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Domingo, 13 de enero de 26 (6 de shevat de 3786)
Llevaban un rato en silencio, sumidos en sus pensamientos. Los tres hermanos caminaban con prisa, buscando en el horizonte las referencias de los montículos y las hondonadas. El mar de Galilea iba quedando a la derecha, perdiéndose en la distancia. En frente se alzaban las altivas crestas de Gadara, la ciudad de las fuentes termales. Más allá, en un fondo gris pálido, el vergel del río Jordán se extendía como un fino tapete sobre la interminable sucesión de cárcavas y torrentes desérticos.
Santiago y Judá llevaban largo rato absortos. No sabían muy bien cómo encajar esta nueva postura de su hermano mayor. Durante esas últimas semanas habían estado hablando de Jesús y de la obra de Juan, su pariente. No habían dejado de debatir sobre estas cuestiones, que siempre reavivaba su madre. Las sensaciones en toda la familia eran muy diversas. Llevaban mucho tiempo imaginando que algo grande iba a suceder con su hermano. Sin embargo, cuanto más veían a Jesús, más les costaba imaginar que satisfacería sus expectativas.
Pero, ¿qué significaba esta nueva urgencia? ¿Había llegado el momento decisivo? ¿Se iba a manifestar Jesús ante el pueblo? Su madre, María, había alimentado las fantasías con historias extraordinarias. «Vuestro hermano se convertirá en el Mesías esperado. El Altísimo le cubrirá de autoridad y le revestirá de poder. Y asistiremos a grandes prodigios». Con estas ideas en la cabeza, era difícil no dejar volar la ilusión y llenarse de pretensiones.
Santiago, aunque se había distanciado por un tiempo de su hermano, sobre todo desde que Jesús abandonó Nazaret, tenía ahora una visión bien distinta de él. Mucho había cambiado su opinión desde que trabajaban juntos en el taller de Zebedeo. Sin embargo, aunque percibía claramente que Jesús despreciaba la idea de convertirse en el Mesías, nunca había dejado de desear que ocurriera.
Judá, por su parte, que tantos conflictos familiares había causado, había terminado por convertirse en el refugio y confidente de Jesús. Sólo a él había contado ciertas primicias acerca del momento del inicio de su misión. Era el hermano más confiable y no tenía unas ideas tan prefijadas como el resto de hermanos. Judá había ido ganando en admiración sincera por Jesús, y era quien más se fijaba en él en busca de ejemplo.
No era de extrañar, pues, que esa tarde tan decisiva del inicio de su misión, Jesús viajara con sólo dos de sus hermanos y ninguno de sus amigos. El Rabí distaba mucho de parecerse a ese líder esperado, ese ansiado caudillo que devolvería su poderío a Israel.
—¿Nos quedaremos mucho con Juan?
Santiago trató de iniciar de algún modo la conversación y sonsacar a su hermano sus intenciones. Jesús sonrió, divertido con la expectación que estaba causando.
—Sabéis, llevo deseando mucho tiempo este momento. Más del que realmente podéis imaginar. Mi misión por fin ha dado comienzo. Pero sin embargo, mucho percibo en vosotros que se aleja de mi propósito. Hay preocupaciones que os nublan para poder distinguir en este tiempo las señales de lo que va a llegar.
—A nosotros puedes decirnos tu secreto y explicarnos las señales. Estamos preparados para escucharlas.
Santiago lo había soltado con firmeza, convencido de su serio pronunciamiento. Pero Jesús, sonriendo aún más, le dijo:
—Aún no sabes de qué hablas, pero te aseguro que algún día lo entenderás.
Judá no sabía qué decir. Santiago se quedó pensativo. Poco después, cerca del cruce del nahal Yarmuk, Jesús les pidió que parasen a almorzar. Sacaron la comida, y sentados en la ribera bajo la protección de unos chopos deshojados, dieron cuenta del tentempié: pan , queso, garum y unos buenos sorbos de un odre de vino rebajado.
