© 2005 Jan Herca (licencia Creative Commons Attribution-ShareAlike 4.0)
Durante la estancia en la botica, Jesús pasó buena parte del tiempo con Juan y con varios de sus discípulos. Entre ellos, el que quedó más impresionado por Jesús fue Andrés, uno de los principales seguidores de Juan. Andrés conocía a Jesús desde hacía tiempo. El padre de Andrés había sido socio de Zebedeo en el negocio del pescado. Vivía con su hermano en Cafarnaúm, ambos eran pescadores, y trabajaban con los hijos de Zebedeo. Andrés siempre había considerado a Jesús un gran predicador y una gran persona. Intuía que llegaría a convertirse en un destacado rabino, pero jamás se había planteado la posibilidad de que él fuera en realidad el Mesías esperado.
Esa tarde llegaron unos chiquillos con un niño lesionado. Al parecer, estaban jugando en los árboles cuando uno de ellos se había caído, torciéndose un pie. Jesús se encargó de atender al pequeño. Todos pudieron ver lo bien que se desenvolvía el Maestro usando los instrumentos médicos y atendiendo a los pequeños.
El chiquillo, entre sollozos, le confesó al Rabí:
—No puedo ir a casa así —se refería a un vendaje que le había colocado Jesús—. Mi padre me matará…
Jesús le sonrió y tranquilizándole, le prometió suavizar las cosas con su progenitor.
—¿Dónde vives?
—En Pella.
—Súbete en mis hombros, te llevaré de vuelta.
Los niños regresaron a Pella encantados de tener tan ilustre acompañante. El pequeño lastimado, Saúl, iba radiante, montado a horcajadas sobre el Maestro y provocando la envidia de sus amigos.
Andrés se ofreció a acompañar a Jesús hasta la casa del niño en Pella. Juan y los discípulos volvieron a sus cosas, no sin antes rogarle a Jesús que aceptase a cenar con ellos, a lo que Jesús accedió encantado.
En la ciudad nadie conocía al Rabí, así que la primera reacción en casa del chiquillo fue de cierta desconfianza. Cuando Jesús relató con un toque de humor lo que había pasado, el padre de Saúl, que también tenía ese nombre, pasó del recelo a la más abierta hospitalidad. El hombre se deshizo en agradecimientos, invitándoles a pasar.
La casona era amplia, al estilo grecorromano. La familia parecía no pasar estrechuras. Según pudieron saber, Saúl era un próspero comerciante de vino. Les pidió que tomaran asiento en amplios divanes mientras les traían unas viandas.
Andrés se sintió un poco extraño tumbado en su diván y rodeado de tanto lujo, pero Jesús se mostró de un humor envidiable e inició una conversación casual con el bueno de Saúl. Para sorpresa de Andrés, el Maestro elogió con admiración los murales de las paredes, que representaban escenas mitológicas. Solían estar adornadas por marcos ficticios, dando más sensación de profundidad en los aposentos.
Saúl les dio a probar un vino excelente de sus despensas privadas, que Jesús no dudó en alabar. El Rabí entendía bastante de vinos, y pasaron un rato agradable departiendo sobre la calidad de los caldos de distintas regiones del mundo.
El padre del muchacho estaba encantado de poder conversar con un judío tan amable y abierto, de modo que les rogó que aceptaran su casa como propia y que se alojaran esa noche en su casa.
Andrés se excusó, haciendo ver que no podía desatender sus obligaciones en el campamento del Bautista, pero Jesús aceptó con sumo gusto, prometiendo volver después de la cena.
☙ ❧
En el camino de regreso, Andrés hizo muchas preguntas a Jesús, que el Maestro no dejó sin respuesta.[1]
Hablaron de la predicación de Juan, de la fe del pueblo, de la creencia en el Ungido, y de muchas otras cosas. Andrés empezó a descubrir que Jesús parecía tener una idea muy propia y original sobre el reino venidero.
—Maestro, ¿cómo será el reino de Dios, cuando llegue?
Jesús sonrió ante el gesto pensativo y de profunda sinceridad de su amigo.
—Andrés, el reino de Dios ya ha llegado a vosotros, hace mucho tiempo. ¿Acaso piensas que el Padre deja sin gobierno a su hijos por largos períodos de tiempo para tomarse un descanso? El poder del Padre existe desde la eternidad, y él es el único soberano que rige los destinos de los hombres. Así ha sido desde el principio y así será siempre.
