© 2005 Jan Herca (licencia Creative Commons Attribution-ShareAlike 4.0)
Muchas noches, después de la cena, Jesús continuó con su vieja costumbre de celebrar tertulias con los Zebedeo y con los vecinos en el espacioso patio de la casa de Zebedeo. A estas tertulias solían acudir gente de todas las edades y condiciones. Jesús tenía una merecida fama de «maestro», aumentada por las historias de sus estancias en Alejandría, aun cuando sólo había estado una vez. Durante estas conversaciones Jesús impartía enseñanzas variadas, sobre todo en la forma de cuentos o historias típicas de la época. Solía narrar hechos legendarios de los antiguos profetas, anécdotas sobre peregrinos en dirección a Jerusalén, cuentos sobre viajes al lejano Oriente y fantasías relacionadas con el mundo conocido. Estas historias gustaban a todos por igual, pero especialmente a los más jóvenes. Los adolescentes de la ciudad no se perdían nunca las tardes en que había «historias». Solían tener lugar después del trabajo, cuando no llovía ni hacía frío.
Los chiquillos formaban un alborotado grupo a las puertas de la casa de Zebedeo y preguntaban por Jesús. Raquel y Salomé, las hijas pequeñas de Zebedeo, les abrían la puerta y les dejaban jugar en el patio mientras esperaban a Jesús. Muchos no habían cumplido los doce años, la edad de la bar mitzva[1], y podían pasar mucho tiempo a sus anchas. Cuando llegaba Jesús se formaba un gran revuelo. Él dejaba sus cosas y se sentaba inmediatamente con ellos, formando un corro. Los muchachos se sentaban a su alrededor y escuchaban con placer sus narraciones.
Un niño le preguntó una vez:
—Tú que has estado en los países gentiles, ¿cuánto de grande es la Tierra?
Y Jesús les aleccionaba con historias de viajeros de caravanas:
—No he estado en todos los países, pero he podido saber que Judea está en el centro de toda la tierra habitada. La Tierra es una esfera muy grande con grandes mares, muchas veces más grande que el yam, el mar de Galilea. Se tardarían años enteros en recorrerla de un extremo al otro.
Las explicaciones siempre suponían nuevas preguntas:
—¿Y por qué es una esfera? ¿Acaso rueda?
Jesús sonreía para sus adentros, pero evitaba mencionar respuestas que tuvieran más conocimiento que el disponible por la ciencia de su tiempo.
—No, hijo mío. No rueda. Los sabios dicen que está fija, en medio de la creación. Y desde el centro de todas las cosas domina a los astros y las esferas celestes, haciendo que giren a su alrededor.
—¿Y tú, hasta dónde has llegado de lejos?
—No tanto como hubiera querido. Siempre que llegué a un lugar, aún había mucha más tierra por delante.
La imaginación de los muchachos se dejaba llevar por estas imágenes de lugares distantes y pueblos remotos. Jesús les aleccionaba explicándoles cómo se organizaba el mundo de su época: los romanos al oeste, los partos al este; más al este, los kushan[2] de Bactra y los hindúes de la India, y mucho más allá, en un remotísimo imperio, los seres de Sérica, un pueblo extraño y lejano que casi nadie había visto nunca.[3]
Durante el mes de noviembre Jesús les propuso a los pequeños un juego que llamaría la atención en la aldea. Les habló largamente de los distintos pueblos de la Tierra y de sus costumbres. Y les propuso que ellos debían encontrar información sobre estos pueblos a través de los viajeros de las caravanas. A poca distancia de Cafarnaúm, en la calzada romana denominada via Maris[4], había un puesto de parada de caravanas. Muchos viajeros hacían parada en este puesto antes de continuar camino del mar, hacia Cesarea, o bien en el camino de regreso, hacia Damasco, pasando por la Cesarea de Filipo.
Los chiquillos se mostraron encantados con la propuesta, y todos los días acudían al puesto de caravanas para preguntar a los viajeros por su procedencia. La mayor parte provenían de Egipto y eran alejandrinos o coptos, o bien nabateos y fenicios, en dirección a Palmira o Antioquía. Éstos eran fáciles de reconocer. Eran gente de costumbres no muy diferentes a la judía. Sin embargo, los viajeros provenientes de Siria eran muy distintos. La mayor parte eran partos, medos o elamitas, habitantes de los grandes ríos que intercambiaban las mercancías con los distantes pueblos de la ruta de la seda y de las piedras preciosos. También los había de las regiones del Cáucaso.
