiación para las deudas, yerros y pecados que contraje, que realicé y cometí, ante ti, yo y mi casa, según está escrito en la Ley de Moisés, tu siervo, de esta manera: pues en este día os dará expiaciones a vosotros para que os purifiquéis; de todos vuestros pecados quedaréis purificados ante Yahvé.
La última palabra, «yahvé», la pronunció en voz baja, de modo que casi nadie pudo oírla. Juan, Jesús y Lázaro, veían, entre muchas cabezas, al sumo sacerdote, subido en lo alto del ara. La expresión de Juan era de profunda impresión, pero Jesús parecía en otro sitio, y miraba hacia los lados y hacia abajo. Todos los grupos sacerdotales, al unísono, entonaron una alabanza.
A continuación empezó el rito de los machos cabríos. Caifás descendió del ara y ya prácticamente nadie pudo ver lo que hacía. Un sacerdote le acercó dos cabritos, que se agitaban bajo la tirantez de las cuerdas. Echaron a suertes y el sumo sacerdote se hizo con uno de los animales, y pronunció una plegaria similar a la anterior. Al final de sus palabras, el coro sacerdotal entonó de nuevo una alabanza y entonces Caifás bajó súbitamente una daga y la hundió en el becerro. El animal profirió un último lamento y cayó abatido.
Jesús dejó de mirar y cerró los ojos. Juan percibió su incomodidad. Se veía en lo alto a Caifás, trabajando con el cuchillo con gran precisión. En breves segundos, el altar se inundó de sangre. El olor empezó a llenar los alrededores del santuario. Caifás, para mayor malestar de Jesús, continuó el proceso regando con la sangre, que se había recogido en una fuente, toda la zona próxima al altar. Aquello fue definitivamente demasiado para Jesús, que se aisló en un profundo recogimiento, con la cabeza baja.
El sumo sacerdote tomó parte de la sangre en una vasija y se la acercó a un sacerdote, que la guardó en un reverente silencio. Mientras, Caifás subió las escaleras del santuario con un brasero humeante en las manos, y se perdió tras las grandes cortinas. Salió minutos después y repitió la operación con la vasija de sangre, entrando y volviendo a salir con ella vacía. Entonces le llegó la hora al chivo.
La muerte de este animal era quizá la más espeluznante. De dos cuchilladas certeras alrededor del cuello, y con un breve quejido, el animal dio un traspiés y cayó en un charco sanguinolento. Mientras el animal se desangraba, Caifás cogía una copa y la llenaba con lo que caía por una arteria. Entró y salió del santuario por tercera vez. Al salir, roció con más sangre las cortinas y todo el entorno. Con esta sangre derramada se pretendía purificar el lugar y liberarlo de pecados. Luego los sacerdotes empezaron a regar la parte del antepatio y la zona posterior al altar de los holocaustos.
Pronto la sangre de los animales empezó a llenar el recinto, de modo que las vestiduras del sumo sacerdote, blancas pulcrísimas y sin ornamentos ese día, empezaron a teñirse de rojo moteado. Un aroma intenso a sangre inundó el ambiente.
Por fin finalizó la aspersión de sangre y Caifás se dirigió hacia el otro chivo. Puso las manos sobre el animal y pronunció una nueva confesión:
—¡Oh Nombre!, se endeudó, erró y pecó ante ti tu pueblo, la casa de Israel. Ay, ¡oh Nombre!, da expiación para las deudas, los yerros y pecados que ante ti contrajo, cometió y realizó tu pueblo, la casa de Israel, según está escrito en la Torá, la ley de Moisés, tu esclavo, de la siguiente manera: pues en ese día, ¡ojalá!, os dé expiación a vosotros para purificaros de todos vuestros pecados; ante Yahvé quedaréis purificados.
Esta vez todos pudieron oír la palabra «yahvé», única vez en la que le estaba permitida pronunciarla al sumo sacerdote. Caifás entregó el animal a unos ancianos de la comunidad, que iniciaron la procesión hacia las afueras de la ciudad, donde el animal sería lanzado por un barranco.
Juan y Lázaro le indicaron a Jesús que tomara sitio entre la multitud para seguir de cerca al chivo, pero Jesús parecía apesadumbrado y melancólico.
—¿Te ocurre algo, maestro? —preguntó Juan.
Jesús movió la cabeza.
