© 2005 Jan Herca (licencia Creative Commons Attribution-ShareAlike 4.0)
Las lluvias habían enfangado los caminos y hacían peligroso el descenso de las torrenteras. Sin ninguna vereda que seguir, el Maestro cortó por medio de unas huertas. Tomando el humo que salía por el horizonte como referencia, cubrió la distancia que le separaba de la depresión del Jordán en unas pocas horas.
La resplandeciente Pella, algo apagada este día, apareció ante su vista tras el último repecho. El templo pagano sobre la colina era el causante de los humos, resultado de las ofrendas que se hacían desde allí.
Cruzó Pella de largo, dejando a un lado la muralla, y puso finalmente pie en la carretera del Jordán. El camino estaba poco transitado a esas horas. El sol pugnaba por salir por detrás de Pella, oculto tras los nubarrones.
El campamento de Juan empezaba a despertar. Muchas mujeres preparaban el pan con los molinos de mano, llenando con el rugido de la piedra el silencio de la mañana. Los peregrinos más madrugadores ya se afanaban de aquí para allá.
Jesús preguntó por Juan y sus discípulos a un grupo de jóvenes. Le dijeron que ellos solían reunirse por la mañana en el extremo sur del campamento, junto a los cobertizos de la caravanera.
El Maestro atravesó por el campo en la dirección que le habían marcado. Nadie le había reconocido todavía, ni se había percatado de que era el mismo hombre que había sido bautizado por Juan semanas atrás.
El huerto y la campiña empezaban a llenarse de color. Los almendros estallaban radiantes en flor, el lino se combaba bajo el viento, y el trigo y la cebada tapizaban de verde los predios. Cuando Jesús salió del amasijo de tiendas, localizó en el horizonte el lugar. La caravanera, lugar habitual de parada de las procesiones de viajeros, estaba situada junto a la carretera. En su parte posterior había una amplia zona despejada para los animales de carga, cercada por bloques de arenisca.
Juan y los casi treinta discípulos estaban allí, formando un círculo, y dando cuenta de un buen puchero caliente. El Bautista, subido a una de las piedras del vallado, fue el primero en divisar a Jesús. Como un resorte, se puso de pie, escudriñando la lontananza, para asegurarse.
Sus amigos se pusieron todos en pie, siguiendo con la mirada en la dirección de Juan. Y entonces le oyeron decir, con fuerte voz:
—¡Mirad al Hijo de Dios, el Libertador del mundo! De él es de quien he dicho: ‘Tras de mí viene Aquel que ha sido elegido antes que yo porque él existe antes que yo’. Por esta razón he salido yo del desierto para predicar el arrepentimiento y bautizar con agua, proclamando que el reino del cielo está a las puertas. Y aquí llega Aquel que os bautizará con el Espíritu Santo. Yo he visto al espíritu divino descender sobre este hombre, y he oído la voz de Dios decir: ‘Este es mi hijo amado en quien tengo mi complacencia’.
Los discípulos se quedaron pasmados del pronunciamiento de su maestro, y observaban acercarse a Jesús sin pestañear. Todos dejaron a un lado las escudillas y los cucharones. El nutrido grupo de seguidores se constituía de muchos jóvenes antiguos conocidos de Juan de la comunidad nazarea de En Gedí, de judíos piadosos venidos de todas partes, y de algunos antiguos conocidos de Jesús de Cafarnaúm y de las proximidades. Los hermanos de Jesús hacía tiempo que habían regresado a sus casas, y los hermanos Zebedeo, típico en ellos, llevaban varios días recorriendo las colinas en busca de Jesús.
Juan saltó hasta el suelo y se precipitó sobre Jesús, abrazándose efusivamente. El Rabí le correspondió con una tierna sonrisa diciéndole:
—Todo llega a su debido momento, Juan.
El profeta estaba extasiado, y no sabía muy bien qué hacer ni qué decir. Tan sólo miraba a Jesús con una mirada extraña de profundo respeto y veneración.
Jesús, rompiendo aquel tenso silencio, y quitando hierro al asunto, pidió a los muchachos que continuaran con su desayuno, mientras se llevaba aparte a Juan un rato.
Se sentaron a poca distancia, y Juan le ofreció un cazo de potaje y un trozo de pan a Jesús. Mientras comían, Juan le comentó los rumores que se habían extendido por el campamento.
—Tengo muchas preguntas para ti, maestro. Todo el mundo está pendiente del momento en que te manifiestes. Nuestro pueblo está preparado para recibirte…
Jesús interrumpió a Juan:
—Nunca estamos lo suficientemente preparados para la revelación del Padre, Juan.
—Pero, maestro, ahora es el mejor momento. Los hombres de buena fe se bautizan, y los enfermos y los poseídos acuden en masa esperando tu llegada… Observa a tu alrededor. El pueblo ansía tu manifestación…
Jesús puso una mano sobre los gesticulantes brazos de Juan, pidiéndole calma.