Todas las semanas los chicos acudían a la casa de Zebedeo para relatar sus descubrimientos. Relataban las leyendas e historias que narraban los caravaneros sobre lugares y pueblos distantes. Descubrieron, por ejemplo, que existían grandes religiones diferentes a la judía en el resto de pueblos. Los egipcios tenían multitud de creencias en distintos dioses, cada uno dedicado a un aspecto de la vida: el amor, la enfermedad, las cosechas… Pero lo que más llamó la atención de los muchachos fue descubrir que los medos tenían una religión muy similar a la judía. Tenían sus propias leyes y escritos sagrados, y creían en profetas de antaño.
Los viajeros contaban exagerados relatos de tierras lejanas, más allá de grandes desiertos y cordilleras, donde los hombres vivían en paz y armonía sin religión, sólo mediante unas pocas leyes y el uso de la virtud. Eran las leyendas de Sérica, un país maravilloso que nunca nadie había alcanzado.
Jesús conocía la verdad sobre los pueblos del mundo gracias a su mente especial. Pero no reveló conocimiento aún no descubierto a sus paisanos. Sin embargo, con sabia intención, abrió la mente de los pequeños haciéndoles ver la grandeza del mundo y los enormes contrastes entre los distintos pueblos.
Un día, los muchachos, excitados, irrumpieron en el taller de Zebedeo preguntando por Josué.
—Maestro, maestro, debes venir a la parada de caravanas. Ha llegado un destacamento de hombres que vienen más allá de Partia.
Era muy infrecuente que gente de territorios más alejados que el parto se aventurase a llegar al Mediterráneo. Solían intercambiar su mercancía en Mesopotamia donde los partos se encargaban del transporte hasta el gran mar.
Jesús pidió calma a los niños y trató de averiguar qué tipo de gentes habían visto.
—Debes ir. Hablan una lengua muy extraña que nadie comprende.
Poco después Jesús se acercó a la caravanera, como muchos vecinos de Cafarnaúm y Betsaida, intrigados por el revuelo que se había formado. La guarnición romana se había hecho cargo de controlar y organizar a los recién llegados. Un grupo de legionarios comandados por un optio, un oficial de rango menor, daban las órdenes oportunas para albergar a la gran cantidad de camellos y su carga.
Jesús comprendió al instante. Eran kushan, habitantes de los valles del Hindu Kush. Su apariencia helénica contrastaba con el colorido de sus ropajes y de sus tiendas. Pero su lengua era diferente de todas las que se oían en las caravanas. Jesús recordaba haber coincidido con estas gentes en su viaje al mar Caspio. Pero nunca había visto a un grupo tan numeroso aventurarse más allá de las rutas del norte. ¿Qué hacían allí?
Se acercó al que parecía uno de los guías. Habló con él en griego koiné[5]. Como suponía, todos hablaban un griego impecable y tenían costumbres muy parecidas a las macedonias, aunque seguían utilizando una lengua antigua, el bactriano, y practicaban un budismo muy particular.
Al parecer eran un grupo que provenía de Bactra, la mítica ciudad del reino kushan. Solían tomar la ruta norte, provenientes del mar Caspio, desde la desembocadura del río Kura, de donde descendían por Palmira en dirección a Egipto. Este enorme rodeo les libraba de tener que atravesar el territorio parto, cuyos habitantes les obligaban a entregar sus mercancías o a pagar excesivos aranceles.
Este grupo transportaba un cargamentos de esculturas y estatuillas para venderlas en los mercados de Alejandría, donde los comerciantes de arte oriental los enviaban camino de las lujosas ciudades romanas.
