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Viernes, 21 de septiembre de 25 (11 de tishri de 3786)
El día siguiente Juan se levantó el último. Buscó infructuosamente a Jesús por la casa, y le dijeron que había marchado muy temprano, cargado únicamente con una bolsa. El recado que dejó para Juan era que se iba a retirar a solas todo el día. El pequeño de los Zebedeo se llevó un buen chasco. No había dormido mucho pensando en todo lo que les había dicho Jesús la noche anterior. Sentía que se estaban produciendo grandes cambios con su admirado amigo, y no deseaba perderle de vista ni un instante.
Pero, como no había dejado rastro, ni ninguno de los de la casa supo decirle dónde podría encontrarlo, desistió de buscarle. Se dirigió a Jerusalén. Allí, en el nuevo barrio de Bezatha, sus padres y unos familiares tenían una casa que solían ocupar en las fiestas. Como esperaba, se encontró la vivienda llena de parientes, que habían venido a pasar los días de la Januyot, la fiesta de los tabernáculos.
Juan pasó la mayor parte de este día y los siguientes con estos tíos suyos, divirtiéndose con sus primos más pequeños, y ofreciendo noticias de su padre y de Galilea. Pero a quien deseaba ver era a Jesús, de modo que regresaba todas las tardes a Betania. Sin embargo, Jesús volvía muy tarde, casi entrada la noche. Parecía serio y sin ganas de hablar mucho. Sólo cuando las hermanas de Lázaro traían la cena y se sentaban en la mesa, Jesús empezaba a hacer bromas, como de costumbre. Sin embargo, a pesar de la aparente normalidad, todos se daban cuenta de que él ya no era el mismo. Había un gran cambio con el Jesús de hacía tres años.
Jesús solía marchar y andar sólo vagando por las colinas cercanas, dando largos paseos. Durante estos días Jesús continuó su proceso de comunión con el Padre, retomando los asuntos universales. Jesús tenía muchas transacciones que hacer como Salvin, el padre de una creación inmensa de más de tres millones de planetas rebosantes de vida y de humanidad[1]. Fue durante estos días cuando Jesús, Salvin, envió mensajes a toda la acumulación estelar, dirigidos a explicar su encarnación en la Tierra, el motivo de la elección de este planeta, y el propósito de su vida como hombre. En muchos mundos distantes, donde existían unos cauces de comunicación espirituales mucho más desarrollados que en la Tierra, billones incontables de seres de todas las condiciones del espíritu, recibieron por primera vez en mucho tiempo, una nueva señal, con el extraordinario anuncio de esta singular encarnación.
Para estas operaciones Jesús procuraba buscar lugares ocultos y aislados, evitando las carreteras transitadas y los lugares poblados. Algunas de estas acciones podían causar ciertos acontecimientos poco usuales en el cielo y en la zona próxima a Jesús, y no deseaba que estos fenómenos anómalos pudieran ser vistos.
Todos en la casa de Lázaro deseaban averiguar qué era lo que estaba haciendo en esos retiros por las colinas, pero ninguno se atrevía a preguntarle. No querían insistir ni presionar sobre algo que él parecía no querer desvelar.
☙ ❧
Uno de los días en Betania, Juan preguntó a Jesús si no deseaba volver a ver a Anás, el antiguo sumo sacerdote. En su última estancia en Jerusalén el Rabí trajo una carta de recomendación de Salomé, su madre, que era pariente de Anás. Pero aunque Jesús pasó varias mañanas con Anás, que amablemente se ofreció a mostrarle las escuelas de rabinos, finalmente rehusó ingresar en estos centros del templo. Se preguntaba Juan si no desearía él ingresar ahora en esas escuelas dado que su misión se acercaba. Pero Juan no comprendía que las intenciones de su amigo estaban muy lejos de aquellas academias, y tan sólo recibió una breve respuesta: «Nada hay en esas escuelas, Juan, que pueda hacer que aprenda algo importante».
☙ ❧
Una de las tardes de esta semana, Juan comentó a Lázaro, Marta y María, algunas de las cosas que le había dicho Jesús sobre sus viajes. Les comentó que Jesús había subido a la montaña nevada, al Hermón, donde había hablado con su Padre. Lázaro le confesó a Juan que hacía mucho tiempo que creía que Jesús estaba destinado a convertirse en un gran profeta, y no sólo por los rumores familiares acerca de la visión que su madre había tenido de un ángel. Las hermanas estaban de acuerdo en que Jesús llegaría a ser un gran maestro de multitudes, como estaba ahora siendo su pariente, Juan. Empezaban todos a explicarse que quizá estos períodos a solas de Jesús eran una especie de preparación, igual que los profetas de antaño habían hecho.
