© 2005 Jan Herca (licencia Creative Commons Attribution-ShareAlike 4.0)
En las siguientes dos semanas, Juan y Santiago Zebedeo continuaron con la rutina de acudir al campamento de Pella una vez por semana, donde estaba el Bautista predicando, y regresar con preguntas para Jesús.
Juan estaba extrañamente confundido con la actitud de Jesús, que no parecía ansioso por revelarse ante la gente como quien era en realidad. Se preguntaba Juan si los planes de Jesús no eran los de darse a conocer, y si él se estaba precipitando en sus declaraciones de «alguien» que iba a sustituirle.
Jesús continuó insistiendo a los hijos de Zebedeo que mantuvieran esos asuntos en secreto, especialmente con los de su familia. Cada vez que Jesús visitaba a su madre y a su hermana Ruth, se daba cuenta de la expresión expectante que había en los rostros de su madre y sus hermanos. Era la misma expectación que los hijos de Zebedeo estaban empezando a mostrar. Jesús se daba cuenta de que iba a ser muy difícil competir con la idea del «todopoderoso Mesías», la idea de un ser prodigioso que iba a provocar una revolución definitiva en la Tierra. Sus planes de dedicarse a una sencilla labor de predicación como maestro itinerante se le aparecían ahora arduamente enfrentadas con los anhelos mesiánicos contagiosos de sus paisanos los judíos.
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Lunes, 7 de enero de 26 (29 de tevet de 3786)
Entrado enero Juan y Santiago regresaron a Cafarnaúm. Por la tarde se acercaron hasta el astillero, y encontraron a Jesús afanándose junto a varios compañeros en revocar el interior de un bote. Jesús llevaba unos días intensos, trabajando hasta tarde, preocupado por terminar varios encargos.
Los hermanos esperaron a que Jesús terminase. De camino a casa le pusieron al corriente de las evoluciones de Juan.
—El número de creyentes que acude a escucharle no deja de aumentar. Es casi una ciudad de tiendas lo que hay en los alrededores de Pella. Juan cuenta ya con treinta discípulos permanentes, algunos de ellos amigos nuestros de Cafarnaúm.
Jesús se mostró entusiasmado con estas noticias. Pero él sabía que Juan y Santiago barruntaban algo.
—Pero tu primo quiere saber qué debe hacer. Duda de si continuar hacia el norte, o por el contrario permanecer en Pella. Su intención es venir a Cafarnaúm para anunciarte ante el pueblo. Pero no desea hacer nada si no das tu aprobación.
Jesús sonrió mientras torcía el gesto.
—Percibo mucha impaciencia en el ambiente.
Pero trató de animar a sus amigos apretándoles fuertemente contra sí. Les pidió que se alejaran un poco de la aldea, para pasear por la orilla. Juan y Santiago no se atrevieron a replicar a su maestro, a pesar de que hacía un frío helador.
—¿Sabéis? El mundo está anhelante de Dios. Buscan al Padre fervientemente, con un deseo inmenso de ser agradecidos con una revelación que les muestre el camino. Se encuentran dubitativos, confusos. Muchos problemas afligen su alma y se encorvan bajo el peso de las cargas de la vida. Apenas levantan la vista más allá del muro de su casa. Pero no se dan cuenta de que es literalmente cierto que el Padre está junto a ellos, como uno más de la casa, en todas sus aflicciones. Que comparte su destino y su lamento. Es un Padre constante, siempre alerta, cariñoso hasta el extremo, y con unos planes para sus hijos llenos de sabiduría y amor.
› No ha habido un solo día de la historia del hombre en que el Padre haya dado la espalda a sus hijos, o se haya distanciado. Hoy y ayer y siempre él ha estado junto a nosotros. En todas las ocasiones. Jamás ha tenido el Padre un deseo de reprender a sus hijos. Nunca se ha separado de nosotros. Por tanto, hijos míos, ¿por qué anheláis, como muchos de nuestros compatriotas, que él tenga una preferencia por esta generación y este tiempo? ¿Acaso no percibís que su amor por nosotros no ha variado nunca? ¿Qué sus esfuerzos porque reine la paz y el bien en los pueblos de la Tierra siempre han sido y serán los mismos?