El guía, que respondía al nombre de Alejandro, se ofreció amablemente a mostrar a Jesús algunas de sus mejores piezas. Habían sido confeccionadas en Gandhara, ciudad lejana ubicada en la encrucijada de varios reinos. Se trataba de estatuillas de su maestro más venerado, a quien llamaban el Buda. Las esculturas, de varias dimensiones, mostraban a un hombre de pie, con ropa monástica, con los clásicos pliegues de la toga romana y de cabeza apolínea. Los ojos almendrados, la sonrisa serena y el peinado formando ondas hasta los hombros daban una sensación de héroe griego más que de antiguo maestro religioso. Tan sólo un detalle escapaba a esta descripción: unas alargadas orejas de pabellones exagerados. Jesús interrogó a Alejandro. Éste le explicó que simbolizaban la sabiduría y la experiencia. «Los años y la vejez hacen que las orejas cuelguen bajo el peso de los aros, y los sabios las tienen especialmente largas».
El guía, viendo el interés de Jesús, le ofreció venderle una a un precio asequible. Pero Jesús rehusó amablemente:
—No está bien visto entre los judíos tener representaciones humanas.
Alejandro sonrió, conocedor de las prohibiciones hebreas. Preguntó a Jesús por el camino a Cesarea del Mar. ¿Qué debían hacer? ¿Debían continuar por el camino del sur hasta Alejandría, o bien cargar su mercancía por barco? Jesús, que había experimentado personalmente los problemas a los que se enfrentaban las caravanas, le dio toda suerte de explicaciones a Alejandro. Le aconsejó que tomaran la ruta terrestre. Era mala época para echarse a la mar, y en el puerto los precios de los viajes en barca se habían disparado. El prefecto de Judea, que tenía su residencia en la industriosa ciudad de Cesarea, no había dejado de subir los aranceles portuarios, sabedor del poco tiempo que le quedaba en el cargo.
Alejandro se mostró encantado de la ayuda, y departió largo rato con Jesús sobre los viajes por los territorios del este. El guía pudo verificar que Jesús tenía un gran dominio de la geografía y que conocía muchos lugares. Le confesó a Alejandro que había sido conductor de caravanas no mucho tiempo atrás, y que había viajado varias veces hacia Palmira por las rutas comerciales.
Entre ambos nació una inmediata amistad. Alejandro le ofreció a Jesús que compartiera la cena con sus compañeros de viaje, pero Jesús tenía planes mejores. Le explicó al buen hombre sus actividades didácticas con los pequeños de la aldea, y le propuso algo diferente. Después de oír su ofrecimiento, la admiración de Alejandro por Jesús no hizo más que aumentar.
Esa noche la casa de Zebedeo fue un hervidero de gente. Un grupo de viajeros bactrianos de la caravana se presentaron en la casa invitados por Jesús, con Alejandro a la cabeza. Muchos vecinos de Cafarnaúm y de Betsaida no quisieron perderse esta ocasión de conocer a tan especiales huéspedes. Acudieron viejos, jóvenes y niños. Salomé y las hijas de Zebedeo ofrecieron un refrigerio ligero a base de frutos secos, queso y buen vino de un odre nuevo que el padre destapó para la ocasión.
Alejandro, siguiendo las indicaciones de Jesús, relató a todos los presentes las andanzas de la caravana, narrando sus peripecias desde Bactra hasta allí. No era la primera vez que hacían este viaje. Años antes lo habían repetido siguiendo una ruta diferente al llegar a Palestina. Jesús hacía de traductor al arameo. Todos se interesaron vivamente por las lejanas tierras de Bactriana, y no dejaron de hacer preguntas.
Pero las verdaderas intenciones de Jesús no quedaron ahí. Durante la velada el bueno de Alejandro instruyó a los presentes con explicaciones sobre sus costumbres y su religión, el budismo. Jesús conocía de sobra las enseñanzas budistas. Durante su viaje a Roma contratado por un hombre hindú, el Maestro había hecho muchas averiguaciones sobre esta lejana fe oriental que había alcanzado incluso cierta estima en la capital del imperio.