—Me refiero al final de los tiempos, ¿está próximo?
Jesús inspiró profundamente.
—El mundo está cambiando profundamente. Lo hace cada cierto tiempo, como parte necesaria de una progresiva evolución. Los reinos de este mundo se forjan, las ciudades se levantan, los pueblos se multiplican sobre la Tierra, pero todo es pasajero y mudable. Por eso, no te confundas, Andrés. Aunque los grandes imperios y las alianzas humanas pasarán, ninguna de estas empresas tiene relación alguna con los planes del Padre. Los gobiernos humanos pueden ser derrocados, las naciones mudar sus fronteras y las grandes urbes desaparecer, pero eso no significa que el Padre haya pensado jamás en destruir su obra para volverla a edificar. Estos sucesos en realidad son la consecuencia exclusiva de la inmadurez humana, que no es capaz de crear formas de gobierno duraderas. Pero el Padre sólo tiene amor y comprensión para con sus hijos titubeantes. ¿Crees tu, Andrés, que permitirá que toda esta belleza que él ha creado —Jesús extendió sus manos ante el horizonte del Jordán, con sus vegas y frondas, de un rabioso colorido verde—se pierda sólo porque el hombre no ha sabido aún hacer buen uso de ella?
Muchas más cosas como ésta refirió Jesús a las atinadas preguntas de Andrés. Cuando estaban cerca del campamento, no queriendo entrar aún en el recinto de las tiendas, pararon a conversar tranquilamente junto a una de las acequias de piedra que regaban los huertos cercanos.
Finalmente, le dijo Andrés:
—Te observo desde que viniste a Cafarnaúm, y creo que eres el nuevo Maestro esperado. Pero aunque no entiendo completamente tus enseñanzas, estoy dispuesto a seguirte, si admites discípulos. Me sentaré y aprenderé todas estas nuevas verdades sobre el nuevo reino.
Jesús sonrió con satisfacción y le dijo:
—A partir de ahora te admito como embajador de mi obra para establecer el nuevo reino de Dios en el corazón de los hombres. Trabajaremos juntos para traer la comprensión y la luz a los hombres sobre la realidad de mi Padre. ¿Estarías listo para partir mañana?
De pronto Andrés se sintió en un momento clave de su vida. Algo le decía que estaba ocurriendo un gran acontecimiento, pero ¿cómo encajar esta nueva exigencia de seguir a otro maestro con sus obligaciones hacia Juan y sus compañeros?
—Sí, estaría listo. Pero déjame primero hablar con mi hermano y con Juan.
Jesús asintió, retomando camino hacia la ciudad de lonas.
☙ ❧
En cuanto Andrés pisó el campamento fue en busca de su hermano. Simón participaba con otros discípulos de las discusiones subidas de tono que los discípulos de Juan estaban teniendo. Le llevó aparte, confiándole su experiencia en el camino a Pella con Jesús.
—Estoy convencido de que es el gran Maestro. Me he ofrecido a ser discípulo suyo y él me ha nombrado su representante. Mañana mismo se dispone a marchar para comenzar su obra. Debes ir y hablar con él para que te admita a ti también.
Simón era uno de los mejores discípulos de Juan. Durante este día pletórico se había decidido claramente a buscar a Jesús y escuchar su nueva enseñanza. Sólo esperaba el momento de volver a verle para decidirse. Pero le alegró sobremanera ver que su hermano ya se le había adelantado en la idea.
—Desde que ese hombre vino a trabajar a Cafarnaúm, al taller de Zebedeo, siempre he creído que era un enviado de Dios. Estoy más que dispuesto a escuchar sus enseñanzas, pero, ¿qué haremos con Juan? ¿Vamos a abandonarle? ¿Crees tú que sería correcto eso?
Decidieron ir de inmediato a ver a Juan. El Bautista estaba retirado a solas junto al río, en un lugar donde solía ir a rezar y reflexionar. Andrés y Simón conocían el lugar.
El mayor de los dos hermanos le explicó la situación a Juan, contando cómo Jesús les había aceptado como discípulos. Una sombra de tristeza atravesó la faz del Bautista.
