© 2005 Jan Herca (licencia Creative Commons Attribution-ShareAlike 4.0)
En el campamento, Juan se había quedado un tanto extrañado del comportamiento de Jesús. No sabía muy bien qué hacer o decir. Imaginaba que Jesús había experimentado algún tipo inusual de éxtasis. La expresión de su rostro durante los minutos siguientes a la aparición de aquella voz en el río sugerían que había tenido alguna visión y había entrado en un profundo estado espiritual.
Su constante decisión y firmeza se había venido abajo. Cuando atendió al grupo de discípulos que lo habían interrumpido según iba caminando con Jesús, no supo cómo ocultar su desconcierto. Sus discípulos estaban alborotados porque un hombre había llegado ese día rebatiendo con grandes conocimientos las ideas mesiánicas de los seguidores de Juan.
El Bautista regresó al río, donde encontró a todo el mundo revolucionado. Se había formado un gran corro de curiosos junto a la orilla, y la gente de las hileras que aguardaba a bautizarse se agolpaba ahora en torno a sus discípulos. El grupo de Abner, que bautizaba en un recodo aguas abajo, se había unido al revuelo. En el centro de todo el gentío, dando explicaciones sorprendentes, estaban Santiago y Judá, junto a unos discípulos importantes de Juan, y antiguos amigos de Cafarnaúm: Andrés, José, y Jotán, todos ellos pescadores.[1]
Al principio, sintió un fortísimo deseo de proclamar abiertamente lo que había ocurrido en el agua. Pero cuando encontró a la multitud tan impresionada y escuchó las discusiones de sus acólitos, no se sintió muy seguro de lo que hacer.
Juan imaginaba que proclamar a su primo como el Mesías resultaría lo más extravagante que se podía decir sobre el Libertador. Muchos de sus discípulos no lo aceptarían. Y hasta a él mismo le costaba imaginar cómo iba a ser esto posible. Por otra parte, ¿por qué se había marchado Jesús sin decir palabra…?
En cuanto le vieron llegar, los hermanos de Jesús dejaron a la gente plantada y se abalanzaron sobre el profeta:
—¿Qué ha ocurrido? ¿Adónde iba nuestro hermano con tanta prisa? —preguntó Santiago emocionado.
El Bautista pidió calma a la gente, que se arremolinó a su alrededor pidiéndole que hablara.
—Algo que aún no ha alcanzo a comprender ha ocurrido con vuestro hermano mayor. Algo extraordinario ha sucedido en el río.
—¿Por qué? ¿Qué ha sido? ¿Has hablado con él? ¿Qué te ha dicho?
—Nada. No ha dicho nada en absoluto. Pero creo que él no desea revelar todavía su identidad, no mientras no haya llegado su hora.
—¿Y dónde está?
—Se marchó en dirección a la carretera. No lo sé.
Santiago no podía entender estos cambios tan rotundos en el comportamiento de su hermano:
—Pero, ¿no te dijo nada sobre nosotros? ¿Sobre si debemos quedarnos a esperarle o regresar a casa?
—No abrió la boca, Jacobo. Algo sobrehumano estaba ocurriendo en él. Lo pude notar.
Andrés preguntó por la voz que Santiago y Judá habían oído en el río. Y entonces Juan se alzó sobre uno de los troncos que se abatían junto al agua, e hizo el mayor pronunciamiento de su vida:
—Yo soy la voz que clama en el desierto la buena nueva de la llegada del reino de los cielos. Pero la voz que hemos oído junto al agua no proviene de la boca del hombre, sino que ha bajado del cielo para anunciar el establecimiento del reino. Pues oíd todos lo que os profetizo: ya no debéis esperar más la llegada del reino, porque éste ya ha llegado con fuerza y está medio vuestro. Ahora, id todos y rezad, orad a Dios por su clemencia para esta generación perversa. Porque el tiempo que cerrará la era esta cerca, aquí mismo, sin dilación.
La gente se quedó pasmada y electrizada. Eso sólo podía significar una cosa: ¿acaso el pariente de Juan, ése extraño hombre galileo al que había bautizado esa mañana, era el Libertador?
La multitud se abalanzó sobre Juan con cientos de interrogantes sobre la identidad de Jesús. Pero Juan, pidiendo calma y mostrándose inflexible, descendió del chopo y ordenó a todos sus discípulos que se agruparan para una reunión urgente, despidiendo a la gente.
Juan hizo jurar y perjurar a su grupo de cerca de treinta discípulos que no divulgarían a nadie, ni siquiera a sus familiares, lo que les iba a contar. Y todos los discípulos lo prometieron solemnemente.
Se reunieron en secreto en un huerto al norte del emplazamiento del campamento, donde solían tener sus revisiones diarias, y pasaron las horas siguientes discutiendo largo y tendido sobre el tremendo suceso.