El sol se había ocultado detrás de unos gruesos nubarrones. Pero aún se dejaban entrever grandes porciones de un frío cielo azul. Los tres se apretaron bajo los mantos. Judá puso al corriente a Jesús de las andanzas de su tío Simón, de Magdala, y del resto de la familia de su padre. Sus tíos de Sarid, Joatán y Jerusa, seguían en la granja. Muchos de los primos estaban casados y vivían en Sarid y en las proximidades. Cleofás, Mariah, y el resto de sus tíos continuaban viviendo en Nazaret. Judá estaba informado de sus evoluciones a través de José, que visitaba de vez en cuando Magdala.
—Podríamos ir a Nazaret después de ir a ver a Juan.
Judá aún tenía la esperanza de ver a la familia unida de nuevo. Lamentaba las rencillas estúpidas que habían ido creciendo en los últimos años hacia Jesús, y que habían acabado por distanciar a los hermanos y a la familia por parte de su madre.
Jesús agradeció con una cálida mirada las buenas intenciones del hermano pequeño. Se quedó pensando unos segundos. Parecía haber recordado algo. Luego volvió de nuevo en sí.
—Sí, Judas. Iremos a Nazaret. Aunque no espero muy buena comprensión de nuestros vecinos. Ya sabes que ningún maestro consigue enseñar con facilidad a los de su propio pueblo. Pero aún así, os aseguro que iremos.
Reanudaron camino, y atravesando el río Yarmuk, se adentraron en el valle del Jordán. La vía se volvió más concurrida. Los baldosines tenían frecuentes huellas del paso de las mercancías y del intenso tráfico. Era la carretera más habitual para descender al sur y evitar el paso por Samaria. A primeras horas de la tarde llegaron a la altura del vado del Jordán en frente de Escitópolis. La antigua ciudad de Bet Sheán se podía ver al otro lado del valle. Junto al camino había varias posadas disputándose la encrucijada.
—Haremos noche aquí.
Santiago y Judá se miraron extrañados.
—Podríamos llegar en unas horas a Pella.
Jesús tenía otros planes.
—No quiero aún pasar la noche en el campamento de Juan. No todos están preparados para recibir ciertos anuncios.
La posada estaba a rebosar. Había muchos curiosos que volvían de Pella, de visitar al «nuevo profeta». Otros eran comerciantes o simples viajeros de paso. El posadero les ofreció una celda donde podrían pasar la noche los tres juntos. Jesús sacó su bolsa de dinero y pagó lo estipulado. Entonces cayeron en la cuenta los hermanos que Jesús ya tenía previsto salir de viaje ese día.
En la taberna tomaron algo de comer mientras se unían a las conversaciones sobre el bautista del Jordán. La mayor parte de los comentarios buscaban ridiculizar la credulidad de la gente que acudía a bautizarse. Jesús escuchaba divertido los chistes y las bromas. Pero Santiago sentía crecer su indignación. Estaba dispuesto a declarar que ellos también se dirigían a bautizarse, pero su hermano mayor trató de evitar problemas:
—Como ves no todos en la casa de Israel esperan la llegada del Mesías —le dijo Jesús a Santiago por lo bajo.
Esa noche Jesús percibió muy intensamente ciertas influencias espirituales. Algo estaba pasando. Como todas las noches, permaneció consciente, descansando en su estera. Pero bajo el silencio sepulcral del invierno, infinitas voces acudían a su mente. Jesús permaneció gran parte de la madrugada en contacto con su Padre, entrando en uno de sus típicos trances de comunicación. Para evitar ser visto por sus hermanos se tapó con la ropa hasta la cabeza. Él sabía que grandes cosas estaban a punto de suceder.
☙ ❧
Lunes, 14 de enero de 26 (7 de shevat de 3786)
A la mañana siguiente, unas nubes habían cubierto el cielo, presagiando la lluvia. Desde una hora muy temprana la posada había quedado vacía. Cuando salieron, una fina neblina se esparcía por el oeste, llegando a las laderas de la Perea como deshilachados fragmentos de vaho sepulcral.