—Juan, ¿tú quién crees que soy yo?
—Creo que eres el Libertador, maestro. Llevo creyéndolo desde que nos vimos en Nazaret.
—¿Por qué entonces esas dudas, Juan?
Juan no podía esconderse de esa intensa mirada, verde acaramelada, de Jesús. Era como si le perforase todo el ser, haciendo transparentes sus pensamientos.
—Juan, el reino del cielo ya ha llegado. Está aquí, hoy mismo, entre nosotros. Pero si te sorprendes de lo que digo es porque el reino, tal y como tú lo crees, no es en realidad «mi reino».
Al gran profeta le dio un brinco el corazón al oír a Jesús pronunciar ese «mí».
Durante unos minutos Jesús le explicó a Juan sus planes. Le aclaró que su intención no era unirse a su grupo, ni tampoco suplantar su papel. Él debería seguir como hasta ahora, predicando y bautizando a las gentes, sin preocuparse por lo que Jesús hiciera.
—El Padre me mostrará el modo conveniente de comenzar mi labor. Hasta ese momento, sería bueno no alterar los ánimos de los judíos con aclamaciones mesiánicas. Vivimos momentos políticos delicados, y deberíamos ser cuidadosos en nuestras relaciones con nuestros gobernantes. Juan, te prevengo de estas cosas porque conozco el porvenir, y sé que nuestra obra correrá peligro. Debemos conseguir permanecer al menos un tiempo en la carne, hasta que nuestra obra esté completada.
El Bautista se quedó impresionado, sintiendo que Jesús le estaba profetizando sobre el futuro.
—Pero, maestro, ¿te marcharás ahora?
Jesús vió la súplica en los ojos de su robusto primo, y sintiéndose conmovido, accedió a quedarse un día con ellos, y marchar al día siguiente.
Entre el grupo de discípulos, el pronunciamiento de Juan había hecho su efecto. Todos hacían comentarios, y entre cuchicheos, no dejaban de espiar la conversación privada de Juan y Jesús.
«Es él», se decían entre sí. «El maestro lo ha afirmado claramente».
Todos miraban a Jesús con cierto recelo y desconfianza. «¿De verdad es este hombre el Mesías?», pensaban. Jacob y Recab, dos de los antiguos compañeros de Juan en En Geddí, y de la hermandad nazarea, se acercaron a Andrés y a su hermano, Simón.
—Vosotros sois de Cafarnaúm, ¿no es cierto?
Los dos hermanos asintieron.
—¿Y qué sabéis de este hombre? Vuestros amigos Santiago y Juan nos han dicho que ha vivido todo este tiempo en Cafarnaúm.
—Él no es de Cafarnaúm. Vino hace unos años buscando trabajo. Pero en realidad creo que es de Nazaret, y trabaja en el taller de barcas del padre de Santiago y Juan.
Esdras y Ezequiel se acercaron al corrillo al escuchar las confidencias de Andrés.
—¿De Nazaret? —repitió Esdras contrariado—. Eso no puede ser. El Mesías no puede venir de Nazaret.
El hermano de Andrés no tenía los datos tan claros.
—Creo que mi hermano se equivoca. Este hombre es un erudito muy instruido. Ha debido de estudiar en alguna academia de rabinos. Y frecuentemente marcha de viaje a Jerusalén. No creo que sea de Nazaret.
Pero Andrés lo tenía claro.
—Simón, Jesús es el hermano de Santiago, el hijo de María, la de las palomas, la que vive con su hija junto al saladero. Todos ellos son de Nazaret.
Simón se quedó pensando en ello. «Pues es verdad», se dijo.
Esto representaba un duro escollo. Había un dicho popular sobre Nazaret que decía: «De Nazaret no puede salir nada bueno». Era una población nada apreciada por sus paisanos. Acontecimientos pasados pero no olvidados la habían hecho ganarse fama de poco hospitalaria y de estar demasiado influida por ideas paganas. ¿Cómo podía ser que Juan declarase Mesías a un hombre que había nacido allí?
Pero las deliberaciones fueron interrumpidas por Juan. Se acercó a los discípulos con Jesús, y todos quedaron mudos de inmediato.
Fue Jesús quien rompió el hielo, saludando efusivamente al grupo de discípulos de Juan que venían de Cafarnaúm.
—Me alegro de veros a todos aquí.
Fueron momentos un tanto tensos. Nadie sabía muy bien cómo proceder. Pero el Maestro, con su habitual desenvoltura, se acercó a cada uno y les estampó dos sonoros besos de salutación.
Todos ardían en deseos de preguntar al nuevo rabino mil cosas. Pero le miraban con profunda reverencia y extrañeza.
