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Lunes, 2 de diciembre de 25 (23 de kislev de 3786)
A primeros de diciembre, los últimos días del mes judío de kislev, llegaron rumores a Cafarnaúm de que Juan había trasladado su campamento a Pella, la ciudad helenizada que formaba parte de la Decápolis. Su fama se acrecentaba cada día. Todos los que habían ido a recibir el bautismo y beber de sus enseñanzas, volvían deshaciéndose en elogios hacia el nuevo profeta. En Cafarnaúm Jesús no desaprovechaba la ocasión para mencionar la predicación de su primo segundo, y muchos jóvenes se habían decidido a acudir al Jordán para conocer la buena noticia.
En casa de uno de los amigos de Juan Zebedeo, un chico llamado Manuel, su padre, como muchos otros padres de Cafarnaúm, tuvo la típica discusión:
—Pero bueno, ¿qué dice este profeta que no sepamos ya?
El hijo se deshacía en explicaciones, suplicando al padre que le dejase marchar durante unos días.
—Juan habla del reino venidero. Sabe cuándo va a llegar. Dice que es sólo cuestión de poco tiempo. Algunos dicen que conoce al Mesías y que desvelará dentro de poco quién es, y que ahí empezará el preludio del fin.
El padre escuchaba aburrido aquellas peroratas. Por todas partes no dejaba de hablarse del reino venidero. En las sinagogas, en las casas, en las plazas y en la lonja. No había un solo rincón donde el tema de conversación no derivara hacia alguna historia terrible de la «ira venidera». Aunque los mayores y ancianos solían dudar de todas estas esperanzas mesiánicas, la mayoría de los jóvenes de Galilea y del resto de demarcaciones de Palestina estaban prestos para lanzarse a seguir al Mesías prometido.
Sin embargo, Manuel tenía que ayudar con la pesca y el padre se mostró intransigente. Lo primero era el trabajo.
Otros padres no pudieron contener la oleada de curiosidad que había surgido en el lago. Todo el mundo quería conocer al bautista del Jordán.
Santiago y Juan Zebedeo se sinceraron con Jesús una tarde cuando éste volvió a casa del taller.
—¿Convencer yo a vuestro padre? —Jesús sonrió en cuanto vio las intenciones de sus amigos—. ¿Qué ocurre, os lo ha prohibido, eh?
Ambos hermanos guardaron silencio, sabiéndose descubiertos.
—Podríamos ir sólo un par de días. El resto de la semana trabajaríamos el doble para compensar las capturas… —intentó justificarse Juan.
El hermano mayor también parecía estar de acuerdo.
—Ey, ¡menudos liantes sois! Queréis que yo decida por vuestro padre. Mejor os sería que cuando venga le contéis vuestros planes…
Ellos sabían que su padre les necesitaba en el negocio de la pesca para estar al tanto de los jornaleros. Había mucho que hacer. Su padre estaba atorado con la cantidad de pedidos que llegaban al taller cada día. Y ahora ellos se proponían abandonarle para ir a ver al bautista… Tenían clara la respuesta.
Esa noche durante la cena hubo más miradas de complicidad que de la cuenta. Jesús observaba divertido a Santiago y Juan, mientras que las hermanas, a las que no se les escapaba una, adivinaban en su pensamiento lo que pasaba. Por fin se lanzó Santiago:
—Padre, habíamos pensado Juan y yo si no te importaría que fuéramos a bautizarnos adonde Juan, y nos ausentáramos un par de días.
Zebedeo puso gesto serio. Dio un sorbo al vino con agua y terminó de digerir el trozo de pan que estaba masticando. Luego miró a su hijos con una mirada pétrea. Al fin, sonriendo mientras se limpiaba con la lengua los restos de comida, asintió para sorpresa de los hijos:
—Está bien. Id y quedaos lo que necesitéis.
Los chicos se quedaron estupefactos. Durante los últimos días su padre no había dejado de darles órdenes y llenarles de deberes, mucho más que de costumbre. ¿Qué significaba este cambio?
Y Zebedeo lanzó otra interrogante al aire:
—Pero no sé porqué os vais tan lejos cuando tenéis el bautismo tan cerca.
Todos se miraron extrañados. Sólo Jesús y Zebedeo sonreían. Pero nadie se atrevió a preguntar.
☙ ❧
Miércoles, 4 de diciembre de 25 (25 de kislev de 3786)
A los pocos días fue la Hannuká. Todos la celebraron en familia, juntándose en casa de Zebedeo parte de su familia y la familia de Jesús. Encendieron las luminarias en la casa como era la costumbre y se repartieron regalos para todos. A Jesús le entregaron las hijas de Zebedeo unas sandalias nuevas. Jesús, agradeciendo el obsequio, les dijo a todos: «Son muy oportunas, sin duda», e inmediatamente se las calzó.