Se internaron en el camino e hicieron en hora y media el trayecto hasta las estribaciones de Pella. Se dieron cuenta de que estaban cerca de esta ciudad porque el camino pronto empezó a convertirse en un hervidero de transeúntes que iban y venían en dirección al río. En las laderas orientales se podían apreciar las colinas que circundaban Pella. La ciudad, escondida dentro de los wadis y las torrenteras, se dejaba adivinar detrás de la espesura.
Se internaron camino del río. Era media mañana, y mucha gente se agolpaba en los alrededores de lo que parecía un enorme campamento de tiendas. El espectáculo era impresionante. En una gran explanada cerca de la carretera, un abigarrado grupo de lonas y tenderetes se disputaban el terreno, formando una pequeña ciudad en miniatura. Cientos de peregrinos discutían entre sí, formaban corrillos de curiosos en torno a oradores y deambulaban de un lado para otro, rezando aferrados a sus filacterias. Había algunas tiendas donde se servía comida y donde unos serviciales discípulos acogían a los que llegaban para informarles de las actividades.
Nadie advirtió de la presencia de Jesús y sus hermanos. Vieron algunas caras conocidas, pero la mayor parte de los amigos estaban junto al río, ayudando a Juan a bautizar. Los hijos de Zebedeo debían estar allí.
A no mucha distancia del campamento, el vergel del Jordán formaba unos meandros de gran tamaño que remansaban el agua. Después de recibir instrucciones de un par de judeos, siguieron la procesión de entusiastas hasta el río. Un grupo denso de fresnos de ribera formaban el punto de entrada. Los discípulos de Juan se encargaban de organizar por grupos a los peregrinos. Había cientos de ellos, de modo que reunían a la gente en grupos más pequeños y luego los iban dejando acercarse hasta el agua. Cuantos salían con la ropa mojada y el cabello goteando parecían absortos, en profundo estado de recogimiento. Al fondo se oía la poderosa voz de un hombre soltando arengas: «No desfallezcáis», «Preparaos para el gran momento», «Estad firmes», «Buscad el camino»… Y el sonido de chorros de agua y de chapoteos.
Cuando llegaron a los grupos que estaban esperando, Santiago y Judá se adelantaron, haciendo un gesto a Jesús para acercarse. Pero se quedaron extrañados al ver que su hermano parecía tener la intención de permanecer en la cola, esperando a bautizarse.
Santiago se acercó y le susurró:
—Padre, nosotros no tenemos que esperar como los demás.
Jesús no le miraba. Parecía concentrado en sus pensamientos. Pero le dijo:
—Conviene que esperemos nuestro turno.
Los dos hermanos se miraron, encogiéndose de hombros. Las ceremonias, sin embargo, eran bastante rápidas. Cada candidato permanecía tan sólo unos pocos segundos, y en seguida se retiraba. Cuando llegaron a la arboleda y se abrió la vegetación, los tres pudieron contemplar por fin al causante de las voces.
Juan sobresalía por encima de los demás por su gran talla. Era un hombre larguilucho, muy alto, de cara delgada, con una espesa barba desordenada cayéndole hasta la cintura. Vestía un chaleco de pieles y un faldellín corto de cuero de cabra. Estaba en medio del agua, en una zona donde se podía pisar sin peligro, sumergiéndose hasta la cintura. Junto a él estaban varios de sus seguidores más apreciados, uno de ellos un tal Andrés, viejo conocido de Cafarnaúm por ser socio de los hermanos Zebedeo en el negocio de la pesca. Pero de Juan y Santiago no había ni rastro. Probablemente estaban con el otro grupo, un poco más alejados, que bautizaba bajo la dirección de un tal Abner.