—No os preocupéis por mí, hijos. Seguid la procesión. Yo necesito estar un poco a solas. Os esperaré junto a la piscina cuando regrese el pueblo.[2]
Juan rehusó, decidido a no dejarle solo, y Lázaro se ofreció a marchar con él, pero Jesús les insistió, perdiéndose entre el enjambre de peregrinos, de modo que en segundos ambos dejaron de verle.
Durante el resto de la jornada Juan y Lázaro se quedaron pensativos. Lázaro comprendía muy bien qué le pasaba a Jesús. A él tampoco le habían agradado nunca aquellas ceremonias. En el fondo, Lázaro y Jesús eran de un pensamiento tan parecido, que no es de extrañar que se hicieran amigos, cuando eran dos adolescentes, en apenas unos minutos. Por su parte, Juan sabía que a Jesús aquellos rituales no le parecían agradables. Muchas veces les había hablado a sus padres y a sus hermanos de sus ideas sobre el Padre y sobre el perdón. Entendía que aquella forma de pedir disculpas a Dios no fuera de su agrado. Se sentía mal por haberle dejado ir. Apenas prestó atención al resto de los rituales. Contempló indiferente cómo el chivo expiatorio caía con un balido terrible por el precipicio, destrozándose contra las rocas. Todos los peregrinos lo celebraron con cantos y salmos. Sus paisanos se sentían sumamente felices y dichosos. Por fin podían respirar tranquilos. Los pecados habían desaparecido de su vista, otro año más. Pero Juan no estaba tan conforme.
Juan estaba empezando a comprender a Jesús. Desde luego, aquello no tenía mucho sentido. ¿Cómo podía ser que Dios perdonase los pecados del pueblo por el mero hecho de matar a aquel animal? Él no se sentía más ni menos perdonado. Era la misma persona, con sus virtudes y defectos, que el día antes. Nada había cambiado.
Ambos amigos caminaron pensativos y taciturnos en contraste con la alegría en el rostro de los judíos devotos. Se alegraron cuando descubrieron a Jesús, sentado en las escaleras de la entrada a la piscina Antigua, esperándoles.
☙ ❧
Regresaron sin ver terminar los ritos del día. Eran tres silenciosos amigos los que atravesaron el monte de los Olivos. Ninguno pronunció palabra. Desde lo alto pararon a contemplar el espectáculo sobrecogedor de Jerusalén al atardecer. Hasta allí llegaban los cantos del pueblo, que se alzaban desde el templo y subían hasta el cielo. El techo del santuario brillaba con un fuego áureo, y las piedras espejeaban luminosas con los últimos rayos del sol poniente. Las casas y mansiones parecían acurrucadas bajo el brazo inmenso y protector de los muros del monte santo.
Pero Jesús libraba profundas batallas en su mente. Sus ojos estaban lejos de allí, en realidad. Y continuando camino, descendieron hacia Betania.
☙ ❧
Por la noche, durante la cena, el silencio intrigó a las hermanas de Lázaro, que permanecían a la expectativa. Juan no podía más, así que interrogó a Jesús sobre los rituales del día del Kippur.
Jesús se demoró en la respuesta, pero cuando Juan iba a insistir, les dijo:
—Hace muchos siglos que nuestro padre espiritual, Abraham, recibió una revelación del Padre, por la que llegó a comprender que el sacrificio de los primogénitos no tenía nada que ver con su Voluntad.
› Tiempo después, Moisés, rescatando aquellas viejas ideas, recibió la misma revelación, y prohibió a nuestros antepasados sacrificar las vidas de seres humanos para aplacar la ira de Yahvé. En su lugar, Moisés nos dio un nuevo ceremonial para sustituir estas prácticas por la muerte de animales.
› Pero el hombre es lento en comprender. No es capaz aún hoy de darse cuenta de que no existe ningún sacrificio que sea agradable a los ojos de mi Padre. Porque lo que él quiere de todos vosotros es que comprendáis la verdad de su amor: que os ha dado todo, la vida eterna, la salvación sin fin, un camino con un destino glorioso… Y todo a vuestro alcance con que sólo os dejéis guiar por su amor. ¿Acaso vuestros padres terrenales os han exigido cuentas por sus cuidados? Y sin embargo, ¿no os han dado todo? Han trabajado duramente para ofreceros un futuro, os han abrazado con su cariño y consuelo en los momentos difíciles, y lo más importante, han sido vuestro ejemplo y vuestro apoyo en el camino. ¿Y qué os sentís obligados a hacer como respuesta por todo este amor? ¿Acaso no es sino repetir con vuestros hijos y amigos lo que han hecho ellos por vosotros?
