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Domingo, 24 de febrero de 26 (18 de adar de 3786)
Por la mañana, muy temprano, se reunieron Jesús y sus primeros cuatro discípulos, dispuestos para partir. Juan, evitando ser visto, se acercó hasta ellos para despedirse.
—Adiós, hermanos míos. A partir de ahora seguís al maestro de todos los maestros. Aprended con interés todo lo que os enseñe, y os contaréis entre los primeros hombres para las grandes posiciones del reino. Cuidad entre sí de vosotros. No tengáis recelos ni desconfianzas. Trataos como si fuerais de la misma familia. Adiós, hasta que volvamos a vernos, cuando el reino llegue a su plenitud.
Los discípulos no entendían esta actitud tan derrotista de Juan. ¿Es que acaso no iban a volverse a ver? ¿Qué cosas sabía Juan sobre el futuro que ellos desconocieran?
Jesús pidió a Juan que se retiraran unos metros y conversaron por unos minutos. Las palabras del Rabí mucho debieron emocionar a Juan porque éste no pudo reprimir unas finas lágrimas que cayeron silenciosas por sus mejillas. Antes de que los cuatro discípulos y su nuevo maestro dieran media vuelta y tomaran rumbo hacia la calzada, el Bautista volvió hacia el campamento, cabizbajo y apesadumbrado. Sus amigos le vieron marchar con el corazón encogido, deseando volver a reencontrarse muy pronto.
☙ ❧
En el campamento, la rebelión no tardó en estallar. Pocas horas después, el Bautista no pudo evitar tener que responder de la ausencia de Andrés y Simón. Cuando sus seguidores supieron que Jesús les había admitido en un grupo de seguidores propio, y que se habían marchado sin despedirse, la sorpresa cundió entre los acólitos de Juan. Abner le preguntó:
—Pero, maestro, ¿qué haremos entonces nosotros? ¿Hemos de permanecer contigo, o debemos unirnos a Jesús?
—Os lo he dicho, pero vuestro corazón no quiere aceptar la verdad. Él es el «deseado de todos los tiempos», el esperado que anunciaron nuestros profetas de antaño. Jesús es el Liberador, el Ungido, el Mesías prometido. Ya no habrá necesidad de que sigamos aleccionando al pueblo. Dentro de poco todos seremos discípulos suyos.
Pero el grupo de Esdras se escandalizó con esta obstinada afirmación de Juan. Como todos se pusieron a murmurar entre sí y no se podía entender lo que decían, el propio Esdras se colocó frente a sus compañeros, solicitando que le escucharan:
—Dice el profeta Daniel que el Hijo del Hombre vendrá envuelto en las nubes del cielo, en poder y gran gloria. Este carpintero galileo, este constructor de barcas de Cafarnaúm, no puede ser el Liberador. ¿Es posible que semejante don divino salga de Nazaret? Este Jesús es pariente de Juan, y por la bondad de su corazón ha sido engañado nuestro maestro. Yo no estoy dispuesto a seguir a ese hombre.
Pero Juan, como un resorte, se encaró con Esdras, y con el rostro desencajado, le espetó:
—¿Quién crees tú que eres para determinar la voluntad divina? Los caminos del Señor son inescrutables, alejados del entendimiento de los hombres. ¿Quién te dado a ti conocimiento sobre los misterios del Enviado de Dios? ¿Acaso creéis que lo sabéis todo haciendo un escrutinio somero? Pero, ¿acaso no os he hablado de la revelación que se les hizo a mi madre y a la madre de Jesús? ¿Acaso creéis que el Señor no puede sacar a su Hijo amado de lo más recóndito de la Tierra? Pues, ¡sabed esto, y escuchad si tenéis oídos! ¿Acaso sabíais que en realidad Jesús fue nacido en Belén de Judá, y después fue a residir a Nazaret? ¡Harías bien en cerrar esa boca bífida y marcharte de aquí si no crees en mi testimonio!
Todos se quedaron perplejos de la dureza de las palabras de Juan para con Esdras. El discípulo se revolvió inquieto, tomándose aquel pronunciamiento como algo personal.