Juan parecía abrumado por la gran cantidad de peregrinos, y bautizaba de forma mecánica y rápida a cada candidato, procurando entretenerse lo mínimo posible. Cuando el creyente se situaba junto a él, ayudado por sus discípulos, cogía agua con ambas manos, echándola sobre la cabeza y pronunciando una arenga. A cada uno, según lo que apreciara de él, le decía algo diferente. Si la persona parecía rica, con ropajes lujosos, le decía: «Comparte tus bienes, dentro de poco no los necesitarás», o a uno enfermo le decía: «Arrepiéntete y tu castigo será condonado», y cosas por el estilo.
Cuando los tres hermanos tocaron el agua sintieron un pequeño escalofrío. Estaba muy fría. Desde luego, Juan y sus discípulos debían tener insensibilizadas las piernas de estar tantas horas en esa agua gélida.
Entonces, el Bautista se dio cuenta. Distraído como estaba con las ceremonias no se percató hasta que Jesús y sus hermanos estaban a unos pocos metros, detrás de una decena de fieles. Dejó caer el agua que tenía entre las manos y se ladeó para cerciorarse. No parecía creer lo que veía.
Y dejando a todos atónitos salió disparado hacia el extremo de la fila. Sus discípulos se quedaron pasmados. ¿Qué ocurría?
Juan se plantó ante Jesús con el rostro desconcertado:
—Pero, ¿cómo es que tú estás esperando aquí en el agua para saludarme?
Todas las miradas se posaron en el Rabí. Los discípulos se acercaron presos de la curiosidad. Juan llevaba mucho tiempo lanzando insinuaciones sobre «alguien» que vendría a sustituirle, un predicador por encima de él. Y aunque no había dado pistas muy precisas sobre la identidad de este personaje, se había convertido en creencia general la idea de que se refería al Mesías, el Libertador prometido. Todos vivían en un ambiente en el que esperaban la inminente declaración de Juan desvelando el secreto.
Jesús le dijo:
—Para que me bautices.
Juan se quedó estupefacto:
—Pero, soy yo el que necesita ser bautizado por ti ¿Cómo es que tú vienes a mí?
Jesús parecía profundamente concentrado, pero fijó su mirada inmensa en los ojos del atormentado profeta, y tomándolo por el brazo se alejó con él unos metros en el agua:
—Ten paciencia. Conviene que demos ejemplo a mis hermanos que han venido conmigo, y que la gente conozca que ha llegado mi hora.
Jesús lo había dicho en un susurro y Juan se quedó impresionado. ¿Significaba eso que por fin su primo se iba a manifestar con todo su poder ante el pueblo? Los que esperaban turno estaban expectantes, y la gente había empezado a bajar a la orilla al advertir la extraña escena.
El Bautista, saliendo de su asombro, se dispuso de inmediato, tomando con las manos un chorro de agua. Jesús se inclinó hacia delante hincando su rodilla en el fondo del cauce. Juan vació sus manos sobre el cabello de Jesús. No sabía qué frase pronunciar. No se atrevía a decir la consabida letanía: «Arrepiéntete y purifícate», que pronunciaba para muchos de los creyentes. ¿Cómo hacer semejante mención ante quien consideraba «el anhelo de todas las edades», «el profeta más esperado»?
El agua quedó goteando por las ropas de Jesús y se hizo un espeso silencio. Todo el mundo comenzó a acercarse al agua para observar al misterioso visitante. Finalmente Jesús se incorporó y girándose, hizo una indicación a sus hermanos para que se acercaran. Santiago y Judá, rojos de vergüenza, hicieron como Jesús y se inclinaron ante Juan.
El Bautista, saliendo de su perplejidad, procedió a bautizar a Santiago y a Judas. No acertaba a decir palabra. Así que se limitó a vaciar sus manos sobre sus cabezas.
Cuando hubo terminado, pudo apreciar que se estaba empezando a formar una creciente aglomeración en la orilla y en el agua. Decenas de curiosos habían hecho correr la voz sobre un bautizo extraño, y el efecto había sido inmediato. Juan se dirigió a Andrés pidiéndole que despidiera a la gente. El discípulo, solícito, ayudado por otros dos compañeros, fue rogando a la gente que se marchara.