Toda la familia de Jesús se sentía más relajada con el asunto de la misión de su hermano e hijo. Volvían a ser una familia unida, y los antiguos malentendidos empezaban a olvidarse. Santiago, después de esas últimas semanas de trabajo con Jesús en el taller, se daba cuenta de la gran nobleza y fuerza de carácter de su hermano mayor. Su trato era extraordinariamente cordial, y no dejaba de bromear a todas horas, haciendo que todo el mundo se sintiera a gusto con él. Poco a poco, estaban acostumbrándose a convivir con la idea de que Jesús, a pesar de los rumores que flotaban en el ambiente, era uno más de la casa.
☙ ❧
Al día siguiente de la Hannuká Juan y Santiago marcharon a Pella. Volvieron una semana después, totalmente renovados y exultantes. Cuando llegaron a su casa sólo estaban su madre y sus hermanas, y poco les faltó para sincerarse ante las insistentes preguntas de las mujeres de la casa:
—Juan nos ha dicho toda la verdad sobre Jesús. ¡Es él! Nos lo ha dicho a nosotros. Nos ha revelado que Jesús es el Libertador.
Las chicas y la madre se quedaron electrizadas con la noticia. Todas tenían en consideración especial a Jesús. Salomé creía firmemente que su querido «cuarto hijo» estaba destinado a convertirse en un gran maestro de la ley. Pero nunca había considerado seriamente los rumores que se decían de él. Lián tenía verdadera adoración por Jesús, a quien veía como a un hermano sabio. Raquel era la más independiente y decidida de las hermanas. Tenía en cierta estima la causa zelota, y en cierto modo había salido de carácter impetuoso, como sus hermanos Santiago y Juan. Veía más en Jesús a alguien destinado a grandes cosas, pero no ponía especial atención en sus enseñanzas religiosas. En el fondo, era de pensamiento muy similar al de su hermano David. Muy pronto estaba destinada a sufrir grandes cambios de mentalidad. La hermana pequeña, Salomé, era la delicia de la casa. Era una muchacha encantadora, que había salido claramente al padre, y de una delicadeza y ternura sin igual. Jesús y ella se hacían mutuamente confidencias, de modo que ella era, después de Zebedeo, quien más conocía la verdad sobre Jesús de toda la casa. A Salomé le gustaba un joven de Cafarnaúm, y estaba decidida a casarse, pero los padres todavía querían que pasara algo de tiempo. Jesús conocía al muchacho de los anhelos de Salomé y la ayudaba como podía en sus deseos de conocerle. Aunque la verdad es que no se le daba muy bien a Jesús el papel de casamentero.
Todas pidieron más explicaciones y se sentaron alrededor de Juan:
—El primo de Jesús, como sabéis, lleva un tiempo hablando de «alguien» mucho más importante que él, y en su respeto, no pronuncia ni siquiera su nombre. Todos han supuesto que se refiere al Mesías. Sus discípulos hacen pronósticos sobre a quién puede estar refiriéndose. Pero ninguno acierta. Unos dicen que es un tal Amós, uno de los jefes de los nazoreos, otros que un hombre del desierto, que lleva años retirado, otros hablan de un descendiente de los antiguos sacerdotes que está oculto en Egipto… Pero, ¡Juan nos ha dicho la verdad a nosotros!
› El otro sábado, después de las lecturas en la sinagoga de Pella, Juan se retiró a una colina, y al volver al campamento junto al río, nos pidió que le acompañáramos. Habló con nosotros durante largo rato explicándonos la inminente llegada del reino y cómo tendría lugar. Y entonces nos reveló que Jesús es el Mesías prometido. Que ni siquiera él sabe cuándo va a manifestarse ante el pueblo, pero que está seguro de que el momento está cerca.
› Nos contó que sólo se han visto unas pocas veces en todo este tiempo, la última hace ya muchos años, pero que su padre, el sacerdote, le había contado que todo lo relacionado con María, la madre de Jesús, es cierto. María tuvo una aparición celestial y también la tuvo su prima Isabel, la madre de Juan.
Todas estaban admiradas y pensativas. Santiago asentía a todo lo que les contaba su hermano, y remachó: «Y es en esta aparición cuando sus madres supieron que Jesús iba a ser el Mesías y Juan su heraldo, Elías».
Lián salió de sus pensamientos:
—Pero Jesús no parece tener interés en la política, ni tiene aspecto de libertador. Bien podéis ver que lleva varios meses trabajando en el taller sin que parezcan interesarle los asuntos de su primo Juan.
