© 2005 Jan Herca (licencia Creative Commons Attribution-ShareAlike 4.0)
Los extraordinarios amigos de Jesús se fueron sin preámbulos, despidiéndose efusivamente del Maestro. Se volatilizaron delante de Jesús, pero usando su vista espiritual, pudo contemplar cómo, en realidad, salieron disparados hacia el firmamento en una estela fugaz que apenas duró unos segundos. Al instante, dejó de verles en la noche estrellada, y Jesús recuperó su visión ordinaria.
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Viernes, 12 de octubre de 25 (2 de hesván de 3786)
Esa noche pensó profundamente en muchas cosas, pero sobre todo Jesús viajó a millones de años luz con su mente. Infinidad de recuerdos regresaban distantes a su pensamiento, lejanos momentos de sus largas estancias en el universo perfecto, las mansiones celestiales donde los seres creadores como él tienen su hogar.
Sin embargo, Jesús mucho consideraba ahora a la Tierra como su patria, y mucho más consideraba Galilea como su segunda casa. Su doble naturaleza equilibraba por igual sus querencias entre su lejano hogar celestial y el nuevo terrenal.
Por la mañana se sintió reconfortado y optimista, dispuesto a iniciar la última etapa de su larga aventura. Sabía que los grandes momentos se acercaban. Ya sólo faltaba el reconocimiento oficial del Padre del éxito de la encarnación, que llegaría en breve.
Descendió las laderas del Gilboa y recuperó de nuevo el camino. Se dirigió hacia Escitópolis. Prefirió no entrar en la ciudad, así que bordeó sus muros y, tomando el camino hacia el mar de Galilea, atacó la última parte de su viaje hacia Cafarnaúm.
Por el camino tuvo la fortuna de encontrarse con unos pescadores de Gennesaret, que en cuanto oyeron que Jesús trabajaba para Zebedeo, el armador, se ofrecieron a acompañarlo. Este grupo de cinco pescadores no conocían a Jesús, pero sí a Santiago, el hijo mayor de Zebedeo.
—¿También vienes de oír a la nueva voz del desierto?
Al parecer, los pescadores, como muchos judíos de sensibilidad religiosa, regresaban a sus casas después de haber pasado unos días en Adam, donde el nuevo profeta, Juan, el que bautizaba, había establecido su campamento. Miles de hombres y mujeres de todas partes acudían para ver a este nuevo ídolo, y la fama que iba ganando seguía en aumento. Jesús, que apenas había escuchado algunos comentarios sobre Juan en Jerusalén, comprendía que su primo segundo estaba causando gran sensación en las regiones más tolerantes de Galilea y Perea. Evitó revelar que conocía de sobra a Juan y les dejó hablar.
Los hombres le comentaron sus experiencias, y cada uno retornaba con una impresión diferente. Para todos Juan era sin duda un profeta, un hombre tocado por Dios. Su aspecto imponente y sus formas, decían, eran las de un hombre santo. Pero no se sentían muy conformes con el mensaje.
—Habla de que el fin está cerca, pero no sabe precisar cuándo ocurrirá. Sin embargo, parece que está a las puertas, y habla con una decisión que hace pensar que va a ocurrir muy pronto —explicó a Jesús uno de ellos.
—Para cuando venga el Mesías —se mofó uno de los más descreídos.
Sin embargo, uno de ellos parecía profundamente impresionado:
—A pesar de que dice que no es el Libertador, todas sus palabras son ciertas. Deberíamos hacer más actos de contrición. Habla de compartir las cosas con el prójimo, de que las familias permanezcan unidas, de no hacer nada malo que nunca querríamos esperar de los demás. Y tiene razón.
Llegaron a las inmediaciones del lago, en Tariquea, y continuaron por la carretera de la costa. Jesús dejaba hablar y procuraba no involucrarse mucho en la conversación, aunque ardía en deseos de manifestarles la verdad a estos paisanos.