Juan y los hermanos de Jesús empezaban a pensar que la voz que se había oído junto al agua era la voz del ángel del Señor anunciando que Jesús era el Esperado, de igual modo que Isabel y María, sus madres, habían recibido tiempo atrás un mensaje del arcángel Gabriel. Por primera vez, Juan relató a sus seguidores el esperanzador relato de la visiones de su madre y de la prima de su madre, María. Santiago y Judá habían oído muchas veces ese relato, dudando en ocasiones de su veracidad, pero nadie, ni siquiera los amigos más cercanos de Cafarnaúm, habían oído nunca estas historias. Sólo en el distante Nazaret habían quedado algunas personas que llegaron a conocer estos asuntos.
Cuando llevaban un rato con estas deliberaciones, irrumpieron en el huerto Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo. Los dos jóvenes habían ido esa mañana a una aldea cercana a visitar un herbolario para comprar medicinas, pues muchos de los que venían al Jordán sufrían de múltiples dolencias. Cuando llegaron, se enteraron por algunos curiosos de que Juan había cancelado los bautismos del día después de bautizar a un hombre extraño que había causado mucho revuelo. Por las descripciones que les dieron del hombre, no les cupo la menor duda de que se trataba de Jesús.
Esperaban encontrar allí mismo a Jesús, pero sólo recibieron el desconcertante relato de los sucesos del bautismo.
En cuanto lo oyeron, Santiago entró en uno de sus típicos arrebatos:
—Iremos a buscarle. Seguramente necesitará nuestra ayuda.
Juan Zebedeo recordaba el día en que acompañó a Jesús a las colinas al sur de Betania, y no se sentía muy cómodo con la idea. Sabía que Jesús no gustaba de tener compañía en estos períodos de retiro. Pero el deseo de verle era más fuerte.
El Bautista trató de calmarles inútilmente.
—Él seguramente volverá a nosotros.
Pero los impetuosos hermanos no estaban dispuestos a quedarse cruzados de brazos.
—Te traeremos sus noticias como hemos hecho hasta ahora.
En vista de que era imposible retenerles, les dejó marchar, no sin antes asignarles el encargo de preguntar a Jesús por sus intenciones.
☙ ❧
Santiago y Juan salieron de inmediato esa tarde. El primer lugar donde buscaron fue en Pella. Supusieron que quizá Jesús pernoctaría en la populosa urbe, que contaba con un buen número de posadas y albergues. Pero en ninguna de las casas de hospedaje pudieron ubicarle. Entonces pensaron que quizás se había dirigido hacia el este. No tenía mucho sentido dirigirse al sur, porque el siguiente poblado quedaba bastante lejos. Después de rastrear infructuosamente varios caminos, regresaron al campamento apesadumbrados, prometiéndose intentarlo al día siguiente.
☙ ❧
Pero tampoco consiguieron dar con él en varias semanas. A la mañana siguiente, Jesús y Gabriel comenzaron sus tareas en la colina cercana a Beth Adis. Al poco de empezar, Gabriel interrumpió a Jesús, advirtiéndole que sus dos amigos estaban en las proximidades. Jesús también había notado el aviso proveniente de las fuerzas espirituales.
Resultaba un tanto desconcertante tener que dar explicaciones sobre quién era Gabriel, así que Jesús dio autorización a Gabriel para llevar a cabo un pequeño truco del mundo del espíritu. Es muy común que entre los seres espirituales, cuando desean realizar algún tipo de acción y quieren evitar causar desconcierto entre los humanos, utilicen una especie de capacidad invisibilizadora.
Santiago y Juan, en su camino hacia las aldeas vecinas, pasaron muy cerca de donde estaban Jesús y Gabriel, pero fueron incapaces de verles. Cuando se hubieron alejado, los dos seres regresaron a su estado humano normal y visible, continuando con sus complejos asuntos.
Los hijos de Zebedeo preguntaron en varias aldeas pero nadie les pudo dar ninguna referencia. No habían visto a ningún hombre con aquella descripción. Desilusionados y cansados, después de varios días de búsqueda, regresaron al campamento. Lo intentaron en varias ocasiones más, alentados por falsas descripciones de viajeros, pero nunca dieron con Jesús. Y el paso de los días sin él se fue convirtiendo en una penitencia.
En este capítulo empiezan a aparecer algunos discípulos de Juan. De entre ellos comenzó Jesús a extraer sus seguidores. Sin embargo, es una pena que El Libro de Urantia no nos haya mencionado nada más, excepto de su líder, Abner. Muchos de ellos tuvieron un protagonismo esencial en las predicaciones de Jesús y en los comienzos del cristianismo. Aquí se intenta imaginar unos nombres para ellos, dotándoles de más visibilidad en la historia. ↩︎