› ¿Podéis discernir que su justicia está atemperada por la sabiduría infinita, y habita en un circuito universal sin principio ni fin, donde lo ve todo y lo comprende todo antes incluso de que suceda? Su plan de salvación es que todos los seres humanos, todos sin distinción, de cualquier creencia, raza o nación, se salven. Y no dejará que ninguno de ellos perezca en el fuego del juicio. A todos ofrecerá el padre nuevas oportunidades para el arrepentimiento sincero. Por que su amor es tan inconmensurable como un cedro, y extiende sus ramas en la cuatro direcciones del mundo, para que bajo él se cobijen todos los pueblos de la Tierra.
Juan y Santiago se quedaron estupefactos de estas declaraciones de Jesús. Muchas veces le habían escuchado reflexiones parecidas sobre la naturaleza amante de Dios. Pero nunca le habían oído unas afirmaciones tan solemnes, pronunciadas con tanta reverencia y pasión.
—¿Qué quieres decirnos, querido rabí, —preguntó Santiago—, que el Mesías es un engaño y nunca va a venir? ¿Qué Dios, bendito su nombre, nunca tendrá un trato de favor con su pueblo escogido? Pero, entonces, ¿no hay nada de cierto en las escrituras?
Jesús sonreía y bajaba la cabeza, pensativo. El lago estaba silencioso y frío. El vaho salía de la respiración de los tres amigos. Continuaron andando para entrar en calor. A pocos metros, el agua se mecía junto a algunas barcas construidas por Jesús.
—Lo que trato es de que comprendáis la naturaleza del Padre y su carácter amante. ¿Por qué queréis persistir en vuestra búsqueda de ese ser prodigioso al que llamáis Mesías, si no estáis dispuestos a comprender que el Padre os ama por encima de todas las cosas, que sois sus hijos queridos, y que os ama desde siempre y os amará por siempre con un amor inamovible?
Santiago no parecía comprender:
—Pero maestro, las escrituras dicen…
Jesús palmeó, interrumpiéndole:
—Ah, sí, las escrituras —y puso gesto de cansancio mientras les guiñaba el ojo—.Veo que os voy a tener que contar unas cuantas cosas sobre las escrituras… Vamos, volvamos a casa.
Juan y Santiago no continuaron la conversación esa tarde. No obstante, Jesús les dio un recado para su primo Juan. Debía permanecer en Pella en espera de acontecimientos. Jesús decidiría en breve sobre qué hacer. También le alentó a que difundiera una buena noticia a todos los creyentes sinceros afligidos y preocupados: «el Padre estaba a punto de ofrecer una nueva revelación de su amor incondicional por sus hijos».
Los hermanos Zebedeo volvieron a Pella ensimismados, sin dejar de pensar en las palabras de Jesús. El mensaje conmovió mucho a Juan Bautista, que vio fortalecido su ánimo de continuar con las predicaciones. Aunque su impaciencia por ver a Jesús tomar partido en la obra del reino se vio refrenada con la idea de que pronto su primo iba a decidir sobre estos asuntos.
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Durante el resto de la semana, desde que Juan y Santiago se marcharan de nuevo a Pella con su mensaje para Juan, Jesús se sintió especialmente excitado, aunque procuró no dar muestras de ello. Notaba algo diferente. Algo estaba ocurriendo al margen de su rutina cotidiana en el taller y en la biblioteca. Y Jesús sabía lo que era. Podía recordar claramente esa sensación. Una especie de hormigueo le recorría por dentro, como si presintiera que estaba a punto de suceder algo.
Por las noches, seguía con su habitual forma de descansar. Su mente no sentía ningún tipo de cansancio, así que cerraba los ojos en su estera, pero permanecía en vela, sin perder la noción del tiempo. Dedicaba esas horas a repasar mentalmente todos los asuntos de su encarnación, y meditaba largamente sobre los pueblos de la Tierra y el mejor modo de llevar a cabo su misión. Por la mañana, nadie notaba en él síntoma alguno de cansancio. Jesús descansaba física y mentalmente durante esas horas, y para él eran como haber dormido, pero con la salvedad de que no necesitaba entrar en la fase del sueño. Permanecía descansando, pero consciente. Y ésta continuó siendo su tónica habitual todos los días, procurando que no fuera percibida por ninguno de su entorno.