Cuando atravesaron Tiberias fue inevitable hablar del reinado de Herodes y de la nueva capital. Multitud de edificios estaban en construcción en esa época en esta ciudad. Herodes Antipas, el tetrarca de Galilea y Perea, estaba ansioso por trasladar su corte de Séforis a la nueva urbe, pero toda su impaciencia no era suficiente para levantar una populosa ciudad de la nada. Los muros del sur estaban siendo reforzados con una hilera más alta de cantería, ayudados por varias grúas para el izado de las pesadas piedras. El grupo se detuvo varias veces para contemplar la evolución de las obras de los edificios más espectaculares, sobre todo el anfiteatro y la basílica, erigida junto a un espacioso foro inundado de gentes venidas de todas partes del mundo.
A pesar de que los judíos acérrimos evitaban a toda costa el contacto con estas ciudades nuevas, de cuño pagano, los galileos habían acabado por acostumbrarse a convivir con estas intromisiones. Además, Herodes, muy astutamente, había construido la ciudad usando como cardo, o calle orientada al norte, la carretera de la costa, de modo que resultaba realmente incómodo dar un rodeo para evitar la ciudad.
En el cardo, edificado al estilo romano, con una larguísima columnata y un pórtico, se agolpaban los vendedores y tenderos con toda suerte de productos, en especial los derivados del lago: el pescado, por supuesto, pero también el garum, liquamen, muria y allex, unas salsas de pescado aderezado, hecho con peces pequeños de poca categoría, que era muy apreciado en la cocina romana. Al atravesar la mitad del cardo, surgió a la vista, elevado sobre la colina adyacente, el anfiteatro y a su lado, el nuevo palacio de Herodes, de un color blanco pulcrísimo. Esta mansión era la que estaba más avanzada de todos los grandes edificios, y en ocasiones, el tetrarca pasaba cortas estancias en esta su futura casa.
Los galileos escupieron al suelo en señal de desaprobación.
—Este maldito hijo de idumeos va a convertir el lago en un lodazal infestado de gentiles.
Jesús evitó pronunciarse sobre estos temas, aunque quizá era quien más motivos tenía para quejarse del gobernante.
—Si no lo ha hecho ya —ahondó otro.
Los cinco hombres y Jesús apretaron el paso para salir de aquella jauría humana. Al pasar bajo las torretas de la puerta norte, bajo la atenta mirada de los soldados romanos, todos se sintieron aliviados.
El tema de conversación continuó, sin abandonar la política. Todos se quejaban de las subidas de impuestos con las que Antipas estaba costeando sus lujosas construcciones. Los recolectores de fianzas se habían multiplicado en los últimos años, y había todo un cuerpo de inspectores repartidos por Galilea y Perea recabando los porcentajes exigidos. La vida se había puesto más difícil por culpa de esta situación, y el descontento crecía mes a mes.
Con la animada charla, los integrantes del grupo no advirtieron la inminente proximidad de Magdala. Jesús deseó paz y prosperidad a sus compañeros de viaje, y se despidió, entrando en la aldea. Se acercó a casa de Judá, su hermano. Su mujer le explicó que aún permanecía en la playa, con el resto de su cuadrilla. El hermano pequeño se alegró mucho de ver a Jesús. Sus visitas, a pesar de la cercanía de Cafarnaúm, eran muy infrecuentes. Supuso que ocurría algo especial. Pero no era así.
Pasaron una hora juntos, paseando por la playa, charlando sobre los asuntos familiares. Judá se había convertido en un responsable hombre del hogar. Todavía no tenían hijos, porque su mujer, Marta, tenía dificultades para quedar encinta y a veces enfermaba. Pero confesó a Jesús sus grandes deseos de ser padre y poder contar con nuevos sobrinos para él.
Mucho había cambiado Judas en aquellos años. Había sido un chico rebelde e impetuoso en Nazaret, y había causado grandes desasosiegos a Jesús. Durante algún tiempo estuvo totalmente decidido a hacerse zelota, bajo las órdenes de su tío Simón de Nazaret, el hermano mayor de María. Pero el tiempo había ido calmando sus ánimos, y su boda con Marta le había hecho reflexionar y cambiar por completo.
Jesús preguntó a Judas por sus hermanos y su madre y lo que pensaban sobre él. Judas procuró sincerarse:
—Madre siempre nos ha dicho que llegarás a ser alguien muy importante, pero no toda la familia piensa como ella, así que a veces tendemos a creer que mamá se inventa estas cosas porque se siente viuda y sola. Santiago y Esta quizá pronto se vayan a vivir a su propia casa con los niños, y Ruth ya es mayor y no tardará en casarse.