—Maestro, Jesús no parece querer unirse a tu obra. Nos ha pedido que marchemos mañana mismo con él. ¿Por qué?
Juan les pidió que se sentaran. La visión de lo inevitable se cernía ante él. Sabía que este momento, antes o después, iba a llegar.
—Es conveniente esta separación. Todavía no ha llegado la hora de su manifestación al mundo.
—Pero, entonces, ¿debemos seguirle o esperar contigo durante un tiempo?
—No, debéis ir con él. Este no es más que el comienzo. Muy pronto mi obra llegará a su fin, y todos nos convertiremos en discípulos suyos. Id, y preparadlo todo.
Juan tenía una emoción contenida en sus ojos. Dos de sus mejores discípulos le abandonaban, y presentía que este era el inicio de una inescapable declinación.
—Gracias, maestro.
Los dos hermanos abrazaron efusivamente al profeta. Antes de marchar, Simón preguntó:
—¿Y qué debemos decirle a los demás?
—No digáis nada por ahora. Ya me encargaré yo…
Cuando volvían al campamento, los dos hermanos Jonás alternaban entre un conglomerado confuso de sensaciones. Entristecidos por lo que les parecía una «traición» a su maestro, pero animados con la nueva perspectiva que se abría con Jesús.
Encontraron al Rabí rodeado de una gran multitud de peregrinos. Todos querían conocer a la nueva atracción del campamento. Andrés se acercó como pudo, rogándole que se apartara un momento. El Maestro solicitó una tregua a los cientos de curiosos, retirándose a una zona más tranquila.
—Maestro, mi hermano también está dispuesto a seguirte, si le aceptas.
Jesús conocía a Andrés y Simón desde hacía tiempo. En alguna ocasión había salido de pesca con ellos y los hijos de Zebedeo. Conocía el carácter de estos hombres, y particularmente el del hermano menor, el más conflictivo. Por eso le dijo:
—Simón, eres una persona decidida y valerosa. Ya hace tiempo que nos conocemos, pero aunque tu entusiasmo es encomiable, será peligroso para el trabajo del reino.
Por un momento, el discípulo pensó que le iba a rechazar. Pero no fue así.
—Te digo esto para que recapacites. Tienes siempre la tendencia de hablar antes de pensar. A partir de ahora, te recomiendo que medites bien lo que hayas de decir. Deberás cambiar mucho de carácter, Simón, para servir bien en el reino.
—Estoy dispuesto a cambiar, maestro. Haré lo que sea.
La firmeza del rudo pescador hizo sonreír a Jesús, que remachó:
—Pues para que recuerdes que habrás de superar este cambio, a partir de ahora te llamaré Cefas, es decir, Pedro. Sólo te volveré a llamar Simón cuando me demuestres que te has convertido en un hombre nuevo.
—Pero, maestro, ¿podré yo compartir con mi hermano tu camino y seguirte?
Antes de volver con la multitud que le reclamaba, Jesús le guiñó un ojo a Simón, y sonriendo de nuevo, les dijo: «Sí, preparaos los dos para mañana. Temprano, con el alba, partiremos hacia Galilea».
Esa tarde los seguidores de Juan agasajaron al recién llegado con una suculenta cena comunitaria. Todos se esforzaron por cocinar los platos más esmerados para tan distinguido huésped. En torno a unas agradables fogatas, los cientos de habitantes del campamento se arremolinaron para estar cerca de Juan, y sobre todo, de Jesús.
Las caras de los discípulos de Juan, esa noche, sin embargo, no expresaban gran satisfacción. Nadie sabía de la inminente marcha de Andrés y Simón, y éstos procuraron eludir el tema, como les había pedido el Bautista. Muchos de los discípulos, que empezaban a albergar serias dudas sobre las correctas intenciones de Juan al proclamar a su primo como el Libertador, se mostraban un poco desconfiados y tensos. Juan pudo notar claramente que su grupo de íntimos se encontraba especialmente afectado con la presencia de Jesús.
☙ ❧
Esa noche, cuando Jesús se hubo marchado a Pella, a casa de Saúl, Andrés y Simón se reunieron en secreto en los alrededores de las tiendas. Hablaron durante largo rato sobre Jesús y el reino futuro. Conjeturaban sobre su destino y los puestos que tendrían en el reino. Se imaginaban envueltos de gloria por haber sido los primeros en seguir al Libertador. Y habrían seguido toda la noche dando rienda suelta a su excitación de no ser porque se les acercaron Juan y Santiago, que volvían, agotados, de su infructuosa búsqueda de Jesús por las colinas.