—Le interesarán. Ya verás —afirmó con seguridad su hermano—. Ahora permanece oculto aquí, en Cafarnaúm, pero pronto se manifestará ante todos para instaurar el reino, y nosotros estamos destinados a convertirnos en sus consejeros principales.
—¿También os ha dicho eso Juan? —preguntó irónica Raquel.
Juan puso cara de suficiencia. Obviamente, aquello era de su propia cosecha. Nada les había dicho el Bautista. Pero todos y todas estaban demasiado impactados por la revelación del profeta como para dar importancia a los aires de grandeza del hermano pequeño. ¡Jesús convertido en el esperado Mesías…! ¿Qué significaba todo esto? Apenas podían concebir a Jesús como profeta, cuánto menos como el Salvador de Israel, el nuevo Rey que iba a destruir a todos los pecadores del mundo y establecer el reino celestial en la Tierra. ¿Tenía algo de sentido todo esto? Jesús era un pacífico hombre lleno de ternura y bondad, un trabajador entregado, un idealista con un gran corazón, pero ¿el Mesías…? ¿Se equivocaba quizá Juan y lo que Jesús iba a ser era el realidad el auténtico Anunciador, aquel que vendría para «preparar el camino del Señor»?
Esa noche, cuando volvió Jesús de la sinagoga, todos esperaban expectantes. El Maestro seguía con su costumbre habitual de pasar casi todas las tardes leyendo en la geniza, donde se guardaban los manuscritos de la literatura judía. Estaba de buen humor y venía tarareando algunos salmos. En cuanto vio a Santiago y Juan, le extrañó que le saludaran tan cortésmente y que no se abrazaran. Jesús miró alrededor y vio las caras de las chicas y de la madre, Salomé. Algo pasaba. Y no le faltó mucho a Jesús para entender qué era. Obviamente, la visita a Pella de Santiago y Juan había estado cargada de acontecimientos.
Trató de hacerse el despistado y no dijo nada. Cuando llegó Zebedeo con David, se sentaron todos a cenar. Jesús sacó un tema de conversación peregrino, y se puso a hablarles de Joel, un rico comerciante de Tiberias que les había hecho un gran encargo, cinco barcas de pesca nuevas. Al parecer, Joel estaba encantado con el nuevo tipo de barcas que fabricaba Zebedeo y les había invitado a su lujosa mansión en Tiberias.
—Así que llevaremos navegando las nuevas barcas hasta Tiberias.
Zebedeo, el padre, continuó el tema comentando que Joel, a pesar de ser el típico ricachón de la nueva capital de Galilea, era un judío respetado y un buen hombre. David se había ofrecido a ir con su padre y Jesús a Tiberias para el convite, y les preguntó a sus hermanos si les interesaría ir. Pero Santiago y Juan estaban como abobados, y no dejaban de mirar a Jesús con extraño respeto y consideración. Las hermanas también estaban algo diferentes. Todos se daban cuenta de que a nadie les interesaba el asunto de las nuevas barcas.
Jesús cambió de tema:
—Bueno, ¿no vais a contarnos nada de lo que habéis hecho con Juan? ¿Supongo que os habrá bautizado?
Los chicos se pusieron nerviosos y contaron, atropelladamente, lo impresionante que era el campamento del profeta y la inmensa cantidad de gente que acudía para oírle y ser bautizados. Pero no se atrevían a decir nada más.
—¿Y no os ha dado ningún recado para mí?
Los hermanos miraron a las chicas y a la madre. Zebedeo y David estaban extrañados. ¿Qué significaban todas esas miradas? Santiago buscó valor como pudo:
—Maestro, ¿quién eres tú en realidad?
La pregunta quedó flotando en el aire unos instantes. Era la gran pregunta que nadie se atrevía a formular. Todos tenían una idea de la respuesta, pero nunca se la habían hecho de forma tan directa al Rabí.
—¿Maestro? He dejado de ser Josué para ti también, por lo que veo…
—Juan dice que tú estás destinado a ser el Mesías. ¿Es eso verdad? —continuó Santiago—.
Jesús suspiró largamente. Miró a toda la familia.
—Veo que no voy a poder eludir este asunto por más tiempo. Querría que Juan os hablara más de la buena nueva que se acerca en lugar de llenar vuestras cabezas con las exageradas promesas de los profetas de antaño.
› En cualquier caso, debéis saber que no estáis preparados para escuchar la verdad sobre mí. Aún no sois capaces de discernir la verdad que se esconde tras todas las averiguaciones sinceras.