—Volved mañana. Reanudaremos los bautismos al mediodía —gritó Juan a la gente que se agolpaba entre los árboles, entusiasmados con la nueva atracción.
Poco a poco, a regañadientes, el público se fue dispersando, regresando en dirección al campamento. El grupo que bautizaba un poco más allá, en la otra curva del meandro, percatándose de las órdenes de Juan, finalizó las ceremonias.
☙ ❧
Entonces, sin que nadie lo esperara, sucedió. Fue algo raudo e inaudito. De pronto, Santiago, Judá y Juan oyeron claramente audible una voz atronadora y potente, que dijo en un arameo pulcrísimo: «Este es mi hijo amado en quien me complazco».
Los tres se quedaron helados, y un latigazo les recorrió la espalda. Se movieron hacia todos lados instintivamente, buscando con la mirada la procedencia de la extraña voz. Interrogaron con la mirada a los discípulos que estaban despidiendo a la gente y a los grupos de curiosos que remoloneaban al irse. Pero todo el mundo parecía ajeno a aquel sonido.
No dejaban de mirar a todo el mundo, y entonces comprendieron. ¡Nadie había oído nada excepto ellos! Así que dirigieron su atención a Jesús. Tan sólo le vieron allí de pie, en silencio, con la cabeza baja, mirando el agua fijamente y con el pensamiento extraviado.
Lo que no vieron ni ellos ni ninguno de los que estaban en las proximidades fue el impresionante espectáculo del que fue testigo Jesús.
El Maestro incorporó la cabeza y abrió los ojos, mirando a ese cielo encapotado. Concentrando su pensamiento introdujo su visión en la realidad de la materia espiritual. Y como en un fogonazo, el cielo perdió todas sus nubes y se volvió de un azul pálido lleno de brillantez. El Jordán desapareció bajo los pies de Jesús y el cauce y la ribera se difuminaron, llenándose los alrededores de un conjunto de suaves colinas y laderas llenas de unos matorrales bajos de hojas verdeazuladas.
De pronto, desde lo alto, invisible para todos excepto para Jesús, cayó en picado una luz enorme y fortísima. Pero Jesús, lejos de dañarse con la gigantesca bola luminosa, sonrió feliz.
Santiago, Judá y Juan le miraban sin comprender y sin ver absolutamente nada. Pero Jesús pudo contemplar, para regocijo de su vista, cómo aquella forma radiante inimaginable se fue posando en el suelo, replegándose hasta adoptar una apariencia humana. Era como un gran ser hecho de metal fundido al rojo. Pero no irradiaba calor. Aquel ser tenía unas facciones ocultas bajo su intensa radiación. Y sonrió a Jesús transmitiendo un profundo amor.[1]
El Maestro, devolviendo la mirada a aquel ser imponente de más de tres metros de altura[2], dijo:
—Padre mío que reinas en el cielo, santificado sea Tu Nombre. ¡Venga tu reino! ¡Que se haga tu voluntad en la Tierra al igual que en el cielo!
Sus hermanos y su primo se quedaron impactados. Miraban en la dirección de Jesús pero no veían nada. No les quedaba duda de que estaba teniendo una visión, y con un temor reverencial, se quedaron mudos y estatuados.
Y entonces sucedió para los ojos de Jesús la mayor dicha de su existencia. De pronto, aquel Ser enorme se apartó ligeramente, y extendiendo unos brazos muy largos y fuertes, fijó la atención del Maestro en un punto del cielo. Y en medio de ese azul pulcrísimo, como si se desgarrara el velo del orbe terrestre, una enorme pantalla con imágenes se proyectó sobre la cúpula de la Tierra. Y de pronto perdió estabilidad la posición del mundo en el espacio y se hizo una noche brillante de estrellas desde un horizonte al otro. La Tierra empezó a moverse ligeramente, como meciéndose en un viento suave. Y despegó, se lanzó a una velocidad inconmensurable por el espacio, y las estrellas se fueron separando unas de otras, abriéndose paso en el cielo y despejando el camino.