Aunque alguna vez dejaron caer a Jesús algún comentario, él no pareció querer ni desmentir ni asentir lo que pensaban. Casi siempre buscaba hábilmente un nuevo tema de conversación, de modo que el misterio sobre él se iba agrandando con el paso de los días.
Jesús salía temprano para evitar encontrarse con nadie. Casi todos los días se le escapaba a Juan. Para cuando conseguía levantarse de la estera, Jesús ya se había desvanecido. Un día montó guardia atentamente hasta que consiguió descubrir cuándo se marchaba. Se vistió a toda prisa y salió detrás de él. Le siguió por las calles de Betania, desde lejos, pero cuando se disponía a doblar una esquina para tomar un camino hacia el sur, se quedó pasmado. Jesús, que iba caminando delante de él segundos antes, ya no estaba allí. De pronto, una mano fuerte se posó sobre su hombro, dándole un susto de muerte a esas horas de tan escasa luz.
—Te pillé.
Era un Jesús con voz socarrona el que estaba justo a sus espaldas. Juan se quedó perplejo. ¿De dónde había salido? Se disculpó, rogándole que le dejara ir con él para ver qué hacía. Se desgañitó en explicaciones, mostrando a Jesús cuánto deseaba aprender a hablar con el Padre como él.
Jesús, comprendiendo que no iba a poder continuar con sus intenciones, aceptó la petición. Pasaron el día juntos, y él le mostró al joven Zebedeo los lugares donde solía aislarse. Se dirigía siempre hacia el sur, o hacia el este, atravesando unas colinas y penetrando en una zona quebrada llena de torrentes. Cerca de allí atravesaba el Cedrón, proveniente de Jerusalén. Una vez en el lugar, Jesús buscaba lo alto de una colina no mucho más allá de Beth Abudison.
Juan no pudo asistir a ningún hecho especial. Tan sólo pudo observar al Maestro retirarse y permanecer sentado sobre una piedra grande durante un largo rato. El lugar estaba completamente desierto. Los caminos más próximos estaban muy distantes, y no había poblaciones cerca. Lo cierto es que Juan se aburrió bastante y quedó decepcionado. Durante ese tiempo, aunque espiaba a Jesús de reojo, no pudo escuchar nada. ¿Cómo hablaba con su Padre? ¿En silencio? Sí que notaba que Jesús movía las manos de vez en cuando y hacía algún gesto, pero no entendía bien esos movimientos. Allí no había nadie. Entonces, ¿quién podía ver esos gestos? ¿O había alguien?[2]
Juan se alegró de regresar. Por el camino, notó que Jesús estaba profundamente pensativo, sumergido en un sinfín de preocupaciones. Apenas consiguió sacarle unas pocas palabras sobre lo que hacía allí. Sólo al llegar a Betania cambió de ánimo y se puso a hablar por los codos, tan dicharachero como siempre.
Juan meditaba sobre este cambio tan profundo de Jesús, y se daba cuenta de que había cosas que aún no entendía. Sin embargo, aunque ardía en deseos de volver con él a las colinas, evitó forzar de nuevo a Jesús a que le permitiera acompañarle. Intuía que estaba más cómodo a solas, así que le dejó hacer sus cosas en paz.
☙ ❧
Lunes, 24 de septiembre de 25 (14 de tishri de 3786)
Al inicio la última semana de septiembre comenzó un inusitado revuelo en Jerusalén. Se acercaba la fiesta de las tiendas, y comenzaron a proliferar por la ciudad los vendedores ambulantes de materiales para toldos. En los tejados de las casas o bien en los patios, las familias levantaban sencillos tendidos hechos de un enrejado de estacas y de lonas sujetas con cuerda. El paisaje de la ciudad se coloreaba con los vivos tonos de los paños, que destacaban en las azoteas. Por la noche, el espectáculo era impresionante. Todas las calles se engalanaban con luces, y en el templo se encendían los grandes candelabros del patio de las mujeres. Miles de antorchas centellaban llenando de luminosidad los grandes edificios, los palacios y las calles. Tan sólo la fortaleza Antonia, símbolo de la ocupación romana, permanecía extrañamente apagado y sombrío.