Alejandro explicó a estos vecinos de Cafarnaúm, a través de la traducción de Jesús, muchas cosas novedosas e insólitas. Muchos oían por primera vez que Buda significa «iluminado», y que en realidad fue un maestro religioso de épocas muy antiguas, llamado Gautama Siddharta, que era el hijo de un rey que abandonó el honor y la riqueza para entregarlo todo a los pobres y buscar el camino de la salvación. Para muchos fue una novedad descubrir que en lejanas tierras se creía también en un Ser Supremo, un Dios invisible por encima de todos los dioses, un único Dios Eterno, a quienes los bactrianos llamaban Buda Amitaba[^6], el Esplendor Infinito. Y quedaron anonadados cuando Alejandro les explicó que ellos también esperaban la venida de un soberano poderoso que devolvería al mundo su grandeza espiritual. A este ser le llamaban el Buda Maitreya[^7]. Y de muchas más cosas les habló, de modo que la conversación se prolongó varias horas en la noche.
Muchos amigos y conocidos de Jesús pudieron apreciar más plenamente esa noche que las religiones extranjeras no eran tan diferentes de la judía. Ambas hablaban de un cambio, de un arrepentimiento y una vuelta a empezar, que los budistas llamaban metanoia[6], y de la fe en Dios, en budista el shraddha[7]. Los jóvenes y los pequeños quedaron aún más impresionados. La apariencia, el modo de hablar pausado, y la expresión pacífica y pausada de estos hombres kushan alimentó su imaginación sobre aquellas remotas tierras de bienestar y concordia del lejano este, y durante varias semanas no dejó de ser el tema de las conversaciones de aquella zona de la costa del lago.
La bar mitzva es el momento en que el niño judío entraba en la mayoría de edad, a los doce años. Se solía señalar este acontecimiento con una ceremonia donde se le permitía al niño por primera hacer una lectura de la Torá en público. ↩︎
El Kushan fue un gran imperio de tiempos de Jesús y posteriores, que ocupaba toda la cuenca del Indo desde el mar Eritreo hasta el mar Aral. ↩︎
Siguiendo con la idea de El Libro de Urantia de que Jesús pasaba una tarde con chicos jóvenes para aleccionarles, se ha introducido aquí un posible motivo de estas lecciones usando la circunstancia de que existía una caravanera cercana. El autor Jean-Noël Robert, en su libro De Roma a China. Por la ruta de la seda en tiempos de la Roma antigua, analiza con detalle las relaciones entre los imperios orientales y Roma en la época de Jesús, vínculos que no sólo fueron comerciales, sino también culturales y religiosos. Conviene tener en cuenta que el emperador Augusto inició una política de tolerancia hacia todas las religiones, lo cual hizo que muchas confesiones atravesaran fronteras, como el budismo.
Aunque muchos autores han querido ver una profunda relación entre el budismo, el hinduismo, la religiosidad del oriente y las enseñanzas de Jesús o el cristianismo posterior, y aunque es muy posible que Jesús conociera el budismo y otras religiones, hay que decir, sin embargo, en contra de estos autores, que las enseñanzas de Jesús fueron únicas y originales suyas. Su mensaje no fue simplemente una recopilación de enseñanzas ya contenidas en la teología judía o en otras confesiones de su época. Los cristianos, sus seguidores, tomaron prestado mucho del resto de confesiones con las que entraron en contacto, pero el evangelio de Jesús es el mensaje espiritual más original y distintivo que jamás se haya predicado sobre la Tierra. Que esto es así se irá viendo a lo largo de esta novela.
Véase los artículos «Imperios en la época de Jesús» y «¿Griegos en el norte de la India?». ↩︎
La Via Maris era una antigua ruta comercial milenaria que comunicaba Mesopotamia con Egipto y atravesaba territorio judío cerca del mar de Tiberíades (Cafarnaúm) en dirección a Meguidó y la costa. ↩︎
El koiné era un dialecto o variedad del griego usado ampliamente en la época de Jesús por todo el mundo conocido. Era sobre todo una simplificación en la pronunciación. ↩︎
Buda Amitaba es un término que se podría traducir del sánscrito como «Esplendor Infinito Superconsciente», y que es una divinización del concepto del Buda, el Buda más supremo de todos debido a los infinitos méritos acumulados durante incontables vidas. ↩︎
Buda Maitreya es un nuevo Buda que aparecerá en un futuro en la Tierra como sucesor del Buda histórico actual, Siddhartha Gautama, cuando el mundo esté ya establecido en un grado de iluminación espiritual muy alto. ↩︎