Obviamente nada de aquello estaba sucediendo en realidad. Los hermanos de Jesús y Juan, ni ninguno de sus discípulos ni de las personas que permanecían en la orilla pudieron asistir a este prodigio, porque toda esta visión era invisible para sus ojos. Se trataba de un fenómeno que se estaba produciendo en otra realidad material, la del mundo del espíritu. Pero fue completamente real para el Maestro, que no dejó de sonreír feliz y radiante durante los minutos eternos que duró aquello.
En este viaje sideral, proyectado como una pantalla descomunal en el cielo, la Tierra se fue desplazando hasta acercarse a un lugar extraordinario. Con la apariencia de un planeta rodeado de cientos de lunas en procesión ordenada, formando diez grupos de lunas con otros satélites menores a su alrededor. Todo estaba habitado y palpitaba de vida a juzgar por la luz suave que envolvía este planeta y todas sus lunas, y brillantes aglomeraciones y caminos se podían divisar desde la atmósfera exterior.[3]
Jesús parecía conocer este lugar, como si fuera una imagen familiar para él. Y la Tierra empezó a precipitarse hacia la esfera mayor. Las luces de las ciudades de este mundo se fueron ampliando a pasos agigantados, centrándose en una enorme urbe de la que salían largos brazos luminosos en forma de avenidas. En el centro de esta gran ciudad, un conjunto de edificios brillantes rodeados de exuberante vegetación formaban un inmenso círculo de tres áreas concéntricas.[4] En su perímetro se disponían unas formaciones luminosas descomunales, siete en total, que parecían irradiar ondas al espacio.[5]
Cuando la imagen proyectada llegó en su vertiginosa caída al centro de todas estas cosas, un sencillo edificio circular fabricado en un material parecido al diamante y a las piedras preciosas apareció en medio de un agradable jardín. Este edificio tenía adjunto un anfiteatro circular con capacidad para cientos de miles de asientos, y en medio una estructura de un material semisólido y brillante, con un asiento circular.
En el asiento Jesús se vió a sí mismo, sentado, mirándose. Pero su apariencia era muy distinta. Su rostro era más anciano, y su cabello era plateado con reflejos castaños. No tenía barba, pero en sus ojos y en sus rasgos se adivinaban las facciones del mismo Jesús. Vestía una sencilla toga blanca que le caía hasta los pies descalzos, y colgando en su pecho llevaba un colgante con un emblema de tres círculos azules sobre un purísimo fondo blanco.[6]
Era Salvin. Era él antes de venir a la Tierra. Y aquel era el trono de Nebadon, el símbolo del gobierno de todo un inmenso universo. El trono que nunca había sido usado.
Y aquello sólo podía significar una cosa para Jesús. Su Padre del cielo le enviaba un mensaje claro y rotundo de aprobación y de consentimiento, reconociendo su autoridad propia para gobernar en Nebadon, el sector de la galaxia bajo la tutela de Salvin.
☙ ❧
La proyección se cortó en seco y la imagen, con un fogonazo, cambió súbitamente a un azul intenso y claro. Jesús bajó la cabeza, y recomponiendo la compostura, salió de su estado de éxtasis. Cerró los ojos, y al abrirlos, la visión del mundo espiritual había desaparecido. Jesús volvió a notar el agua helada bajo sus pies. Los árboles volvieron a mecerse en la orilla, el cielo se encapotó de nubes oscuras, y el griterío de las multitudes inundó de nuevo sus oídos.
A pocos metros, Santiago, Judas y Juan permanecían mudos y absortos con las evoluciones de su hermano. Finalmente, Jesús se volvió hacia ellos, les sonrió, y comenzó a caminar en dirección a la orilla.
Se quedaron pasmados sin saber muy bien qué hacer. En cuanto se rehicieron de su sorpresa se precipitaron detrás de Jesús. La gente observaba intrigada a este hombre que salía del agua y se preguntaban quién podría ser. Pero no había nadie allí de Cafarnaúm que le reconociera. Jesús salió del agua y tomó el camino en dirección a la carretera del Jordán.