Aún no sabían nada de los sucesos del día, y sus compañeros de pesca les pusieron al corriente de todo, para sorpresa de los Zebedeo. Les relataron cómo había llegado Jesús esa mañana, el pronunciamiento de Juan y la enorme expectación que se había suscitado en el campamento.
Andrés y Simón tenían muchas preguntas para los Zebedeo.
—¿Es cierto que es de Nazaret?
—¿Qué sabéis sobre su linaje?
Pero Juan y Santiago se sorprendieron mucho de este inusitado interés de sus amigos. ¡Qué importaba ahora eso! Lo importante era: ¿dónde está él?
Andrés les explicó que se había alojado en Pella en casa de un nuevo conocido.
—Bien, en ese caso iremos mañana a verle.
Simón miraba a su hermano con complicidad, indicándole con gestos que revelase su secreto.
—¿Qué ocurre?
Andrés dio un codazo a su hermano para que callara, pero Simón terminó por ceder a la mirada inquisitiva de Juan:
—Andrés y yo hemos solicitado seguirle y él nos ha aceptado como sus discípulos.
—¿Eh? ¿Cómo? ¿Os ha hecho qué?
Simón lo estropeó aún más:
—En realidad nos ha nombrado sus consejeros. Embajadores del reino, apóstoles es la palabra que usó. Nos ha prometido revelarnos todas las verdades del reino.
Andrés intentaba llamar la atención de su hermano con un ligero carraspeo, pero Pedro ya lo había soltado.
—Alegraos con nosotros. Si es quien dice Juan nos esperan las cosas más grandes que hayamos podido imaginar jamás.
Santiago no articulaba palabra, pero Juan mostraba una rabia mal contenida en los ojos.
—Pues no sabíamos que «necesitara» embajadores para su misión. Nunca nos había dicho nada…
—¿Y qué os ha dicho Juan? —consiguió preguntar Santiago—.
—Oh, nos ha dado su bendición. Asegura que él es el continuador de su obra. Mañana mismo partiremos hacia Galilea.
—¿Con Juan?
—No. Sólo con nosotros.
Juan ya había oído suficiente. No pudiendo soportarlo más, salió a la carrera en dirección a la ciudad. Santiago le gritó inútilmente que esperase. El hermano, raudo, tomó una considerable distancia de ventaja, y Santiago no tuvo más remedio que lanzarse tras él.
—¿Qué les pasa? —se extrañó Simón—.
—Vaya, hermano, ¿no te das cuenta de que vive en su casa? Jesús es para ellos como de la familia. Llevan varios días buscándole y tú les hablas de nuestra asociación con Jesús.
Pedro cayó en la cuenta de su falta de tacto y lamentó muchísimo no haber puesto más cuidado. Pero ya era tarde.
☙ ❧
Por las indicaciones que había dado Andrés de la casa donde estaba Jesús, no podía ser muy difícil encontrarle. Santiago había alcanzado a duras penas a su hermano pequeño. «No intentes persuadirme de verle», le había dicho el benjamín. Pero Santiago se sentía igual que Juan, de modo que alcanzaron juntos Pella a la carrera.
Sin tener la total seguridad de que fuera el lugar, Juan aporreó con fuerza la puerta de la casa. Santiago miraba a todos lados, asustado de la temeridad de su hermano. Pero no abrió nadie.
Juan insistió una y otra vez, armando un estruendo increíble. Santiago le pidió que lo dejara. Pero entonces, el ruido de unos pasos en el interior de la casa les paralizó.
Abrió la puerta un sirviente de Saúl, y Juan, entrecortado y como pudo, le explicó que buscaban a su maestro para una cuestión de extrema urgencia. El sirviente puso gesto de fastidio, pero al ver la determinación de los dos hombres, les pidió que esperaran ahí.
Dentro de la casa los ruidos habían terminado por despertar al cabeza de familia. Jesús, que como de costumbre simulaba dormir, intuyó lo que pasaba y también se puso en pie. Explicó a su anfitrión lo suficiente como para tranquilizarle, rogando a todos que regresaran a sus celdas mientras él se encargaba de recibir a los recién llegados en un patio de la casa.