› El Padre no pide nada y sin embargo lo da todo. Nuestros hermanos se confunden pidiéndole la pureza y haciendo, como acto más importante y señalado, una matanza inútil de animales. Y yo me pregunto, hijos míos, ¿cuándo despertarán, cuándo se darán cuenta de que la única pureza es la que sale del corazón, y que es ésa la que colma el alma del ser mortal hasta hacerlo renacer?
› ¿Cuándo dejarán de dar tanta importancia a los rituales y se convencerán de que lo único esencial es lo invisible, aquello que ningún ojo humano vió ni ningún oído humano escuchó, pero que está gritando desde las más altas atalayas del alma?
Los cuatro se quedaron mudos y asombrados por las palabras de Jesús. Las había pronunciado con tal sentimiento y fuerza, que parecían las palabras de un gran sabio. Jesús había crecido cien años ante la vista de sus amigos. Nunca le habían oído con tal convicción y profundidad en todos los años en que le habían conocido. Advertían que estaban ante un nuevo Jesús, y se maravillaban de la seguridad de sus frases. Aquellas mismas impresiones habían latido alguna vez en sus corazones, pero nunca se habían atrevido a manifestarlas del modo en que las expresaba ahora su idolatrado amigo.
☙ ❧
Esa noche, todos ellos siguieron pensando en lo que Jesús les había dicho. ¿Acaso estaba diciendo Jesús que todos los rituales eran una farsa y por tanto debían ser eliminados de la religión? Intuían que Jesús se preparaba para una misión espiritual, quizá para convertirse en maestro o profeta. Pero, ¿esto es lo que iba a proponer en su magisterio? ¿Eliminar la importancia de los ritos? Aunque todos fantaseaban con placer con una nueva era sin rituales, en la que la verdad llenara el corazón de los hombres, ninguno acertaba a imaginar cómo Jesús iba a hacer esto posible.
Respecto a la halakah y la aggadah conviene saber que en tiempos de Jesús las escrituras se enseñaban siempre mediante su transmisión oral. Sólo estaban por escrito como método para el aprendizaje, pues lo importante era la interpretación oral que se hacía de los textos. Esta interpretación nunca se ponía por escrito en aquella época, y suponía mucho más contenido del que realmente estaba escrito. La halakah eran un conjunto de reglamentaciones extraídas o derivadas de las literales de las escrituras, y tenían tanta importancia como la escrita o más. La aggadah eran una serie de relatos o historias que aclaraban los conceptos. Sólo en el siglo II de nuestra era esta tradición oral antigua fue consignada por escrito en una serie de textos (Mishna, Midrash, Targum, Gemara y Talmud). ↩︎
La descripción de los sangrientos rituales de esta festividad judía era la misma que la de cualquier acto religioso de la época de Jesús. En aquel tiempo, se consideraba esencial acompañar a las súplicas a los dioses de algún tipo de muerte de un animal. El espectáculo de la sangre se creía que garantizaba la eficacia del contacto del hombre con lo divino.
Sólo una reflexión. Un cristiano de hoy seguramente se sienta repugnado por estas prácticas antiguas. Pero no se da cuenta de que, aunque a otra escala, el cristiano perpetúa esas mismas prácticas. Nuestros antepasados mataban animales en la fe de que si no lo hacían no lograban el perdón divino. Los cristianos de hoy, en su lugar, creen que si no realizan un rito, la confesión de los pecados con un sacerdote, no lograrán igualmente el perdón divino. Todas las enseñanzas de Jesús fueron en contra de ambas ideas. Para Jesús, el contacto con Dios es algo íntimo y personal, y el perdón de Dios está asegurado incluso antes de que siquiera el pecador haya decidido arrepentirse. Cuando el pecador decide cambiar es cuando descubre que Dios ya le estaba esperando. No hay necesidad de mediadores, ni de muertes sacrificiales, ni de ninguna otra cosa. Tan sólo existen la realidad del amor de Dios que espera pacientemente, y la decisión final y definitiva del hombre de reconducir su vida. ↩︎