Jesús pareció sorprendido:
—¿Casarse? ¿Con quién?
Judá puso la mano en la boca, pero ya era demasiado tarde:
—Parece mentira que no te des cuenta de nada lo que pasa a veinte pasos de tu puerta y sepas tanto del mundo entero. Pero no voy a decir nada, ya he dicho demasiado.
Jesús insistió, intrigado. Judá tuvo que ceder:
—¿No has notado que frecuenta mucho tu casa, de los Zebedeo?
Jesús se quedó pensativo unos instantes:
—¡David!
Judá palmeó, divertido.
—¡Bien!, por fin has caído. Lo saben todos menos tú. Pero no se te ocurra decir que te lo he descubierto yo.
Jesús encerró sus labios con los dedos, haciendo ver que no se le ocurriría.
—Pero, tú, Judá, ¿qué piensas de mí?
El hermano bajó la cabeza. Siempre había alternado entre la dudas y el convencimiento sobre la misión de Jesús. Durante mucho tiempo había albergado pensamientos contrarios. Le costó reponerse de la negativa de Jesús a formar parte del grupo zelote, del que su tío Simón, de Nazaret, era un prominente cabecilla. Fue difícil para Judá conciliar el pacifismo de Jesús con las ideas de su madre de que su hermano mayor se convertiría en el Libertador.
—Yo… —Judá titubeaba—. Yo… no sé muchas veces qué pensar. Todo el mundo habla del Libertador, sobre todo ahora que el primo Juan está predicando en el Jordán sobre su venida. Madre dice que se refiere a ti, pero…
Jesús le interrumpió, posando su brazo sobre los hombros del dubitativo hermano, tratando de reconfortarle:
—Dentro de poco, Judá, se resolverán vuestras dudas de tan largo tiempo. Está cerca el momento en que me mostraré al mundo. Pero debes infundir paciencia a tus hermanos y a tu madre. Muchos encontrarán inaceptable mi revelación, incluso entre nuestros parientes. Por eso necesito que ayudes a la familia para que se mantenga unida y no desespere. No les cuentes nada de lo que te he dicho, por ahora. Pero ten por seguro que falta poco, muy poco, para que conozcáis la verdad sobre mí.
Judá se extrañó de que su hermano mayor le hiciera este anuncio a él, que se había mostrado tan alejado de Jesús en muchas ocasiones. Se sintió privilegiado de que confiase en él para tranquilizar a la familia, cuando sabía que era Santiago quien llevaba la jefatura de la casa. Le habría gustado sonsacarle algo más, pero trató de contener su curiosidad, y evitó presionar más a su hermano con esta cuestión.
Cuando Jesús se fue, el joven de la familia de José se quedó profundamente pensativo. Como tenía especial confianza en que Marta, su mujer, no diría nada a la familia, le comentó esa noche toda la conversación que había tenido con Jesús. Ambos coincidieron en que Jesús estaba muy cambiado, más serio y con más aplomo en la mirada que antes de marchar de viaje. Intuían que algo estaba próximo por llegar, y elucubraron largamente sobre qué es lo que Jesús podría ser en el futuro. ¿Qué verdad era esa que se escondía en él? ¿A qué podía estar refiriéndose?
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Jesús pasó por Betsaida y se dirigió a la casa de Zebedeo. Sabía que con la cantidad de trabajo que estaban teniendo estarían todos en el astillero. Así que antes de llegar a la casa se dirigió al taller, en las afueras de Cafarnaúm. Como suponía, todos sus compañeros de trabajo estaban allí. Entró como otro más y se puso a curiosear con las barcas. En cuanto le vieron, se quedaron atónitos. Juan había contado a todos que Jesús iba a pasar una temporada a solas, por lo que se habían hecho a la idea de que no volverían a verle en varios meses, como venía siendo costumbre en él.
En un instante le rodearon, haciéndose cargo de sus enseres, y acosándole a interminables preguntas.
—¿Cómo has vuelto tan pronto?
—¿Te quedarás por un tiempo?
Zebedeo ordenó a todo el mundo que volviera al trabajo y cada cual regresó a su puesto. Jesús agradeció a su buen amigo su discreción con una sonrisa. Luego salieron fuera, lejos del alcance de los oídos curiosos.