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Sábado, 12 de enero de 26 (5 de shevat de 3786)
El sábado acudió un buen número de gente a la sinagoga. El día antes, el rector, Jairo, envió al hazán para ofrecerle a Jesús dirigir las lecturas, y él accedió gustoso. Judá, el hermano pequeño, había venido a verle el día antes, y acudió a la casa de oración junto a toda la pequeña población de Cafarnaúm y de su barrio pesquero, Betsaida.
Jesús escogió un pasaje del profeta Isaías. Desenrolló el libro y lo colocó en el atril. Había una máxima expectación entre sus oyentes. Jesús no había dirigido más que una sola vez en todo ese tiempo los oficios del sábado, y circulaban entre sus paisanos los rumores de que él era alguien especial, quizá el Anunciador del Mesías. La lectura de Jesús no dejó indiferentes estas sensaciones:
—«Igual que antaño cubrió de oprobio a la tierra de Zabulón y de Neftalí, así en el fin llenará de gloria el camino del mar y la otra ribera del Jordán, la Galilea de los gentiles. El pueblo que andaba en tinieblas vio una luz grande. Sobre los que habitan en la tierra de las sombras de la muerte, resplandeció una luz brillante. Multiplicaste la alegría, henchiste el júbilo, y se gozaron ante Ti, como se gozan los que recogen la mies, como se alegran los que reparten la presa.»
› «Rompiste el yugo que pesaba sobre ellos, el dogal que oprimía su cuello, la vara del exactor como en el día de Madián, y han sido echados al fuego y devorados por las llamas las bocas jactanciosas del guerrero, y el manto manchado de sangre.»
› «Porque nos ha nacido un niño, nos ha sido dado un hijo que tiene sobre los hombros la soberanía, y que se llamará Maravilloso Consejero, Dios Fuerte, Padre Sempiterno, Príncipe de la Paz, para dilatar el imperio y para una paz ilimitada sobre el trono de David y de su reino, para afirmarlo y consolidarlo en el derecho y la justicia desde ahora para siempre jamás.»
Una vez hubo terminado de traducir la última frase del hebreo al arameo, Jesús besó el rollo, lo envolvió en su estuche, y se lo devolvió al hazán, quien volvió a dejarlo ceremoniosamente en el arcón de las escrituras. Todo el mundo estaba pendiente de Jesús, que miraba fijamente el atril, en concentración.
—Os he dicho muchas veces, y dejadme que lo repita una más, que nuestro Dios y vuestro Dios es como un padre amoroso que se cuida de todos nosotros. Si esto es así, tan sólo podéis ver que nuestro Padre del cielo no hace acepción de personas. Él extiende sobre la Tierra a todos los pueblos su verdad. Así lo vio el profeta cuando habló de los pueblos malditos, reconociendo que el amor divino regresaría a ellos. Pero yo os digo: «Nunca os ha abandonado». Ni aún siquiera antes de que tuvieras un mal pensamiento hacia él. El Padre no ha dejado de amaros y bendeciros en toda la existencia. Así que no os digáis unos a otros: «Él va venir pronto», o «Nos dará un Libertador en breve», porque no ha existido un solo día en que él no haya estado a vuestro lado, ni una hora en la que el Libertador no os haya fortalecido. Él y su Mesías existen desde la eternidad en el cielo, y su propósito no se puede comparar con los trabajos humanos. Su plan para vosotros encierra edades enteras de eternidad que ninguno podéis alcanzar. Así pues, ¿vais a buscar por las plazas y en los descampados al que ha de venir, si está dentro de nosotros, como un guía fiel, marcando el camino? ¿Vais a dejar a vuestros padres, hermanos e hijos en pos de un anuncio sublime, de una revelación sorprendente, cuando Su verdad no ha dejado de cobijaros en todo este tiempo y hasta el final de los tiempos? O acaso percibiréis su amor invariable, una roca firme y segura, que jamás ha variado un palmo y se mantiene en su sitio. Percibiréis la presencia de su Heraldo en esta noche de los tiempos, como una voz interior que os ayuda a conduciros hasta su presencia.