› Juan espera y desea que se cumplan las profecías mesiánicas, y cree ciertamente que yo estoy destinado a llevar estas profecías a su cumplimiento. Pero aunque su fe es un barco inquebrantable que navega en un mar de incertidumbre, él aún no percibe hasta qué punto esas antiguas ideas mesiánicas llevan tan entremezcladas las gotas de agua y miel de la confusión que no le permiten saborear todo el vino en su pureza.[1]
› Hermanos míos, debéis preguntaros qué es lo que fuisteis a ver al desierto. ¿Buscabais la verdad de algunas profecías, o la verdad del Padre? Porque si sólo buscáis vuestras propias glorias y anhelos, queridos míos, estáis destinados a sufrir una gran decepción conmigo.
› Sin embargo, yo os digo: tened paciencia, y estad preparados para el momento decisivo. La hora se acerca. Ya está aquí ciertamente. Pero no os precipitéis, debéis contener vuestra lengua para evitar los malentendidos.
Todos se quedaron anonadados con las palabras de Jesús. Tan sólo Zebedeo padre se mostraba más pensativo y menos sorprendido. Santiago, tras interrogar con la mirada a Juan, volvió a la carga:
—Juan nos pide que te preguntemos por el momento de tu manifestación al mundo, para que le llevemos una respuesta.
Jesús permaneció pensativo mirando fijamente la hoguera. Un fuego de leña crepitaba en un extremo de la estancia. El tiempo era frío y el invierno empezaba a dejarse sentir. Jesús deseaba no seguir hablando sobre el tema, así que les dijo:
—Cuando volváis a ver a Juan, decidle que debemos ser pacientes con la obra de nuestro Padre. El mundo no está preparado para recibir la Palabra de la Verdad y durante algún tiempo, existirá gran confusión en la Tierra. Decidle que él está destinado a sufrir una profunda decepción, pero que tenga buen ánimo. Existe una esperanza, y al final, la luz brillará en el mundo de uno al otro confín.
Juan, que había empezado a cenar con grandes expectativas, fue dejando notar poco a poco una creciente desilusión.
—Pero, entonces, ¿no te unirás a nosotros para regresar a su campamento? Él espera que vayas. Juan ha empezado a hablar de «alguien mayor» que él, y aunque no ha hablado abiertamente con sus discípulos, a nosotros, en privado, sí nos ha revelado que se trata de ti. Estas cosas agitan nuestros corazones. ¿No podrías confiar en nosotros la verdad sobre estos asuntos?
Jesús fue tajante:
—Por ahora, Juan, debéis llevar a mi primo el mensaje que os he confiado. Y tendréis que ser cautos y no divulgar estos asuntos entre nuestros amigos y familiares. —El rostro serio de Jesús indicaba que había algo más en esta preocupación de su maestro—. Os pido esto como un favor de hermanos. Sed pacientes. Es importante que en este momento sepamos mantener la prudencia y estar en las manos del Padre.
Las explicaciones no convencieron del todo a los dos hermanos, que se retiraron de la mesa temprano y se pasaron la noche en el almacén discutiendo estas cuestiones. Jesús, por su parte, se decidió a quitarle importancia al asunto y cambió de tema, interesándose por la madre de un buen amigo de Jesús y de la familia, que llevaba varios días enferma y en la cama.
Juan y Santiago volvieron a cargar con sus bolsos y salieron a los pocos días rumbo a Pella. Zebedeo, el padre, se daba cuenta de que estaban empezando a producirse en su propia casa eventos de gran transcendencia, pero aún no sabía muy bien cómo enfocarlos. Salomé, la madre, David y el resto de hermanas se sintieron también impresionadas por las palabras de Jesús y su posible relación con el establecimiento del «nuevo reino». No tenían muy claro qué iba a suceder. Les costaba imaginar que su querido huésped y hermano de esos últimos años se estaba convirtiendo en el «ungido», el «libertador esperado». Sin embargo, todos percibían que Jesús se estaba preparando para algo, aunque no tenían muy claro el qué.
A pesar de todo, Jesús siguió haciendo la misma vida normal. Continuaba concentrado en su trabajo en el astillero con las barcas mayores, terminando con su hermano Santiago varias embarcaciones. Después de cada jornada, si le quedaba tiempo, se encerraba en la pequeña biblioteca de la sinagoga y leía cualquier cosa que caía en su mano. Por la noche, seguía manteniendo las habituales tertulias con sus vecinos junto a un buen fuego en casa de Zebedeo.