—Juan volvió muy excitado, sin dejar de contar tus peripecias. Está convencido de que «hablas con Dios» y de que vas a empezar pronto tu misión. Y está haciendo de las suyas contando todo esto por ahí a sus amigos. Y cuanto más le digo que se calle más se encarga de difundirlo…
Zebedeo colocó varios maderos que estaban tirados junto a una de las cancelas, y salieron a la playa. El agua se mecía lentamente a escasos metros. El sol iniciaba su suave descenso sobre los promontorios de la orilla occidental. Algunas velas blancas regresaban al puerto animadas por el viento de la costa.
—Bueno —le confesó Jesús a su socio—, razón, en cierta medida, no le falta. Ya queda poco para el gran momento…
Zebedeo miró a su amigo con la intriga reflejada en su rostro. ¿El gran momento?
—¿Es por tu primo Juan? Entonces, finalmente, ¿vas a unirte a él en su trabajo en el Jordán?
—Aún no he decidido en todos estos asuntos. Pero sé que la hora es llegada. El tiempo de espera ya ha acabado. Por fin estoy ante el ansiado momento de hacer algo para la edificación de mis hermanos en la carne.
¿Hermanos en la carne? Zebedeo pensó por un momento en la familia de Jesús. Pero no le encajó bien la expresión. ¿A qué se refería su querido hijo?
Jesús apreció el rostro de incompresión de Zebedeo y tomó a su amigo del brazo, iniciando un corto paseo. Jesús le confesó muchas cosas a Zebedeo. Le dijo que su familia había creído en él durante mucho tiempo como alguien destinado a una misión especial, quizá el Mesías, pero que eso no iba a ser así:
—Tú me conoces bien. Has sido como un segundo padre para mí. Y tu familia es como mi propia familia. Pero no estáis tan contaminados por las ideas de mesianismo como lo están en la casa de José. Mi madre, con toda su buena intención, ha llenado las cabezas de mis hermanos de ideas de grandes proezas y de prodigios. Y están destinados a una enorme decepción.
› Es verdad que no soy un hombre común. En mí se encierra un misterio, que pronto podré desvelar… Pero, vosotros me conocéis bien, y sabéis que nunca satisfaceré esas expectativas de grandeza. Es más, en verdad te digo, y eres el primero en oírlo de mí, que el Mesías, tal y como lo esperan nuestros compatriotas judíos, no vendrá jamás. Si persisten en la idea de un salvador militar, el único destino que van a cosechar es su propia destrucción. Roma jamás aceptará un altercado en esta zona tan estratégica de su imperio.
Zebedeo escuchaba atónito. Nunca había comentado Jesús con él esta cuestión, que llevaba años flotando en la casa desde que se hospedara con ellos en Cafarnaúm.
—Por eso necesito algo de ti. Es importante que te hagas cargo de mi familia cuando en el futuro no me aloje en tu casa. Por algún tiempo, puede que se sientan abandonados, y que la distancia altere su percepción de mi amor por ellos. Tú eres quien más sabes de la verdad, y eres una serena influencia para los míos. Presiento que mis días de tranquilidad están finalizando. Dentro de poco, ya no podré pasar en Galilea ni un solo día en calma.
Zebedeo asintió, asegurándole a Jesús que «se encargaría de todo como si fuera de su propia familia». Jesús abrazó tiernamente a su hombre de confianza y padre adoptivo, mientras una lágrima rebelde pugnaba por caer por sus mejillas.
—Y ahora, basta de hablar de temas serios. Tienes que ponerme al día con las ventas, y decirme qué necesitas para fabricar esos botes más rápido. Vamos a poner a funcionar el taller a pleno rendimiento. Si quieren más botes los de Tiberias, les construiremos una flota entera…
Jesús volvía a ser el mismo. Zebedeo se enzarzó con él en las eternas discusiones sobre el astillero mientras regresaban de camino a casa. Zebedeo reía a mandíbula batiente con las bromas de Jesús mientras recorrían la playa y el sol se perdía tras las lomas de Arbel. Se sentía feliz. Su cuarto hijo había vuelto a casa, y todo volvía a su normalidad.