› Hijos míos, preguntaros en esta hora crucial: ¿qué esperáis encontrar? ¿Un Príncipe de la Paz montado sobre cabalgadura de oro y plata, o un mensaje de paz que enviar a todos los pueblos de la Tierra? ¿Quién es más importante, el mensaje o el mensajero?
Jairo, Adam, y el resto de ancianos de la congregación, se quedaron impresionados. Todos los que escucharon a Jesús, en todo o en parte, habían entendido el mensaje. Jesús, lejos de confirmar las inquietudes de la gente sobre si él era o no «el enviado», enfrentó las mentes de sus oyentes frente a esta interrogante: ¿acaso no estaba desvirtuando la idea central del amor de Dios esta obsesiva búsqueda de un Salvador?
Cuando salieron todos de la ha-keneset, alrededor de la sinagoga se formó un nutrido grupo de personas que quería hablar con Jesús. Ahora las dudas eran mayores que antes de pronunciar él sus reflexiones. ¿Qué había querido decir?
María y Ruth, junto a Esta, la mujer de Santiago, esperaban poder verlo, y permanecían cerca de la entrada de los hombres. La gente veía dentro a Santiago y Judá, los hermanos de Jesús, junto a otro hombre, y pensaban erróneamente que se trataba de Jesús. Sin embargo, el rabí había abandonado el edificio junto a Zebedeo y David, arropado por la gente cuando se formó la típica aglomeración de salida. Sus hermanos en realidad estaban hablando con un amigo, y cuando salieron los tres y todos vieron que no era Jesús, preguntaron por él.
Nadie sabía dónde estaba. No estaba dentro y tampoco fuera. Supusieron que había salido antes y se dispersaron. La familia decidió acudir a su casa, la de Zebedeo. Pero allí tampoco le encontraron. David les indicó que en cuanto habían llegado a casa había cogido una bolsa y se había marchado.
—¿Pero adónde? —preguntó María, la madre. En su voz se notaba la preocupación.
—Ya sabéis como es. Dijo que necesitaba estar a solas.
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El resto del día la gente de Cafarnaúm y Betsaida no dejó de hacer comentarios. Para muchos Jesús era tan sólo un buen hombre, pero no aprobaban su actitud de maestro. «Ese no es rabino», decían algunos de los presbiteroi, los ancianos principales del consejo, «tan sólo se quiere dar importancia». Pero una buena parte de estas poblaciones, especialmente los jóvenes, tenían en gran estima al «carpintero y constructor de barcas».
Como Jesús no aparecía, María, Ruth y Esta regresaron a su casa. Santiago y Judá se quedaron en casa de Zebedeo. Habían discutido largamente sobre todo lo relacionado con Jesús, y con Juan, su pariente, y no sabían muy bien qué hacer.
Cuando llegó Jesús para cenar estaba de muy buen humor. Sus hermanos abordaron en seguida sus problemas:
—Aunque no entendemos muy bien todas las cosas relativas a tu misión, querríamos que nos ayudaras a decidir qué hacer. ¿Debemos ir a bautizarnos donde Juan y unirnos a él, o debemos esperar a que tú comiences tu obra?
Jesús les dijo:
—Esperad tan sólo un día más. Mañana a mediodía os daré mi respuesta.
Ambos se miraron sin comprender muy bien por qué esa dilación, pero aceptando la propuesta, dejaron a la familia de Zebedeo y a su hermano, prometiendo quedar para la hora del almuerzo.
Durante la cena Jesús se mostró bastante tranquilo y relajado. Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, continuaban en Pella. Lián, Raquel, Salomé, David, y sus padres, evitaron hablar sobre los profundos acontecimientos del día, y departieron distendidamente sobre cosas de familia.
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Sin embargo, esa noche, muchas fuerzas invisibles planearon sobre la casa de Zebedeo. Jesús estaba especialmente inquieto. Su mente bullía en millones de pensamientos. Evitó hacer ruido y salió de la estancia. Esos días sólo dormía él en ella, así que nadie notó su ausencia. Se retiró al almacén y se sentó sobre la tapa de un depósito subterráneo, contra la pared, reflexionando.