—Venid, vayamos todos al campamento. Quiero que me enseñéis cómo lo tenéis organizado.
Inmediatamente, los discípulos recogieron sus cosas y los enseres y siguieron a Juan y Jesús. Por el camino, el Rabí preguntó por los hermanos Zebedeo, pero resultó que se encontraban de una de sus exploraciones en su busca.
En el campamento, Jesús fue la sensación. Los discípulos, cerrando la comitiva, iban susurrando a los peregrinos la identidad del nuevo acompañante de Juan, de modo que en breve se armó un considerable revuelo en la ciudad de tiendas.
La gran explanada junto a la carretera del Jordán era un hervidero de toldos y lonas, de pequeños carromatos, de animales de carga y de viajeros y curiosos. Todos acudían con la idea de que bautizarse era una buena obra para limpiar los pecados de la patria, y con el convencimiento de que estaba llegando una nueva era. Había allí muchos judeos, pero también galileos, pereos, tirios, sidonitas, idumeos, y hasta samaritanos prosélitos. También había griegos, egipcios y caldeos, todos convertidos a la fe judía. Formaban un pintoresco pero bien avenido grupo de seguidores del nuevo profeta.
La mayor parte permanecía unos pocos días, realizaba las necesarias abluciones en el Jordán, se bautizaban, oraban, y luego regresaban a sus casas, extendiendo la predicación de Juan. En esos momentos no había aldea en toda la tierra judía que no supiera de la nueva «voz», el nuevo maestro que bautizaba y predicaba junto al Jordán.
Jesús pasó gran parte de la mañana conociendo la procedencia de muchos de los habitantes de este singular poblado ambulante. Se mezcló con las gentes de todos los pueblos. Todos querían conocer a la nueva atracción del suburbio. Y esperaban expectantes que sucediera algún prodigio. Pero Jesús no hizo nada fuera de lo normal. Se sentó a conversar con una familia judea que estaba a cargo del rancho. Eran los Camit, de Jerusalén, de familia pudiente, y que habían puesto a disposición de los peregrinos una especie de albergue, donde se ofrecía gratuitamente alimento y bebida. En la gran tienda de este clan se reunió una numerosa tropa de curiosos mientras los discípulos de Juan acompañaban a Jesús y a Juan en la comida a la que se les había invitado.
Jesús habló mucho de política y de la situación del mundo este día. Al parecer, el prefecto Valerio Grato iba a ser depuesto. Sus continuos cambios de sumo sacerdote y su desmedida opulencia le habían hecho granjearse no pocas enemistades, que habían alcanzado incluso Roma. Sin embargo, estos períodos de cambio de prefecto tenían sus peligros. Los judíos radicales y los independentistas solían utilizar la distracción romana para lanzar escaramuzas contra el invasor. Y muchas veces las represalias habían sido devastadoras.
Los discípulos de Juan esperaban oír palabras más serias de boca de Jesús, pero nada de esto sucedió. Cuantos pudieron disfrutar de la compañía del Maestro tan sólo vieron a un entrañable hombre de bien interesarse por los asuntos mundanos y cotidianos.
Por la tarde Jesús se interesó por algunos enfermos y tullidos que había en el campamento, ofreciendo consejos a los que les cuidaban para aliviar sus sufrimientos.
Mientras tanto, algunos discípulos judeos de Juan se habían reunido, bajo solicitud de Esdras, para discutir acerca de Jesús. Los antiguos compañeros nazareos de Juan no tenían muy claras las intenciones de su camarada. ¿Es que acaso tenían que aceptar a Jesús como Mesías? ¿Y por qué razón se marchaba entonces del campamento? ¿Qué habían hablado Juan y el «galileo»?
Esdras empezó a argumentar que este hombre no podía tratarse del Mesías, sino de algún enviado de mayor autoridad que Juan, un nuevo anunciador que revelaría finalmente al Libertador. Sin embargo, Abner recordó a los presentes que las palabras de Juan no habían sido esas. Juan les estaba diciendo con claridad que creía que Jesús era el «ungido». Y surgió la discusión, que acabó por agriarse en una pertinaz disputa. Algunos no aceptaban la declaración de Juan de ningún modo y otros se sentían dubitativos y querían esperar a ver cómo evolucionaban los acontecimientos. Evitando que los acampados escucharan estas desavenencias entre los seguidores de Juan, procuraron evitar los oídos ajenos aislándose en una de las tiendas, y debatiendo acaloradamente durante horas. Pero la fisura estaba hecha. Empezaba a fraguarse una seria división entre los discípulos del Bautista.[1]
Aquí cuento los inicios de una escisión en el grupo de discípulos que posteriormente sucederá. Esdras es el nombre del seguidor de Juan Bautista que produjo esta separación, y que aparece en LU 137:2. ↩︎