☙ ❧
Sólo dos días después de marchar los hijos de Zebedeo, llegó la noticia a la casa de que la hermana mayor, Mirta, se había puesto de parto. Se armó un gran revuelo en la casa del armador. Salomé y sus hijas acudieron con prontitud al hogar de su hermana. En el alumbramiento, contaron con la ayuda de sus dos estimadas sirvientas, Perpetua y su madre Amata, que eran las cocineras de la casa de Zebedeo. Mientras tanto, Jesús y David Zebedeo intentaron tranquilizar al padre, Judas, distrayéndole en el exterior de la casa. Fue un parto muy largo. Estuvieron las matronas más de dos vigilias con la parturienta. Finalmente, el padre pudo escuchar los lamentos y la llantina de su hijo. Fue un momento emocionante para toda la casa de Zebedeo. El primer nieto del constructor de barcas. El padre, en su nerviosismo, hasta se abrazó a Jesús sin querer. Todo Cafarnaúm celebró gozoso la buena nueva. El pequeño retoño se llamaría Judas, como el padre, y todo el mundo no dejó de comentar el parecido que tenía con él.
☙ ❧
La felicidad aumentó aún más cuando a mediados de mes llegó a casa de María, proveniente de Nazaret, la feliz noticia de que Marta y su marido, Jesús, habían tenido un niño, al que habían llamado como al padre. Toda la familia de Jesús en Cafarnaúm estaba deseosa de viajar a su antigua ciudad para conocer al nuevo retoño, pero el frío y el mal tiempo hacían demasiado dificultoso esos trayectos, así que tuvieron que contentarse con enviar al mensajero de regreso con las felicitaciones, prometiendo a la familia nazarena un cercano encuentro.
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A finales de diciembre, Jesús, David y Zebedeo hicieron una visita a Tiberias, navegando en barca hasta la ciudad y trayendo consigo otras cuatro barcas, pilotadas por empleados de Zebedeo.
En Tiberias Jesús pudo conocer a Joel, el rico comerciante que les había hecho el encargo. Este hombre, que había vivido durante un tiempo en Séforis, llevaba bastantes años, casi desde la fundación de esta nueva ciudad por Herodes Antipas, afincado en un extremo de la agitada población. Era un hombre muy afable, muy culto y versado en las escrituras, y tenía numerosos negocios por toda Galilea. En definitiva, lo que se solía llamar un eyschemon, un comerciante o terrateniente rico.
Joel ofreció una suculenta cena a sus invitados y pudo comprobar la gran sabiduría que mostraba Jesús en los más diversos temas. Joel estaba casado y tenía dos hijos y una hija, todos de la edad de los hijos de Zebedeo. Todos compartieron mesa con la familia de Joel, y entre ellos nació una firme amistad.
Siguiendo las costumbres de los ricos hacendados, se colgó una prenda a la entrada de la casa en señal de invitación. Durante unas horas, todos los vecinos de la ciudad que lo quisieran, podían entrar a tomar algo de alimento y escuchar las conversaciones de los invitados. Al menos un centenar de habitantes de Tiberias se dejaron caer por la mansión de Joel para conocer al renombrado maestre y armador, Zebedeo.
Durante la cena, Joel le habló a Zebedeo de su buen amigo Chuza, un funcionario importante de la nueva mansión de Herodes, y del interés de Chuza por conocerle. Al parecer, también se dedicaba a negociar con el alquiler de barcas, aunque en ese momento se encontraba de viaje, atendiendo a los negocios del tetrarca, y no había podido asistir al banquete. Zebedeo le agradeció profundamente a Joel su ayuda para aumentar su negocio.
Cuando marcharon de regreso a Betsaida, para lo que Joel ofreció sus nuevas barcas, Zebedeo hizo prometer a su nuevo amigo que les visitaría para conocer al resto de su familia. Zebedeo no sabía que otros acontecimientos iban a modificar estos planes, incluso a mejor.
El problema de los judíos con Jesús siempre fue su concepto erróneo del Mesías, ese ser portentoso que esperaban que surgiera en la Tierra. Jesús nunca satisfizo estas expectativas judías porque sencillamente el Mesías judío, tal y como era tradicionalmente entendido por ellos, nunca iba a existir. Muchas de las ideas acerca de Jesús fueron complicadas por este mal entendimiento, y sus seguidores iniciales, que fueron todos judíos, cayeron también en la tentación de reconfigurar la vida y el mensaje de su maestro para tratar de acercar su visión de él al tradicionalismo mesiánico. Esta confrontación de ideas entre la realidad de Jesús y el Mesías esperado es una constante de la novela, que sigue en esto los planteamientos de El Libro de Urantia (LU 135:5, LU 136:1). ↩︎