Como solía hacer, entró en su estado de aislamiento y de profunda comunicación con el Padre. Su cara empezó a moverse a gran velocidad, y miles de pequeños gestos se apoderaron de su rostro. Algunas pocas palabras salían de su boca, entrecortadamente. En cualquier caso, no hablaba en arameo, por lo que si alguien hubiera podido oírle, no hubiera entendido nada.
Cinco horas después de estar en la misma postura, Jesús paró. Sonrió ligeramente, recuperando la compostura. Tan sólo dijo en voz baja y comprensible:
—Padre mío, estoy decidido a llevar hasta el final esta encarnación. Sea tu voluntad y no la mía. Haré todo lo posible por aumentar la comprensión de tu amor a las gentes de esta generación. Que se cumplan los destinos de los Migueles Mayores.[1]
Jesús se incorporó y regresó a su estera, permaneciendo hasta primeras horas de la mañana con los ojos abiertos, fijos en sus sandalias, absorto en sus pensamientos.
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Domingo, 13 de enero de 26 (6 de shevat de 3786)
Amaneció el domingo y el cielo se presentó claro y limpio, sin una nube, aunque con frío. Jesús, como hacía de costumbre, se enfundó el manto y se calzó sobre unas tiras de tela las sandalias. Esperó a que llegara David desde su casa, y después de desayunar juntos, se dirigieron al taller.
En el trabajo nadie notó nada anormal, tampoco su hermano Santiago. Sin embargo, un gran cambio había sucedido en Jesús esa noche. Había tomado la mayor decisión de su existencia. Su preparación se había completado. La larga espera había terminado.
Judá, el hermano pequeño, llegó pronto, antes de la hora del descanso. Entró pero les vió a todos enfrascados con el trabajo. Jesús estaba como todos los días, con su peto y con un cepillo, limpiando una superficie basta. Judá hizo un gesto a Santiago, indicándole que esperaba fuera.
A la hora del descanso, Jesús dejó a un lado las herramientas. Se dirigió al cuarto de los utensilios, se quitó el delantal y lo colgó en la pared. Se dirigió hacia sus compañeros, y les dijo:
—Ha llegado mi hora.
Todos se miraron sin saber muy bien qué decir.
Haciendo un gesto a Santiago, le indicó que saliera fuera. Santiago dejó sus cosas y salió con él. Jesús les dijo a Santiago y a Judá:
—Ha llegado mi hora. Salimos ahora mismo a donde Juan.
Los hermanos se quedaron atónitos. ¿Su hora? ¿Qué significaba aquello?
—Pero, padre hermano, ¿no pasamos por casa para recoger las cosas?
Jesús posó el brazo sobre ambos, iniciando la marcha:
—No hará falta. Llevo todo lo necesario —les dijo. Y a grandes zancadas, se lanzó orilla abajo, sobre la grava de la costa.
Jesús miró al horizonte. Un lago brumoso se confundía en el horizonte con el cielo. La gran aventura se abría ante él.
Jesús no tenía la necesidad de permanecer más en la Tierra. Su encarnación se había completado y en breve lograría la fusión con su espíritu. Cuando un ser humano logra tal estado espiritual, lo normal es que abandone inmediatamente el planeta y no tenga necesidad de atravesar por la experiencia de la muerte. Pero Jesús, como seguramente hacen todos los seres de su orden, no sólo estaba aquí para cumplir con un proceso experiencial, sino también para ofrecer un nuevo ejemplo a sus criaturas, para regalar una nueva revelación. Si leemos El Libro de Urantia apreciamos que la Tierra es un planeta especial que no ha seguido el curso histórico habitual, por el cual se envían desde el cielo consecutivamente varios seres reveladores para ampliar la verdad espiritual. Jesús podría haber decidido abandonar en ese momento la Tierra, y dejar la labor de la revelación en manos de futuros seres que siguieran el proceso normal de revelaciones. Pero sucedió algo novedoso. Decidió quedarse. Y no sólo eso, más adelante aseguró que algún día volvería, promesa que trascendió hasta nuestros días y todavía es esperada por los cristianos. Pero conviene resaltar que hizo todo esto como novedad, y como algo particularmente especial, pues sin duda él es un ser irrepetible para varios millones de planetas habitados. ↩︎