☙ ❧
El martes, 15 de tishri, el primer día de la fiesta, Jesús accedió a bajar a Jerusalén con Juan y dormir en la casa de sus parientes, en Bezatha. Ambos portaron grandes ramos de palma y cidra, como era la costumbre. Asistieron a los oficios del templo, pero esta vez evitaron ver los sacrificios, y se mezclaron con los miles de peregrinos que había en el Patio de los Gentiles. La gente solía pasar ese día en agradable charla hasta muy entrada la noche, bebiendo las primeras fermentaciones de la vendimia. La cosecha había sido buena aquel año, y el vino no dejaba de correr. Jesús, aunque se le notaba mucho más alegre que en las últimas semanas, bebió con moderación y se retiró pronto a descansar. Los tíos de Juan habían provisto de una tienda amplia, con lonas resistentes resguardando los costados, colocada sobre la azotea de la casa. Pero Jesús no durmió nada. Su cabeza seguía despejada noche tras noche. No dejaba de meditar y orar interiormente, en silencio, con los ojos cerrados, disimulando. Esta circunstancia no le iba a abandonar ya nunca durante el resto de su vida.
☙ ❧
La semana de la fiesta de los ramos Jesús continuó con sus retiros en las colinas. Juan, por el contrario, disfrutó mucho con su tío, hermano de su madre. Tenía muy buenas relaciones en Jerusalén, y se llevó a su joven sobrino consigo para que conociera los entresijos del templo. Pasaron una mañana con Anás, el antiguo sumo sacerdote, que era pariente por parte de su madre y de su tío. Conoció a algunos archiereis[3], los sacerdotes jefes encargados de los turnos y secciones del clero. Estos importantes hombres eran los más distinguidos representantes de su nación. Eran los más renombrados maestros de Palestina. Juan no dejaba de compararlos con Jesús. Sin saber muy bien porqué, pensaba a todas horas en su adorado amigo. ¿Qué estaría haciendo? ¿Seguiría allí, inmóvil, sentado en el pedregal, profundamente recogido, comunicando con su Padre?
Durante esos días, gracias a su tío Jaime, Juan pudo escuchar la palabra de los mejores dirigentes de Israel. Sin embargo, cuanto más oía a estos grandes sabios y ancianos, más se daba cuenta de que estaban muy lejos de la sencillas y poderosas palabras de Jesús. Ninguno hablaba de Dios como de un padre. Normalmente, a Dios nunca se le mentaba. No era bueno, decían, invocar su nombre en demasía. «Quizá pueda airarse de nuestra insistencia».
Aquello dejó muy pensativo a Juan. Abrigaba la esperanza de ver convertido a Jesús en un gran maestro de la Ley, un venerable hakam[4] de reconocido prestigio. Sin embargo, empezaba a comprender que sería imposible que Jesús llegase a ser aceptado por aquellos jefes del templo. Sus debates y temas de discusión distaban mucho de lo que había oído a Jesús en Cafarnaúm. Los maestros de la ley, que mantenían todos los días discusiones abiertas en el Pórtico de Salomón, en el templo, estaban mucho más interesados en polémicas sobre el cumplimiento estricto del sábado. Había algunos maestros famosos que trataban de ir algo más allá y veían la interpretación del descanso sabático de forma más relajada. Pero en cualquier caso, todos entraban al trapo. Era el tema de discusión preferido y era soporífero oírles durante horas debatiendo intensamente sobre casos ridículos.
Algunos días de la semana de los tabernáculos Juan regresó a Betania para reencontrarse con Jesús y poder escucharle. Le habló de su estancia en las dependencias del templo y de los sacerdotes y rabís que había conocido gracias a su tío. Le formuló preguntas acerca de algunas de las cuestiones que se habían debatido en los discursos de los escribas, pero Jesús poco dijo a Juan acerca de estos asuntos. Tan sólo que «le apenaba profundamente descubrir que aquellos hombres instruidos no eran capaces siquiera de ser sinceros consigo mismos». Evidentemente, Jesús no deseaba pronunciarse mucho sobre estos temas legales tan escrupulosos.