Juan pidió a los hermanos de Jesús que se quedaran allí y se adelantó, a la carrera, en pos de Jesús.
—Maestro, ¿qué ha ocurrido en el agua?
Pero Jesús no dijo nada y continuó andando en dirección al campamento de tiendas. Todo el mundo se quedaba mirando a Juan y al hombre que le acompañaba, suscitando la curiosidad de los que se encontraban a su paso. La gente les señalaba y decía: «Mira, ése es Juan».
—Maestro —insistió Juan, siguiendo como podía el paso de Jesús—, tengo que contarte algo de lo que nunca hemos hablado. Mi madre me hizo saber de una aparición del que llamamos Gabriel, uno de los ángeles del Señor. Mi madre y la tuya recibieron su visita y les profetizó que nos tendrían como hijos.
Pero Jesús seguía inmutable. Parecía profundamente imbuido de un pensamiento interior. Juan le miraba esperando una respuesta. Pero ésta no se produjo. Estaban llegando al campamento de tiendas y Juan terminó por decir:
—El ángel las reveló que yo sería tu mensajero, y que tú serías el Libertador de Israel. —Y con voz temblorosa y emocionada añadió: —Ahora tengo la seguridad de que eres el Libertador.
Varios hombres y discípulos, al ver llegar a Juan, le rodearon, llamando su atención sobre multitud de asuntos del campamento. Mientras trataba de calmarles y explicarles quién era su acompañante, Jesús ya había puesto distancia de por medio y se perdía entre las tiendas, alejándose de la zona, en dirección hacia Pella.
Sobre la aparición que tiene Jesús, El Libro de Urantia ofrece dos descripciones. Una es:
Debemos recordar que Jesús tenía la capacidad de ver con su visión espiritual, que le permitía contemplar a los ángeles y otros seres que escapan a la visión humana. En esta ocasión visualiza a su Monitor, su espíritu, a quien en El Libro de Urantia se denomina el Ajustador divino. Me lo he imaginado como un ser grandioso, de tres metros de alto y con apariencia humana, pero cuya piel estaba hecha de un material radiante que parecía estar al rojo vivo. ↩︎
El planeta rodeado de grupos de lunas que Jesús ve en la visión es Salvington, la sede y centro de su gobierno, donde él tiene su residencia espiritual y su morada (LU 33:1). ↩︎
El «conjunto de edificios brillantes rodeados de exuberante vegetación que formaban un inmenso círculo de tres áreas concéntricas» es el edificio que LU 33:1, llama «la triple mansión de luz», la morada de Jesús. ↩︎
Las siete formaciones luminosas descomunales que parecen irradiar ondas al espacio son los siete espíritus ayudantes de la mente (LU 34:4), que el apóstol Juan vio también en una visión y está pobremente recogido en el libro del Apocalipsis: «Relámpagos y truenos retumbantes salían del trono: siete lámparas de fuego, que son los siete espíritus de Dios, ardían en presencia del trono» (Ap 4:5). No aparece aquí, tal y como explica El Libro de Urantia, el grupo de veinticuatro ancianos, que corresponde a otro lugar celestial. ↩︎
La visión de Jesús tal y como es en el cielo está sacada del Apocalipsis:
Y me volví para ver la voz que hablaba conmigo; y vuelto, vi siete candeleros de oro, y en medio de los siete candeleros, a uno semejante al Hijo del Hombre, vestido de una ropa que llegaba hasta los pies, y ceñido por el pecho con un cinto de oro. Su cabeza y sus cabellos eran blancos como blanca lana, como nieve; sus ojos como llama de fuego; y sus pies semejantes al bronce bruñido, refulgente como en un horno; y su voz como estruendo de muchas aguas. [Ap 1:12-15]
Aquí Juan vuelve a describir los siete espíritus ayudante de la mente, esta vez como siete candeleros de oro, y describe a Jesús con una ropa hasta los pies y con el pelo canoso. ↩︎