En cuanto Juan vio a Jesús, una lágrima pugnó por recorrer la mejilla y se quedó mudo. Santiago acertó a decir:
—Andrés y Simón nos han explicado que marcháis mañana. Pero hermano, ¿no pensabas decirnos nada? ¿Cómo es que nosotros, para los que eres uno más de nuestra casa, y que llevamos días en tu busca por las colinas, nunca hemos sabido de tu intención de nombrar embajadores, y sin embargo, Andrés y Simón, a quienes conoces mucho menos que a nosotros, han sido los primeros a quienes has escogido?
Cuando Juan y Santiago tomaron algo de aliento, y antes de que Santiago iniciara otra interrogante, les dijo Jesús:
—Pero, ¿quién os mandó buscar al Hijo de Hombre cuando estaba ocupado en los asuntos de su Padre?
Juan terminó por dar rienda suelta a sus emociones:
—Llevabas más de cinco semanas sin que supiéramos nada de ti. Temíamos que te hubiera ocurrido algo. Nunca te has ausentado tanto tiempo. No sabíamos que todavía tuvieras más asuntos que atender con tu Padre.
Jesús volvió a solicitar calma y algo de silencio. Todo el mundo dormía en la casa, y se oían demasiado las voces.
—No, tú sabes Juan, que no es del todo así. ¿Qué es lo que en realidad salisteis a encontrar en los montes? Deberíais aprender a buscar la verdad del nuevo reino en vuestro corazón y no en las colinas. Lo que buscabais ya estaba presente en vuestra alma.
› Hermanos míos, vosotros, en espíritu, ya estabais dentro del reino incluso antes de que estos otros solicitaran ser recibidos. No tenéis necesidad de solicitar la entrada; habéis estado conmigo en él desde el principio. En mi reino no existen las preferencias, y a nadie se cierran las puertas. Todos los que deseen acompañarme, no tendrán que pedirlo. ¿A qué entonces esas caras y ese ánimo?
—Pero, Maestro, ¿nos darás a nosotros el mismo puesto de asociados en el nuevo reino que el que has otorgado a Andrés y Simón?
Jesús puso el brazo en el hombro de cada uno de sus queridos amigos y les dijo con suma dulzura:
—Ante los hombres, es posible que a partir de ahora otros tomen la precedencia sobre vosotros, pero en mi corazón yo os he contado en los concilios del reino incluso antes de que pensarais en pedírmelo. Además, podríais haber sido vosotros los primeros ante los hombres si no os hubieseis ausentado tanto para dedicaros a una tarea bienintencionada, pero impuesta por vosotros mismos, de ir en busca de Aquel que no estaba perdido. En el reino venidero, no os preocupéis con tanto afán por lo que alimenta vuestra ansiedad, sino más bien preocupaos siempre de hacer la voluntad del Padre que está en los cielos.
› Así que preparaos vosotros también para viajar mañana hacia Galilea.
☙ ❧
Juan y Santiago aceptaron de buen grado la corrección de Jesús, y regresaron al campamento extasiados y pletóricos. Lo primero que hicieron al llegar fue despertar a Andrés y Simón para pedirse disculpas mutuamente por su actitud envidiosa. Todos terminaron fundiéndose en un emocionado abrazo.
Después fueron los cuatro juntos a ver a Juan. Su maestro estaba algo abatido y ausente, y encajó con gran resignación la despedida de los Zebedeo. Sólo articulaba palabras crípticas y extrañas sobre un infortunio inminente. Sus ojos se llenaron de lágrimas, y todos pensaron que iban a ver llorar por primera vez al rudo pastor, pero conteniendo la emoción, con la voz entrecortada, aceptó sus renuncias, pidiéndoles que marcharan a tomar el necesario descanso.
Los cuatro discípulos regresaron a sus tiendas con la temerosa sensación de que aquella iba a ser la última vez que vieran a su gran amigo.
La descripción de la selección de los primeros discípulos sigue la historia que nos relata el evangelio de Juan, el único que de verdad relata mínimamente bien estos hechos. El Libro de Urantia se hace eco de este relato, ampliándolo (Jn 1:35-42). ↩︎