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Martes, 2 de octubre de 25 (22 de tishri de 3786)
Los días pasaron y llegó el gran día de la fiesta. Pero Jesús no fue a Jerusalén esta vez. Juan asistió al templo en compañía de sus parientes y contempló los hermosos rituales. Este día oficiaban casi cuatrocientos cincuenta sacerdotes con un número correspondiente de levitas. Al amanecer se reunían los peregrinos de todas partes de la ciudad, con las palmas en la mano. Estos peregrinos se dividían en tres grupos para esta ceremonia matutina. Un grupo permanecía en el templo para asistir a los sacrificios de la mañana; otro bajaba en procesión de Jerusalén hasta cerca de Maza para cortar las ramas de sauce destinadas a adornar el altar del sacrificio; mientras que el tercer grupo formaba un procesión para marchar desde el templo siguiendo al sacerdote con el agua, quien, al son de las trompetas de plata, llevaba la jarra de oro que contenía el agua simbólica, saliendo por Ophel hasta cerca de la piscina de Siloé, cerca del portón de la Fuente. Una vez llenada la jarra en el estanque, la procesión marchaba de vuelta al templo, entrando por el portón del Agua y dirigiéndose directamente al patio de los sacerdotes, donde el sacerdote que llevaba la jarra de agua se unía al sacerdote que llevaba el vino como ofrenda de bebida. Estos dos sacerdotes se dirigían luego a los embudos de plata que conducían a la base del altar, y echaban en ellos el contenido de las jarras. La ejecución de este rito de echar el vino y agua señalaba el momento en que los peregrinos reunidos comenzaban a cantar los salmos ciento trece al ciento dieciocho inclusive, alternativamente con los levitas, o cantos del Hallel[5]. A medida que repetían estos versos, hacían ondular sus manojos de ramas hacia el altar. Luego se realizaban los sacrificios del día.
La jornada se prolongaba hasta altas horas de la noche. Aquel día representaba el final del período de vacaciones y descanso para los judíos, de modo que todos veían con pesar cómo volvía la rutina por el horizonte, con la puesta del sol.
Juan supuso que aquello representaba el final de su estancia con Jesús en Jerusalén, así que recogió sus cosas de la casa de Bezatha, se despidió de su familia, y marchó hacia Betania, donde imaginaba que Jesús le estaría esperando.
¡Más de tres millones de planetas habitados! Esa es la alucinante cifra de planetas que están bajo el cuidado y gobierno de Jesús. (Véase LU 32:2.9). ¡Y esta cifra sólo representa una fracción del número definitivo cuando su creación se complete y todos los futuros planetas destinados a tener civilizaciones estén habitados! Esto sí que nos da una idea de la grandiosidad de un ser como Jesús. Cómo contrasta esto con las pesimistas cifras que la ecuación de Drake ofrece acerca del número de posibles civilizaciones extraterrestres. ¡Qué maravilloso dato para los impulsores del proyecto SETI! ↩︎
Una constante que se aprecia en El Libro de Urantia es que Jesús tuvo muchos momentos de retiro solitario en los cuales se hacía cargo, como gobernante excelso de una parte del universo, de las tareas de su magna administración (LU 136:3.3, LU 152:5.5, LU 158:1.3). Estos retiros se usan en esta novela con el fin de expandir las enseñanzas de El Libro de Urantia y sacar temas de actualidad, cosa de otro modo imposible, pues desde un punto de vista histórico, las enseñanzas de Jesús a los oyentes de su tiempo siempre estuvieron condicionadas por los avances de aquella época. ↩︎
Los archiereis son los sacerdotes jefes (en singular archiereus). Un grupo de sacerdotes distinguidos que se encargaban de distintas cuestiones relacionadas con el templo. Tenían cierta independencia. Seguramente todos formaban parte del sanedrín, y estaban socialmente en un eslabón superior a los sacerdotes simples. ↩︎
El hakam era el «doctor de la Ley» ordenado. Era la máxima distinción que podía recibir un escriba o «doctor de la Ley». Para poder llegar a ésta era necesario haber alcanzado la edad canónica, cuarenta años. Tenía autoridad para zanjar por sí mismo las cuestiones de legislación religiosa y ritual, a ser juez en los procesos criminales y tomar decisiones en los civiles, bien como miembro de una corte de justicia, bien individualmente. Tenía derecho a ser llamado Rabbí. El Rabbí, rabino o escriba, era normalmente un fariseo con una gran formación en temas legales de las escrituras. Eran muy respetados en la época de Jesús, y sólo ellos creaban o transmitían la tradición derivada de la Torá, la cual se consideraba muchas veces estar por encima de la propia Torá. ↩︎
El Hallel es una oración típica judía, formada por la recitación de los salmos ciento trece a ciento dieciocho. Se recitaba el sábado, en la cena pascual y en casi todas las grandes festividades judías. ↩︎