—Ya lo anunciaron las profecías. Que llegaría el Mesías, pero que antes habría gran tribulación y confusión, y que los grandes maestros caerían presas del error. Y que surgirían enemigos del Mesías, los anticristos, para derrotar su obra y llevar a la perdición a muchos. Si crees que ese pariente tuyo es el nuevo Rey, quien ha de instaurar la nueva era del fin de los tiempos, adelante, ve en su pos. Por mi parte, los que quieran seguirme que vengan conmigo. Nos mantendremos alejados de este falso Mesías.
La imprecación de Juan fue vana:
—Quienes renunciéis a vuestra promesa estaréis para siempre fuera del reino, cuando Jesús lo lleve a su cumplimiento. No habrá arrepentimiento posible. ¡Estáis avisados!
Pero los amigos de Esdras se mofaron de la maldición de Juan. «Creer que un sencillo carpintero es el Rey esperado. Nunca debimos fiarnos de ti».
De inmediato, se formó un revuelo considerable. Esdras se retiró con los ocho amigos nazareos y algunos discípulos que criticaban a Juan, y les propuso retirarse del campamento y formar un grupo nuevo que se dedicara a continuar la labor de Juan allí donde se había quedado antes de que llegara su pariente. Todos estuvieron de acuerdo, de modo que recogieron sus cosas a toda prisa.
Abner y algunos de los seguidores dubitativos trataron sin éxito de tranquilizar a sus amigos, pidiéndoles que esperaran unos días a ver si las cosas se aclaraban.
—Tiene que haber una explicación para el comportamiento de Juan —le dijo Abner a Esdras.
—No. Escúchame, Abner. Se veía venir que esto iba a pasar antes o después. Llevo mucho tiempo con Juan, pero siempre he creído que él es como todos. Tampoco sabe quién es el Esperado. Y ahora se ha dejado convencer por ése de su familia, al que se le ha ocurrido darse aires de grandeza. Si es cierto lo que dice, ¿qué hacemos con la Ley y los Profetas? Si todo lo que anunciaron los sabios antiguos es falso, entonces, ¿en qué creer?
La aciaga mañana, sin embargo, no había traído lo peor. Un buen número de seguidores de Juan y de peregrinos, al conocer el suceso y las afirmaciones de Juan a favor de Jesús, se ofrecieron a seguir al grupo de Esdras y abandonar al bautista.[1]
A mediodía, una caravana de casi trescientos hombres, mujeres y niños, comandados por los discípulos rebeldes, abandonó las proximidades del Jordán, encaminándose hacia el sur.
El resto de los peregrinos y de los seguidores de Juan quedó en suspenso, presos de la confusión. Muchos discutían sobre qué hacer. Juan había hablado de que todos deberían hacerse seguidores de Jesús. Pero la idea no parecía de su agrado. No estaba claro que «el carpintero nazareno» pudiera ser quien decía su maestro.
Como las discusiones no decaían, Juan, entristecido y decepcionado, marchó del campamento, buscando la soledad.
Seguimos aquí LU 137:2. Esta escisión en dos de los seguidores de Juan el Bautista tiene su importancia, y aparecerá más adelante en futuras partes de la novela. Según El Libro de Urantia este cisma es la explicación del origen de los mandeanos o mandeos, una secta gnóstica que proveniente del Jordán se estableció en los siglos I y II en Mesopotamia, en la actual Iraq (Mandeísmo). Llama la atención el número de vínculos y coincidencias entre la historia de los mandeos y lo que cuenta El Libro de Urantia. Por ejemplo, sabemos que los mandeos estuvieron dirigidos por una casta sacerdotal llamada de los nasoreanos. A mí esto me suena a nazareos, la comunidad a la que sabemos que perteneció Juan, y de donde extrajo a sus primeros discípulos. En la novela, Esdras y otros seguidores de Juan que se escindieron, eran nazareos.\endgraf Amós, un miembro de la comunidad nazorea, sería posteriormente admitido por Esdras como el Mesías para contrarrestar la influencia del resto de seguidores de Juan, que habían admitido a Jesús como Mesías. Este Amós es de quien hablan Juan y Santiago Zebedeo en el capítulo «El tiempo espera» de la parte XI. «El esperado comienzo». Y este Amós está basado en un personaje mencionado en el libro mandeo llamado El Libro de Juan o Libro de los ángeles. ↩︎